De lecturas y gozos
En la facultad donde enseño algunos profesores aún tenemos esa costumbre antigua y medieval de conversar. No virtualmente, aunque esa costumbre, ya muy de avanzada también la tenemos, pero como antes, relajados, sentados frente a frente, tomando café, mirándonos a los ojos, a la cara, disfrutando el sonido de la voz, de las risas, de los asombros, algo que al menos todavía, es difícil de lograr cibernéticamente. Últimamente encuentro un tema recurrente en esas conversaciones. No es nuevo, no, pero hoy día lo escucho más a menudo: la incapacidad lingüística de nuestros estudiantes. ¿Cómo es posible esto en una universidad, entre estudiantes subgraduados y graduados también? Y lo peor es que tal parece, por los comentarios y las experiencia propia, que el abismo académico que esto supone se hace más y más enorme cada semestre. Creo que ya es hora de que discutamos el asunto más allá de la tertulia cafetera.
En la prensa que leía hoy –no estoy muy clara de por qué aún lo hago, esa costumbre de leer la prensa parece que es de las que no se supera fácilmente- me enteré del caso de unos puertorriqueños en Wisconsin víctimas y victimaria en el espeluznante caso de una mujer de 33 años que mató a otra más joven aún, le abrió el abdomen con un cuchillo cualquiera, le extrajo un feto que murió en el proceso y luego trató de engañar burdamente a la policía diciendo que era ella, la asesina, la que había parido. Dice que la “cirugía” la vio hacer en Discovery Channel. De lo que no se enteró, aparentemente es que hacer esa cirugía toma años, muchos, de educación, aprendizaje, práctica supervisada, entre otros pequeños detalles como la necesidad de asepcia. Dice nuestra prensa y le voy a creer, que la asesina era graduada de una escuela superior en Puerto Rico y que había estudiado en el Instituto de Banca y Comercio. Ya lo sé, no hay que tener demasiada inteligencia para graduarse de escuela superior. Pero me pregunto, qué clase de educación le damos a los jóvenes en Puerto Rico cuando un graduado ni se entera de lo que es un cirujano, un hospital, un quirófano y se le ocurre que cualquiera, incluso ella, puede hacer una césarea donde quiera y como quiera. Me pregunto, qué clase de educación recibió esa mujer por 12 años en nuestro sistema educativo. Y ni hablar de aprender algo de normas éticas. ¡Y muchos de mis colegas y yo preocupados porque los chicos no leen ni saben escribir cuando llegan a la UPR con todo lo que eso debería implicar en términos educativos!
Peor aún, tratando de conversar con mis discípulos sobre esto de la educación, el pensar y el lenguaje les pregunté cuál era el último libro que habían leído por puro placer. Algunos, quizá la mayoría, me miraron como si yo fuese una alienígena llegada de otro espacio temporal o de algún planeta extraño. Otros me preguntaron si me refería a leer un libro completo. Me mordí la lengua para no preguntarles si creían que se podía leer un libro de alguna otra manera pues no quería que llamaran al 911 para que psiquiatría me recogiera. Sí, me arropa ya el cinismo, pero se trata de un asunto muy serio.
Hasta donde sepamos somos los únicos animales que hablamos. No voy a entrar en los famosos y extensos debates sobre el origen de la lengua, su fuente, su relación con la evolución, con la fisiología humana, el cerebro. Los conocemos o podemos conocer, al menos los que aún tenemos la costumbre de leer textos densos de tapa a tapa. Pero el asunto al que voy es que perdiendo la costumbre de leer, perdemos la capacidad para pensar, reflexionar y debatir sobre lo que pensamos y leemos, para comunicar por escrito lo que opinamos, creemos que comprendemos, creemos que hemos descubierto. Por no hablar de las creaciones literarias, artísticas esas que algunos tontos aún sentimos tanto goce al leer y admirar. Por algo nuestros mitos nos reafirman que en el principio fue el verbo. (Cosa que además de los viejos hebreos, las madres bien sabemos. Por algo le llamamos a la lengua original que hablamos, lengua materna.) Eso también. Conversando con mis estudiantes encontré que solo dos o tres relgiosos conocían la cita, ni decir que ya explicarla era mucho pedir. Parece que las iglesias andan tan mal en eso de la educación como las escuelas. En el fondo, desde la academia, la preocupación es que se nos saca la alfombra de debajo de los pies con esto de que la flor y nata de la juventud puertorriqueña que nos llega a la UPR no sepa leer ni escribir y que mucho menos ha aprendido el goce, el enorme placer que la lectura nos puede ofrendar. Conocimiento pues sí, preparación práctica, de esa que como dicen los especialistas en la “economía del conocimiento” y que adoran los tecnólogos, les capacita para conseguir un empleo productivo. Pero, igual o más importante les falta capacitación para la investigación, para la creación, como también para disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida: la lectura.
¿Es que ya no conocen el placer de comer jobos, irse a la playa y sentarse frente al mar a gozar con un buen libro de cuentos, una novela, un enjundioso libro de ensayo de esos que citan los profesores y nunca le dan tiempo para leer? ¡No se puede abusar del placer, pero ah, qué bello es a veces!
El mundo nos trabaja en contra. Nicholas Carr en su enjundioso libro The Shallows, What the Internet Is Doing to Our Brains, estudia el fenómeno del efecto que está teniendo la cibernética con todos sus artilugios ya de uso tan común. Comienza su análisis con la propia experiencia. Cuenta cómo un buen día descubrió que le estaba dando trabajo leer como lo hacía antes, una página completa, un libro de tapa a tapa. Le preocupó y se puso a investigar. No puedo en este espacio ni comenzar a resumir la esencial información que ofrece, así que sólo voy a apuntar unos elementos que me parece que pueden dar paso a mayores reflexiones sobre este problema que tanto nos debe concernir. Dice Carr que su búsqueda comenzó cuando sintió que no estaba leyendo como antes sumergiéndose en el texto, disfrutando la prosa. Sentía que no estaba pensando como lo hacía antes, era como si en su cerebro alguien había reordenado los circuitos, reprogramado su memoria, no creía que estaba perdiendo sus capacidades mentales, pero sí que estaban cambiando. Perdía la capacidad de concentración después de leer una o dos páginas, perdía el hilo, buscaba otra cosa que hacer, tenía que luchar para alcanzar la lectura profunda que antes le parecía lograr naturalmente. Utiliza una metáfora del deporte marino. Dice que antes buceaba en un mar de palabras mientras que ahora volaba sobre la superficie marina como en una motora acuática.
Con los estudiantes Carr encontraba el mismo problema. Un ex presidente del del consejo de estudiantes de una universidad y beneficiario de un Rhodes Scholarship en el 2008 le confesó que a través de Google podía absorber información rápidamente, que no le hacía sentido sentarse y leer un libro de tapa a tapa, que no era un buen uso de su tiempo. Supongo que los placeres de Baudelaire, Tolstoy o García Máquez, ni hablar de La Ilíada o El Quijote no entran en su reino. Afirma Carr que puesto que el lenguaje es para los seres humanos el instrumento del pensamiento consciente, particularmente en sus formas superiores, las tecnologías que reestructuran el lenguage tienen una fuerte influencia sobre nuestras vidas intelectuales. Así, la historia del lenguaje lo es también de nuestra mente. A diferencia del lenguaje, la lectura y escritura han sido posibilitadas por el desarrollo del alfabeto y otras tecnologías. Nuestra mente ha de aprender a traducir los elementos simbólicos que componen un lenguaje y le hacen comprensible. Para ello se requiere educación, aprendizaje, una formación deliberada del cerebro. Como bien señaló Walter Ong, la escritura, como también la imprenta y la computadora, son formas de tecnologizar la palabra y una vez tecnologizada no hay marcha atrás. De ahí la importancia de conocer cómo la computadora ha ejercido su influencia en la palabra -nuestros estudiantes hablan y escriben tuiter castellano- y cómo el mundo de la pantalla es muy diferente del mundo de la página.
El texto de Carr es fascinante. Debería ser lectura obligada para todos quienes tratamos de educar en la era cibernética. ¿Qué está ocurriendo con el vocabulario, por qué parece reducirse tanto? ¿Qué ocurre con la sintaxis? ¿Por qué ya después de unos cuantos años de vida escolar no acentuamos automáticamente? ¿Por qué se está perdiendo la coherencia al escribir? ¿Por qué da tanto trabajo llenar una página con algo que tenga sentido? ¿Por qué repartimos los consabidos “Prontuarios” y nadie parece leerlos? Y no podemos seguir achacando todos los problemas lingüísticos al colonialismo. ¿Influencias del inglés en el español puertorriqueño? Claro que sí, como también en muchos otras formas del español a través del mundo. Pero tal parece que hoy día hay otro factor que influye no sólo nuestra lengua sino todas, la tecnología cibernética. Hemos abrazado la cibernética y creemos a pie juntilla en la utopía tecnológica y con ello hay que tener mucho cuidado. No, no es nostalgia por el pasado del lápiz y el papel. Ni quiero volver a lavar con dos piedras en el río ni escribir a empujones de tecla con una Royal y hacer copias con papel carbón. Y creo que vale la comparación. Hubo quien pensaba, especialmente entre el género masculino, que la invención de los electrodomésticos liberaba a las mujeres. Cierto, con la máquina de lavar ya no había que ir al río, pero la maquinita no lava sola, requiere trabajo humano y sucede que sin un análisis cuidadoso del patriarcado y sus efectos sobre la división de trabajo doméstico, sin una reestructuración de este trabajo tan necesario para la superviviencia humana, por muchas maquinitas maravillosas que compremos siempre habrá que hacer el trabajo doméstico de alguna forma y para que sea equitativa y justa la distribución se requiere mucho estudio del género, mucho debate y mucha buena fe y comprensión doméstica.
Los electrodomésticos no son una panacea que abre las puertas del paraíso doméstico. Así tampoco la cibernética nos convierte a todos en genios sabiondos. Google y todos los demás programas y artilugios sólo son eso, herramientas tecnológicas. Solas, solitas no recomponen el mundo. Eso requiere voluntad humana y sabiduría. Requiere lectura y escritura, puede ser en un kindle, con una computadora pero requiere del conocimiento, la imaginación y creatividad humanas. A los lingüistas les toca resolver los graves problemas de la escritura y lectura en la era cibernética sino pronto nos vamos a encontrar con una población de tecnólogos imbéciles.
Mientras tanto los académicos, profesores y estudiantes tenemos que ocuparnos de ver cómo llenamos ese abismo del conocimiento lingüístico que está impidiendo el aprendizaje universitario. Y a los políticos, a los síndicos, a los poderosos que tomen nota pues se trata de un asunto mucho más grave y problemático que la llamada crisis financiera. Sí, establecer los talleres, cursos, programas que repongan la capacidad lingüística perdida requiere dinero, pero ¡señores del poder!, hay que tener las prioridades claras si queremos que los puertorriqueños de las nuevas generaciones sean seres pensantes y nuestra sociedad más justa y confortable para todos. Y no olvidemos lo importante que es el goce para lograr esos objetivos.