De los muertos de la vida
“¿De qué es lo que no me puedo recordar?”
-Fulana de Tal, 2011, quizás
“Los muertos están en el viento y su realidad es la del viento”, así lo dice el sabio keniano Oruka Rang’inya, padre del filósofo Henry Odera Oruka. O como dicen algunos versos del poeta Birago Diop, “Aquellos que han muerto nunca, nunca se han ido / Los muertos tienen un pacto con los vivos…. Ellos están con nosotros en el hogar / Ellos están con nosotros en la multitud.”
…La multitud de muertos que hacia fin de año nos ha repleto el aire y comparte con los vivos nuestras calles ya superpobladas con el trajín de todos los días. En la hora del “rush” de nuestras ansiedades colectivas, de nuestras inseguridades de futuro y de nuestras deudas de esperanza, nos hemos ataponado de muertos. Agobiados por la lluvia de muertas y muertos, los semáforos de nuestra conciencia colectiva han caído en intermitente, deteniendo el tráfico de nuestras propias memorias que, con los cristales abajo, procura ansiosamente alcanzar el puente entre los sucesos que nos abacoran y su trascendencia. Anudados en este tráfico, el aire se nos hace fino, racionado entre los vivos que nos quedamos y los muertos que se escapan tan rápido de sus cuerpos, que apenas tienen tiempo de darse cuenta de que ya no tienen que respirar. ¿Qué hacemos con tantos muertos desmemoriados, que se acumulan más veloces que nuestra memoria? ¿Qué hacemos con tantos muertos desmemorializados?
Cada vez se habla y piensa con mayor consciencia sobre las finas ecologías que sostienen nuestras vidas en este planeta. Pero, ¿cuántas veces aceptamos en esos ciclos de vida la propia materialidad de nuestras muertes y de nuestros muertos? Pareciera, a menudo, que la vida es sólo asunto de los que nos quedamos. ¿Pero cuánto no pesa sobre la vida el que no podamos hacer sentido de la muerte? ¿El que la tarea misma de una profunda comprensión espiritual colectiva del significado de tantas muertes violentas, y de las vidas que culminan con ellas, aterrice en la burocracia saturada de nuestras conciencias, o en los vertederos exhaustos de nuestras razones de ser? ¿El que no haya tiempo, tan siquiera, para internalizar la muerte, para despedir a los muertos?
En el ciclo físico y biológico de la vida, todo permanece, transformado. Ningún producto se pierde, sino que muta y se transmuta para convertirse en fuerza de vida, de alguna otra forma, en algún otro lugar. La muerte, que no es sino un producto de la vida, tampoco se esfuma: permanece en la vida de otros, abre nuevos ciclos. Pero precisamente esa materialidad densa de la muerte, hace que no todas las muertes sean iguales, que no todas tengan las mismas consecuencias. Algunas muertes son libres, un suspiro luego de una vida llena de sentido; otras son muertes entubadas, lentas por el peso de los vivos que se agarran a una vida que se quiere ir, una sonrisa pasmada; y aun otras, son heridas al sentido: un arrebato de la libertad de la vida, pero también de la libertad de la muerte.
De ahí que algunas muertes sean un regalo de paz y vida, y que podamos sentir que la vida que en ese momento se despide de su cuerpo se transforma instantáneamente en la fuerza que mueve el sol o la lluvia, o en el recuerdo de algún río que acaricia la tierra hasta llegar al mar. Pero de ahí mismo también, que otras muertes nos dejen aturdidos, inseguros, vulnerables; no sólo adoloridos, sino confundidos, sintiendo la precariedad de la vida en ese aliento de violencia que lastima los delicados nervios del significado de nuestra estadía en este mundo. ¿Qué hacer con los materiales de vida que nos dejan estas muertes?
Hay legados que son una sonrisa eterna: una tranquilidad profunda, algún proyecto realizado, o una vida completa (no importa cuán corta haya sido), que sirve de alimento y sustento a muchas más. Pero ahora que hemos alcanzado más de mil muertes violentas antes de cerrar el año, a un promedio de tres muertes violentas por día, me pregunto, específicamente: ¿qué hacer con los materiales, tan inmediatos como los cuerpos mismos –o tan literales como las recientes protestas de empleados forenses por la escasez de recursos y de apoyo a su trabajo ante la cantidad creciente de cuerpos y casos que llegan a sus manos? ¿Con materiales tan densos como el miedo, que se nos acumulan en esta prisa colectiva y catastrófica por consumir (que no consumar) la vida? ¿Cómo responder a las marchas de mujeres que se visten de novias, o sólo de sí mismas, para recordar a las víctimas oscuras, vivas y muertas, de la violencia sexual y doméstica? Cuando hago estas preguntas sobre la herencia material de la muerte, no sólo pienso en sus más inmediatos herederos: parientes, amantes, amigos y allegados de los que se escapan de la vida, sino también en todas y todos nosotros, que leemos los números en los periódicos en cualquier día. Y en quienes no los leen, pero los respiran.
En este momento de tanta violencia, de tanta corporalidad inmediata de la vida y de la muerte, tenemos que detenernos a hacer sentido de lo que parece transcurrir en lo invisible: lo que sucede con y después de la muerte. No en “la vida después de la muerte”, sino en la vida con la muerte. Tenemos que pensar en lo que hacemos con la muerte durante la vida. Tenemos que pensar en cómo limpiar el aire de muertes tan veloces como no procesadas, en cómo reordenar nuestros tráficos entre la vida y en la muerte para que vuelva a ser una el alimento ecológico y espiritual de la otra. Para tener un proyecto de vida de país, tenemos que comenzar por poner a nuestros muertos a descansar. A descansar en una red colectiva de memoria, aceptación y sentido que preserve el germen de vida que encierra toda muerte. ¿Cómo calmar esa inquietud insomne de los muertos parados y los muertos en motora? ¿Cómo hacerles un hogar a los muertos de nuestras calles; permitirle el sueño al “muerto para’o” y, con delicadeza, bajar al otro de su motora?
No sin rememorarlos. No sin rescatar a la memoria del peligro de su propia desaparición. No sin restablecer un vínculo productivo entre la vida y la muerte, sin darle cuerpo en nuestro recuerdo a quienes se han escapado de la vida antes de poder saberlo. Se trata de algo mucho más profundo que la memoria trivial de una sensación del momento. ¿Cuánto de nuestra llamada “desmemoria” histórica no será un síntoma, en lo más elemental, del olvido de nuestros muertos? ¿El trauma de muertes dolorosas, antiguas y nuevas, que por no mirarlas a la cara se aglutinan frente a nuestras puertas todos los días sin poder hablar…? De hijas e hijos, víctimas de la carretera, de la drogadicción o de balas ciegas; de madres y padres, víctimas de presiones vitales y ataques al corazón; de abuelas y abuelos víctimas del racismo, de las guerras prestadas, o la desigualdad; de bisabuelas y bisabuelos, víctimas del hambre y la desposesión; de tatarabuelas y tatarabuelos, víctimas de la esclavitud, la libreta de jornal, o las violencias de la migración…de todas y todos aquellos que no alcanzaron suficiente visibilidad para representarse a sí mismos en la piel extendida de nuestra historia, y en la herencia vital de nuestras existencias de carne y hueso…
…Otro intelectual africano, que ha dedicado una importante parte de su vida y trabajo a pensar sobre los múltiples y profundos legados de la violencia sistémica e intestina de la era del apartheid, diría que la lucha para transformar un orden inhumano de las cosas, el orden deshumanizante de la violencia que destruye al otro, el significado del otro y, con ello, la memoria de todos, requeriría que nos ocupemos con la “productividad poética de lo sagrado.” Con una poiesis, es decir, con un proceso a la vez de organización de la vida, y de creación, que nos retorne no sólo una relación con lo sagrado en cuanto a divino, sino también, y de forma mucho más inmediata, con lo sagrado que es la humanidad que habita en cada uno de nosotros. (Especialmente hermoso, en esta dirección, me parece el eco en las ciencias de la vida del término ¨autopoiesis,¨ adoptado para explicar la capacidad de los organismos vivos de autoconstruirse…) En contextos donde la violencia ha tocado no sólo los cuerpos, sino la psiquis y el espíritu de generaciones, se trata de recuperar el significado de la vida, en general y en colectivo, desde cada una de las vidas, y cada una de las muertes, que nos tocan.
El mismo filósofo insiste en la importancia del trabajo de la memoria para restablecer la sacralidad de cada vida aniquilada por la violencia, que no diferencia entre víctimas y victimarios:
El trabajo de la memoria es inseparable de la meditación sobre los modos de interiorizar la presencia de aquellos que se han perdido y han sido reducidos a polvo. Meditar sobre esta presencia-ausencia, y sobre las formas de restaurar simbólicamente lo que ha sido destruido, consiste aquí en gran parte en darle al tema del sepulcro toda su fuerza subversiva e insurreccional. El sepulcro en esta instancia no es tanto la celebración de la muerte, como una referencia a la pizca adicional de vida que hace falta para levantar a los muertos de la muerte misma.”1
La pizca adicional de vida que hace falta para que nuestro ciclo no se quede detenido sobre la muerte. Sepulcros, a su vez, que sean el regalo de los vivos a los muertos; especialmente a aquellos que se despiden antes de poder conocer su propia trascendencia. Alguien, en algún lugar, tiene que darlos por recibidos; tiene que enviar un acuse de recibo de que sus vidas, al fin y al cabo, no fueron en vano.
Me propongo y nos propongo, un día y todos los días, hacer las exequias colectivas de tantas muertes violentas, deudas personales e históricas, que alimentan nuestro presente. Propongo crear la poesía de un sepulcro que se convierta en prueba material de su presencia; un lugar que podamos visitar cuando nuestras propias vidas parezcan estar perdiendo sentido. Un recinto sagrado, un hogar para las muertas y los muertos desahuciados de nuestras calles de todos los días. Un monumento a la vida de los que han muerto por nosotros.
- Achille Mbembe, “Postcolonial Thought Explained to the French: An Interview With Achille Mbembe”, en The Johannesburg Salon, Vol. 1. Lara Allen y Achille Mbembe, editores. Johannesburg: Johannesburg Workshop of Theory and Criticism, University of the Witwatersrand, 2009; 34 – 39. [↩]