De los innecesarios temores a pintamonas y otras estimables bestias
En la edición del 6 de agosto de 1934, el periódico El Imparcial publica un escrito del pintor hatillano Oscar Colón Delgado. En éste leemos:
El llamado modernismo, con sus aliados el impresionismo, el cubismo y el futurismo, han hecho la guerra a las nuevas escuelas, creando con ello tan sólo el desconcierto y la trivialidad en el gran arte de la pintura, donde picapedreros del pincel y del lápiz, sin meollo suficiente para abordar el arte puro por el lado serio y difícil, han buscado refugio en la facilidad moderna de librarse del fracaso… [De Oller a los 40, 122]
Colón Delgado prosigue en su ataque a los pintores modernos adjudicándoles una incapacidad para afrontar dificultades, señalando que: “A un pintamonas impresionista, cubista o futurista, le es más fácil desde luego pintar una mona que un retrato. ¿Verdad?” (123). Concluye entonces nuestro pintor que estos modernos no se han dado cuenta de,
que el arte incomprensible para las masas, no es arte bueno sino que es arte malo, y que nada tiene de arte… Y el arte malo, soberanamente malo, es el que fabrican los ultramodernistas del momento presente, buscando lo falso y mezquino en la grandeza inmensa de su pequeñez mental. [123]
Dos asuntos sobresalen en este tan revelador escrito: el primero, que Oscar Colón Delgado, quien nunca viajó fuera de la isla, tuviese noticia de corrientes pictóricas tales como el futurismo y el cubismo que no eran moneda corriente en el arte del Puerto Rico de las primeras décadas del siglo veinte, señal de que entonces, como ahora, los artistas puertorriqueños estaban al día en cuanto a lo que sucedía afuera. Lo segundo que sobresale es que la diatriba de Colón Delgado aparece tarde, cuando tanto el impresionismo, como el futurismo y el cubismo, son tendencias ya absorbidas por la pintura occidental, que en ese momento, 1934, se debatía entre dos fuertes tendencias, la abstracción y el (más joven) surrealismo.
Al enfrentar las polémicas sobre el arte contemporáneo puede sernos útil comparar con situaciones pasadas. En la historia un tanto veleidosa del arte, es usual encontrarnos con artistas ignorados en su tiempo que después de muertos se convierten en héroes (Van Gogh, por ejemplo) o con artistas muy celebrados en su momento que hoy no se mencionan (Meissonier, por ejemplo, contemporáneo de Van Gogh). Recordemos lo difícil que en el siglo diecinueve se hizo aceptar la obra realista de Courbet, catalogada por sus contemporáneos como pintura vulgar y grosera, y tan sólo unos años después, aún más difícil aceptar a los supuestamente chapuceros impresionistas, hoy tan cotizados. Estos juicios negativos pueden cambiar en muy poco tiempo: piénsese que las pinturas de, el hoy indiscutible maestro, Pablo Picasso, eran motivo de terribles burlas en los años previos a su muerte, o piénsese en la Fuente de 1917 del imprescindible Marcel Duchamp, obra considerada hoy como una de las más significativas del siglo veinte.
Por aquellas crueles ironías de la historia, si comparamos la obra de Colón Delgado con la de sus colegas contemporáneos, ello nos revelaría a quiénes los historiadores del arte señalaron como “maestros”: son estos Picasso, Matisse, Kandinsky, Miró; en otras palabras, fueron consagrados los “pintamonas”. ¿Quiere decir esto que el trabajo de Colón Delgado fue un error, una labor realizada en vano? El que hoy consideremos como maestro a Joan Miró y no a Colón Delgado, ¿hace de su obra una superflua?Nuestra respuesta es un contundente no. Oscar Colón Delgado hizo el arte que él entendió era el necesario bajo sus circunstancias políticas, sociales, económicas, culturales. Lo mismo hizo Joan Miró. Juzgarlos a ambos, positiva o negativamente, sin tomar en consideración sus circunstancias, es hacerle un flaco servicio al quehacer artístico.
Al aquilatar el arte contemporáneo las dificultades aumentan, sobre todo porque lo tenemos demasiado cerca, y esta falta de distancia nos impide valorarlo. Es cierto que las transformaciones en el arte hoy son enormes en comparación con las de los siglos anteriores, pero esto se debe, entre otras muchas razones, a los inmensos cambios que a partir del siglo diecinueve han ocurrido en la tecnología. Del mismo modo que la pintura no volvió a ser la misma después de la invención de la fotografía, el arte hoy no puede ser igual al de los siglos pasados si tomamos en consideración que nuestro manejo de la información, de la cual existe una cantidad inimaginable instantáneamente accesible como nunca antes en la historia humana, exige otras formas de abordar nuestra existencia en el mundo.Probablemente, un Miguel Ángel, de resucitar hoy, tendría dificultades en reconocer como arte lo que al presente se exhibe en los museos del mundo. Y sin embargo, si se mira con distancia, los cambios en el arte que hoy aparentan ser tan grandes no lo son del todo. De la ordinariez de un Courbet a la ordinariez de un Rauschenberg a la ordinariez de un Budet, el trecho es corto. Y de la pintura al óleo, a la instalación de vídeo, un paso es. Si bien los medios y las tecnologías transforman la apariencia del arte, no sucede así con sus intereses, que siguen siendo los mismos: la expresión y el testimonio de la condición humana, con todos sus aciertos y contradicciones, sus arrugas y sus verrugas.
Por siglos, y hasta hace poco, el Rey y la Iglesia fueron los patronos del artista. Hoy los nuevos consumidores del arte exigen productos que no son los de los antiguos. Velázquez, en el siglo diecisiete, debía pintar al Rey Felipe IV; en el siglo veintiuno, Luc Tuymans se ve en la urgencia de pintar a Condoleeza Rice en plena Guerra de Irak, pero a diferencia de Velázquez, no lo hace por cumplir con una comisión, inexistente por demás. De Velázquez a Tuymans, la situación del arte y los artistas cambió, y con ello necesariamente los resultados.
Otro factor que transforma la producción y aprecio del arte en nuestros días es la presencia de grupos que antes estaban invisibilizados o vedados. El trabajo de artistas provenientes de regiones marginadas ha obligado a reconsiderar las tradicionales definiciones de lo que es y no es arte. En sus principios, estos grupos—mujeres, africanos, asiáticos, caribeños, etc.—eran ignorados; ya hoy comienzan a formar parte del canon. Este cambio exige también una transformación en la crítica y la historiografía, pues resulta inapropiado historiar y criticar de la misma manera un trabajo de Leonardo y uno de Cindy Sherman, o utilizar una misma regla para juzgar un trabajo de Tiziano y uno de Daniel Lind Ramos, pues no es lo mismo pintar ayer un altar en la República de Venecia, que hoy en la República de Loíza. Es gracias a que ahora el mundo del arte es más inclusivo lo que permite valorar el trabajo de un artista como Freddie Mercado, quien decidió pintar sobre su propio cuerpo en vez de sobre tela, sin que por ello su obra sea menos pertinente que la de otros pintores.
Ejemplo de este asunto es la obra de Frieda Medín, Everything’s Fine in Puerto Rico ASS It Is, de 1986. En esta pieza, Medín toma como punto de partida la contestación dada por Deborah Carthy en el concurso de Miss Universo al momento en que se le preguntara qué cambiaría y mejoraría de su país, de tener esa oportunidad. La intolerablemente imbécil respuesta le ganó a Carthy la corona de Miss Universo y aquí Medín la utiliza como pie forzado para denunciar la representación de las mujeres en la sociedad contemporánea, que exige que la mujer ideal sea bonita y bruta. Al mismo tiempo, Medín condena la complicidad del arte en la construcción de una opresiva imagen de “mujer”, con su utilización de la instalación fotográfica en vez de medios canónicos, para crear un espacio violento, correspondiente a la situación que denuncia. Requerirle a Medín la delicadeza y la pulcritud de un Boucher porque su instalación en vez de arte sugiere un vertedero, es negarle su expresión, censurarla, someterla a la obediencia, tal y como se ha hecho durante tantos siglos. De ahí la necesidad de nuevas y controversiales formas de expresión.
El énfasis que en ocasiones se hace sobre la maestría técnica es uno de los errores en que se incurre al abordar el arte contemporáneo. De hecho, la técnica es particularmente impertinente en esta discusión; consideremos que admiramos más al Goya de las “Pinturas negras”, tan burdas y sucias, que al Goya rococó de primorosa pincelada. Es más que evidente que una excelente técnica no garantiza una gran obra de arte.
Picasso no pintó igual que Goya, ni Goya pintó igual que Velázquez; precisamente por eso es que existe una disciplina tal como la “Historia del arte”, una historia de cambios, rupturas y transformaciones que responden a su momento histórico. Siempre nos será adorable la imagen de unas hermanitas con encajes, lazos, flores, piñas y maracas, pero a la hora de la verdad y por penoso que nos resulte admitirlo, la única imagen que hoy podemos reconocer como nuestra, es la de la familia disfuncional y psicópata pintada por Bárbara Díaz Tapia. Es esta pintura tan chabacana, y no la pintura refinada del maestro Campeche, la que bella y verazmente expresa nuestro siniestro presente, un arte que cumple con la exigencia del maestro Francisco Oller de ser “de la época en que vive…si quiere ser verídico”. Rechazar a nuestros contemporáneos porque no se parecen a sus predecesores, exigirles a nuestros contemporáneos que no inventen, es desestimar la práctica artística misma.
Para concluir: Imaginemos que nuestro querido Oscar Colón Delgado, del pueblo de Hatillo, visita la exposición de su vecina del pueblo de Camuy, Elizabeth Robles. En Puerto Rico, donde la escultura está tan marginada, Robles nos ofrece uno de los trabajos más rigurosos e imaginativos presentados en años recientes, un trabajo arriesgado y necesario en su desdén hacia el “buen gusto”, poseedor de un refinamiento muy particular en su uso del color. Sospechamos, sin embargo, que a Colón Delgado le resultaría incómodo considerar la obra de Robles como “arte”, ni siquiera como “obra”, de lo que sea. Y es que, como bien señaló Gertrude Stein, las grandes obras lo son porque están bien presentes en su momento, tan presentes, que solamente con el paso del tiempo es que el público logra reconocerlas.
Nada nos habla más de nuestro tiempo que una obra de arte acabada de sacar del fuego, enfrascada como está con nuestro espinoso y siempre retante presente. El arte de cada época se define por la práctica de los artistas, y no por las preferencias del público o de los estudiosos, que tampoco pueden controlar los juicios que hará la posteridad. El hecho es que los “pintamonas” de hoy serán los clásicos del mañana, por lo cual colocarnos en el lugar del censor nunca será una movida inteligente. Como espectadores, nuestra tarea es la de observar atentamente y compartir nuestras observaciones, despojados de prejuicios y arrogancias que nos impiden conocer el pensamiento de aquellos que tanto tienen que decir sobre nuestro mundo. Se nos hace imprescindible dejar madurar a las obras de arte, pensar en ellas, pensar con ellas. El provecho, inevitablemente, será nuestro.
Imágenes (en orden de aparición): Freddie Mercado, Oscar Colón Delgado, Joan Miró, Osvaldo Budet, Diego Velázquez, Luc Tuymans, Tiziano, Daniel Lind Ramos, Frieda Medín, José Campeche, Bárbara Díaz Tapia, Oscar Colón Delgado, Elizabeth Robles.