De la Ciudad Letrada a la letra salvaje
El crítico uruguayo Ángel Rama, en su original ensayo La ciudad letrada, proveyó la base analítica, conceptual y metafórica de lo que hoy definiríamos como un conjunto heterogéneo, pero estrechamente imbricado, de aparatos ideológicos, hábitos y afectos que han regulado los campos políticos y culturales de América Latina a lo largo de su historia colonial y moderna. Han compuesto estos aparatos las instituciones del estado colonial-imperial, las formaciones estatales posteriores a la independencia, la iglesia, las instituciones educativas, artísticas, científicas, profesionales, el campo literario y, como entramándolo todo, la escritura, la letra. A todo ello se incorpora hoy día la envolvente esfera mediática. El análisis de Rama permite subrayar la importancia de la escritura como matriz epistemológica de la civilización occidental y relacionarla, además, con configuraciones específicas de cuerpos y discursos en el tiempo histórico. El argumento de Rama también permite inferir que la literatura y las prácticas relacionadas con el arte de escribir, si las concebimos como escritura ampliada e incluimos las actividades audiovisuales y performativas prevalecientes en nuestra era mediática, continúan siendo portaestandartes de la ciudad letrada. Es preciso insistir que las imágenes, sonidos y otros formatos digitalizados que ahora parecen predominar en este conjunto evolutivo de aparatos ideológicos, de hábitos y afectos, son parte de lo que Jacques Derrida llamó la archiescritura y que continúan actuando como las letras siempre lo han hecho, seduciendo/capturando el afecto, la imaginación y el intelecto, consiguiendo que el deseo produzca su propia alienación como trascendencia y poder, reproduciendo como siempre las operaciones de exclusión e inclusión que son la sustancia de la sociedad de clases y el Estado. Estas archi-letras están, por supuesto, tan involucradas en la producción de deseo, que proporcionan no sólo los códigos de la reproducción del Estado y la sociedad de clases sino las claves de su destrucción. Esto explica las relaciones inquietantes, ambiguas y hasta contradictorias que tiene la ciudad letrada con el poder.
Podemos, en concordancia, presumir que los sujetos letrados actúan dentro de los lindes de la ciudad letrada en la medida en que sus prácticas simbólicas reproducen, consciente o inconscientemente, las operaciones de exclusión/inclusión características de la sociedad de clases y el Estado. Ello incluye a sujetos letrados que entran en contradicción con formaciones de Estado particulares, entre ellos, algunos sujetos revolucionarios. Por otra parte, podemos suponer que los sujetos populares exceden la ciudad letrada cuando sus prácticas contravienen las maniobras de exclusión del Estado y la sociedad de clases. Entre ellos vemos a sujetos populares que asumen la letra o la archi-letra como modo de producir deseo en desafío de jerarquías y desigualdades, instalando el libre encuentro de los diferentes en cuanto iguales en el común de la vida cotidiana, y planteando así lo que he llamado en otra parte un comunismo literario que sirve de retaguardia a las resistencias post-utópicas. Aquellos intelectuales que también asumen ese orden de prácticas entran en composición con los sujetos populares, algo que no necesariamente debería significa actuar como vanguardia de las luchas populares.
Muchos intelectuales latinoamericanos han combinado, desde épocas pre-independencia, los roles de filósofos, literatos, políticos, profesionales y fundadores de una variedad de instituciones que incluyen el Estado, sus aparatos ideológicos y las operaciones de biopoder que lo conforman. En cuanto tales, estos intelectuales han actuado, con pocas excepciones, dentro de los predios de la ciudad letrada como reproductores del Estado y la sociedad de clases. Entre ellos figuran muchos que se han opuesto al dominio colonial y luego neocolonial y que han asumido posturas antiimperialistas, pero que no dejan de reproducir con sus prácticas el colonialismo interno o la colonialidad del poder frente a subalternos de clase, indígenas, afrodescendientes y otros sujetos recolonizados. No excluye esta continuidad en la reproducción del dominio y la desigualdad a muchos intelectuales revolucionarios o populistas cuyas prácticas estalinistas o autoritarias promueven fijaciones jerárquicas y exclusiones sociales y políticas afines a la sociedad de clases. Sin embargo, es también de sobra conocido que la participación de los intelectuales en los movimientos populares adquiere doble filo. Es decir, que no empece su cultura y formación social corresponder a la ciudad letrada, sus contradicciones específicas con formaciones de Estado y de clase particulares los llevan a actuar de manera favorable a los sujetos populares en alianza transitoria o composición orgánica con estos. Escritores, artistas y pensadores sociales han participado en la convergencia entre ciertas fracciones de la ciudad letrada y las resistencias populares, hasta el punto que amplias secciones de la clase oligárquica y sus gobiernos dictatoriales han repudiado y reprimido el arte, la literatura y algunas expresiones de las ciencias sociales como inherentemente subversivas. No se puede decir que la convergencia entre sujeto letrado y sujeto popular haya sido improductiva, pese al papel de vanguardia muy problemático e históricamente limitante que la cultura intelectual realmente existente le ha arrogado a sus portavoces.
Las propias limitaciones y aporías de larguísima data que arrastra la matriz occidental-civilizada de la escritura explican en gran medida la incapacidad intrínseca de los sujetos letrados para sobrepasar cierto umbral en sus convergencias coyunturales con los sujetos populares. En cuanto fortaleza del conocimiento/poder indisociable de la escritura, la ciudad letrada produce conocimiento constituido, el cual, en términos generales es congruente con el poder constituido del Estado. Los intelectuales de la ciudad letrada, por tanto, suelen producir conocimiento o ciencia de Estado, es su modo ordinario de operar, lo que en inglés diríamos, “the default mode”. Algunos intelectuales sí entran en “modo extraordinario” y actúan como opositores y hasta revolucionarios de cara a gobiernos o formaciones de estados particulares, pero con pocas excepciones, sus prácticas reales siguen encarnando simplemente otro avatar del Estado y la sociedad de clases. Y mucho tiene que ver esta restricción estructural con la manera en que la escritura ha funcionado a lo largo de la historia y continúa funcionando en las sociedades contemporáneas, independientemente de las simpatías y adherencias de vocaciones intelectuales particulares. Por tanto, es casi sentido común en la historia de las luchas sociales que los sujetos letrados y los sujetos populares convergen, a veces en una misma persona, sólo hasta cierto punto. Llegado cierto punto, se separan. A veces en un mismo individuo coexiste un sujeto letrado con un sujeto popular que nunca se reconcilian del todo y se producen vacilaciones casi esquizoides, algo muy notorio en las trayectorias políticas de los letrados latinoamericanos del siglo veinte. Un desenlace usual de esta pugna es que el sujeto letrado y el sujeto popular articulan una relación de dominancia hegemónica en que al segundo le toca ser el subalterno, mientras el primero ayuda a la clase dominante o al Estado a reciclar y remozar su poder gracias al influjo renovador del vínculo hegemónico que le proporciona su nueva mediación con la subalternidad. Sin embargo, tal restricción estructural es histórica, no es natural.
Muchos acontecimientos de la historia moderna han engendrado alternativas al conocimiento de Estado y a la matriz epistemológica específica de la escritura occidental-civilizada co-constituida con el mismo. En el contexto americano el asunto más relevante a esta discusión es el pensamiento salvaje en su contexto indígena, en conjunción con el pensamiento neosalvaje de la ciudad neocolonial posmoderna. En ambos casos el pensamiento salvaje se articula como exceso constituyente de sujetos populares. El pensamiento salvaje es un acontecimiento ex-moderno, en el sentido de que excede y escapa la modernidad sin dejar de pasar por ésta continuamente. El pensamiento salvaje prospera en un fuera de lugar constituyente, junto a una escritura ampliada alterna, una letra salvaje. Estar fuera de lugar en un espacio no es lo mismo que estar fuera de ese espacio; lo fuera de lugar entra y sale pero nunca ocupa un lugar que le corresponda como propio. Lo fuera de lugar infiltra, trafica, evade, contrabandea con la modernidad sin ocupar los lugares que ésta asigna como apropiados. Baso este concepto en mi lectura de los encuentros con sociedades amerindias que han sostenido y articulado antropólogos muy críticos de la ciencia de Estado, como lo son Pierre Clastres, Eduardo Viveiros de Castro, Johannes Wilbert y Neil Whitehead. También me baso en las prácticas interpretativas fuera de lugar sostenidas por intelectuales bolivianos que actúan en proximidad orgánica con los movimientos sociales de su país, como Silvia Rivera Cusicanqui, Simón Yampara, Elizabeth Monasterios y otros. A estas referencias añado la teorización neosalvaje desde la ficción acometida por escritores puertorriqueños como José Liboy y Enrique Aravind Adyanthaya, así como el fermento político que constituye en Francia el movimiento Les Indigènes de la République (Los indígenas de la República), estrechamente relacionado con los desplazamientos afectivos de los nuevos sujetos recolonizados de las ciudades globales, entre ellos la juventud insurrecta que asoló las ciudades de ese país hace unos años quemando miles de automóviles. El pensamiento salvaje, sea de origen amerindio o urbano neocolonial provee un medio para la convergencia y la articulación estrecha con ciertas tradiciones marginales, excesivas, de la ciudad letrada. Es un pensamiento capaz de establecer líneas de fuga con respecto de la ciencia de Estado cual la encarna la cultura letrada contemporánea.
El pensamiento salvaje es constitutivamente anti-Estado y anti-clase. Entabla guerra permanente contra el Estado y contra la posibilidad del Estado. Las sociedades de clase y de Estado no tienen el porqué ser consideradas como resultado lógico e inevitable del crecimiento de las sociedades sin Estado primitivas, más bien podría considerárselas como una recaída, como una incapacidad para ser sociedades sin clases. La sociedad de Estado moderna puede apreciarse en muchos aspectos como resultado de una regresión sufrida por sociedades sin Estado. Por tanto, los sujetos populares que asumen el pensamiento salvaje, al articular sus prácticas culturales y políticas como exceso radical que amenaza la sociedad neoliberal, no lo hacen en cuanto sujetos que carecen de inserción en la modernidad, sino en cuanto sujetos que la rebasan, mientras que la modernidad, en la medida en que sigue vinculada a las sociedades de Estado, puede apreciarse como cicatriz de falta, de carencia e incapacidad.
En términos epistemológicos, el pensamiento salvaje: a) asume varios planos de realidad y modos de percepción como igualmente objetivos; b) asume una pluralidad de lógicas; c) se gesta en el afecto, que por definición es colectivo y singular/plural; d) procede por secuencias conjuntivas, en lugar de subordinaciones disyuntivas (es decir articula las posibilidades como y…y….y, en lugar de o… o… o…); e) se inclina por las variables desviadas y las excepciones, en lugar de las variables dominantes; f) opera con sumas parciales en lugar de totalidades; g) no se sujeta a la búsqueda unilateral de resultados efectivos y acumulativos. Constituye, en fin, una epistemología que subvierte, evita y destruye la ciencia o conocimiento de Estado en general.
En lo que John Beverley ha descrito como el giro neoliberal y conservador de la ciudad letrada latinoamericana vemos que la convergencia, minoritaria, accidentada, pero a su modo consecuente y notable entre sujetos letrados y sujetos populares que acompañó de distintas maneras el ciclo insurreccional de inicios de los sesenta (marcado con la Revolución cubana) hasta fines de los ochenta, ya se ha disuelto. Esto tras la contraofensiva represiva implementada por las clases dominantes y el imperio, que tomó las proporciones de un genocidio de la izquierda y de sus bases populares, perpetrado en República Dominicana (1965), Chile (1973), Argentina (1976), Guatemala (1981), Perú (1980-2000) y Colombia (1985). Como consecuencia de esta contraofensiva, también lidiada por vías de cooptación y diversionismo, según explica Jean Franco en su libro Decadencia y caída de la ciudad letrada, amplios sectores de intelectuales, contando una proporción mayor entre aquellos allegados a la literatura y la academia, han ido abandonando todo interés en las luchas populares, no se diga en sostener vínculos orgánicos de solidaridad. Cualquier encuesta de las afiliaciones intelectuales al día de hoy puede proporcionar largas listas de otrora integrantes de la izquierda que han abandonado todo vínculo con los movimientos sociales, en especial los que rebasan los partidos y la sociedad civil. Vemos a figuras con pasadas referencias marxistas apoyar ahora la mascarada de la sociedad civil y la tiranía del mercado corporativo y repudiar el populismo como si fuera el demonio, que creen ver en cualquier indicio de solidaridad colectiva. Según ha comentado Bruno Bosteels, muchos de estos intelectuales ven tras todo compromiso colectivo o de grupo sólo conspiraciones contra la vida tal cual la conocen. Son los émulos de Vargas Llosa quienes ahora establecen la pauta en los campos culturales vinculados a la ciudad letrada y no ya los herederos de Roque Dalton. Aún íconos de la rebelión juvenil como Andrés Caicedo y el más reciente Roberto Bolaños, han sido reciclados póstumamente por la banalidad neoliberal de autopublicistas como Alberto Fuguet.
La buena nueva en torno a esta ruptura histórica es que con el nuevo auge de las izquierdas latinoamericanas (iniciado con el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1996), dando pie a brillantes experiencias de movilización popular que se han convertido hoy por hoy, según muchos estudiosos, en el laboratorio de las luchas democráticas e igualitarias mundiales, han surgido sujetos populares que producen su propia intelectualidad fuera de los circuitos de la ciudad letrada, sin necesitar gran cosa de los intelectuales convencionales ni de la tecnocracia mediática corporativa que recompone la ciudad letrada. Esta nueva intelectualidad no necesariamente pasa por los tamices y filtros institucionales de la ciudad letrada y si lo hace es como sujeto fuera de lugar, que se resiste a fungir en los roles asignados, optando por infiltrar, traficar, contrabandear las contraseñas establecidas del conocimiento de Estado. En algunos casos, como en Bolivia, los movimientos sociales han llevado al poder a gobiernos que, paradójicamente, en ciertos momentos tienden a socavar las bases del Estado, si bien de una manera poco asumida y poco consecuente. Posiblemente se da el caso de un gobierno antiestatal. Pero basta esa disposición, todavía por probarse, para que los intelectuales convencionales de la ciudad letrada se coloquen en la situación irónica de tomar un discurso presumiblemente anti-Estado para en verdad defender la integridad del Estado como formación de dominación de clase frente a un gobierno que perciben como hostil a esa integridad clasista del Estado. Lo que no ven muchos es que en casos así son estos opositores neoliberales a los gobiernos populistas quienes en verdad constituyen el Estado aún estando fuera del gobierno, aborreciendo sus jefaturas y decretos.
En el caso de Puerto Rico, a pesar del colapso del fervor independentista característico de los sesenta, setenta y principios de los ochenta, y a pesar de la derrota estratégica sufrida por el movimiento obrero, cual la narra Ángel Agosto, nuevos sectores han entrado en composición con un sujeto popular. Los incipientes movimientos sociales han demostrado funcionar sin la vanguardia letrada, que nunca fue muy significativa en el campo social. Esta disociación impresiona mucho, pese a las precariedades que la rigen, en el sector estudiantil, que sorpresivamente, a pesar de su vínculo temporero pero relativamente intenso con el baluarte isleño de la ciudad letrada que es la academia, produce su propia intelectualidad emergente fuera de lugar, bajo la forma de un intelecto general antiacademicista, que algunos confunden como antiintelectual. Los estudiantes mantuvieron por más de ocho meses (desde abril de 2010 a enero de 2011) un agresivo y multitudinario movimiento de huelga que desafió al gobierno colonial. Hubo académicos que en el discurso público asumieron la postura de la ciudad letrada convencional y emplazaron sus voces de tribunos individuales de la conciencia civil para repudiar la huelga oblicua o frontalmente. Hubo también profesores que asumieron un papel activista encuadrado en el movimiento social (laboral) como miembros de la comunidad universitaria en apoyo a la huelga, reposicionándose más como compañeros de los estudiantes, en un plano horizontal, y no tanto en la función tradicional de maestros de la vanguardia o voceros de la conciencia civil. Por otro lado, los estudiantes en huelga lograron producir, no sólo un liderato orgánico, sino un discurso autónomo que desbordó los moldes teóricos de muchos de sus profesores. En los debates que se produjeron durante la huelga, algunos estudiantes desarrollaron un pensamiento salvaje para contravenir las admoniciones de muchos de los que fueron sus profesores, quienes a su vez citaron repertorios actualizados de críticos de la cultura y la política contemporánea para usarlos como autoridades del conocimiento constituido, es decir, del conocimiento de Estado. El rol de los profesores que actuaron como “los que se supone que saben” fue desafiado por los estudiantes en huelga, que respondieron, no sólo con palabras, sino con expresiones performativas que renovaron el lenguaje de la resistencia en Puerto Rico. No pocos profesores reafirmaron el poder/conocimiento replicando con razonamientos al estilo de que “existen los que pueden enseñar y los que necesitan saber y cada cual se atiene a su función”. Era casi hilarante escuchar proposiciones de este estilo en los debates sobre la huelga, hechas por personas reputadas por su capacidad intelectual. Pero era triste también ver cómo muchos intelectuales otrora identificados con la izquierda cultural o política expresaban satisfacción ante las medidas represivas, como expulsiones, golpizas, arrestos, abuso sexual, encarcelamientos y limitaciones inconstitucionales del derecho a expresión y a reunión, todo lo cual contribuyó a apagar la huelga hacia principios del 2011.
Una de las más destacadas ironías de esta divergencia, en general, entre los sujetos letrados y los sujetos populares, es cómo las referencias a importantes pensadores con posturas críticas hacia el conocimiento de Estado suelen ser recicladas por los intelectuales de la ciudad letrada y convertidas en artículos de fe cónsonos con el credo neoliberal sobre la sociedad civil. Tuve la experiencia chocante, en Bolivia, de ver a un intelectual versado en Jacques Lacan, postular contra lecturas libres de los textos teóricos occidentales, como las que hacen algunos nuevos intelectuales aymaras vinculados a los movimientos sociales. Otro llegó a sostener que Gilles Deleuze había hecho mucho daño con su propuesta de que toda teoría es una mera caja de herramientas de la que cada cual se sirve a gusto sin mayor prurito de autoridad. Sostuvo que no, que las teorías se respetan en la letra y la intención de sus autores. Hubo referencias burlonas a intelectuales aymaras que recurren a teorías de pensadores franceses sin conocer los textos en la lengua original. Estas posturas, además de constituir un ataque racista en un país donde más de la mitad de la población se identifica con la comunidad indígena a la cual se le ha negado hasta hace poco entrada en el sistema educativo superior, revela una lectura colonialista de teóricos como Deleuze o Lacan. Este es el tipo de giro discursivo absurdo que cabe esperar de una élite intelectual desplazada por los movimientos sociales que ahora crean su propio intelecto orgánico.
Queda por constatar si será posible diseminar, dentro de las instituciones de la ciudad letrada, un virus de pensamiento salvaje que deshaga el giro neoliberal. Y si esa estrategia viral, del fuera de lugar contrabandeado, contribuirá a una convergencia más entre el sujeto letrado y el sujeto popular en la creación de comunidades de la letra salvaje, ampliada en lo audiovisual, lo performativo y todo lo que desde la acción de la escritura abone a la retaguardia comunista de las resistencias post-utópicas.