De mitos y óscares
El pasado 25 de enero de 2011, la Academia de las artes y ciencia visuales estadounidense (AMPAS, la sigla en inglés), anunció las nominaciones anuales para sus premios, mejor conocidos como los óscares. La película Biutiful del mexicano Alejandro González Iñárritu fue nominada para mejor película de habla no inglesa y su protagonista, Javier Bardem, para mejor actor. Me alegró oír esta noticia porque tanto la película como la actuación de Bardem me parecieron inteligentes y conmovedoras.
Al día siguiente, me intrigó leer que el cineasta mexicano Julián Hernández compartiese con sus 2,420 amigos de Facebook las siguientes declaraciones: “5 películas inscritas en la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas de México! Con ese nivel de Academia era obvio, yo exhorto a los productores y directores de películas en México a que ¡NO! inscriban sus películas y de ese modo le demos una buena sacudida a esa Academia caduca y darle final sepultura, que se entretengan premiando BIUTIFUL. He dicho. Como también digo que hay quien se salva ahí adentro, no hay que agarrar parejo. ¡Ha Muerto la AMACC!” Al poco rato, Hernández añadió sarcásticamente en otra expresión separada: “Deseo felicitar fervorosamente a la Insigne Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas de México (que en paz descanse) por la doble nominación de la película que orgullosamente enviaron para representar a nuestra cinematografía en la fiesta de los óscares, ahora espero que se las presten para su onerosa celebración de este año. Es en serio eh, jajajaja.” Inmediatamente, me percaté que tenía que hurgar más allá de la superficie para entender cuál era la esencia de estos mensajes. Hernández es un cineasta innovador y energético con muchos logros.
Sus filmes —Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2003), El cielo dividido (2006) y Rabioso sol, rabioso cielo (2009)— no sólo han revitalizado las prácticas cinematográficas mexicanas al usar un lenguaje audiovisual poético y minimalista para presentar historias sobre hombres gay en la sociedad mexicana contemporánea, sino que también le han traído a México reconocimiento internacional. Por ejemplo, cada uno de estos filmes ganó el Premio Teddy del Festival de Cine Internacional de Berlin.
Las declaraciones de Hernández apuntan a la necesidad de reevaluar cómo los ámbitos cinematográficos nacionales en Latinoamérica sufren tensiones internas y son afectados por las dinámicas internacionales de otras industrias de cultura y entretenimiento fuera del área. Lo nacional siempre existe en relación simbiótica con lo internacional. Aunque los diálogos entre las prácticas nacionales y las internacionales siempre son complejos, el cine presenta un caso más complicado por ser un arte costoso que se desarrolló mayormente por medio de modelos industriales que crearon vínculos de dependencias no sólo tecnológicas (e.g., cámaras, celuloide, laboratorios de procesamiento), sino también empresariales (e.g., redes de publicidad, distribución y exhibición). Para poder aliviar este tipo de independencia, hay que contar con un público interno sólido que patrocine las producciones del país al punto que las mismas puedan recuperar su inversión inicial dentro del mercado nacional. De esta forma, se puede establecer una base sólida que ayude a que los cineastas locales puedan intentar vivir de su profesión. Es en este punto donde la distribución de películas al exterior se vuelve atractiva y valiosa porque la misma representa ingresos adicionales a los recaudados domésticamente. Además, la importación de películas ayuda al crecimiento artístico de los cineastas. El contacto con otros públicos y contextos culturales ayuda a que el oficio y la visión de cualquier cineasta se mantengan frescos y relevantes. Sin embargo, como las relaciones entre las industrias cinematográficas han sido tan desiguales a través de la historia, ciertas perspectivas e ideologías han logrado ocupar sitiales privilegiados en el imaginario cinematográfico mundial. Es aquí donde Hollywood y los óscares buscan reafirmar su hegemonía, tanto material como simbólica, en el cine internacional.
Para que una película de habla no inglesa pueda ser considerada para el premio Óscar en dicha categoría, la misma tiene que ser nominada por su país. Cada país sólo puede proponer un candidato anualmente, independientemente del número de películas que hayan sido estrenadas en ese año. Muchos países delegan dicha decisión a organizaciones culturales del Estado. Por ejemplo, en la Isla, esta responsabilidad recae en la Corporación de Cine de Puerto Rico mientras en México le corresponde a la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas. Como Hernández intuye en sus comentarios, este sistema causa problemas y malestares porque da paso a procesos de selección confusos y nebulosos.
Por ejemplo, la decisión de escoger un filme puede aparentar favoritismo, mientras que el rechazo de un filme puede aparentar censura (como alegó uno de los productores de Talento de barrio que sucedió en 2008 cuando se envió una copia a la Corporación de Cine de Puerto Rico). Si un cineasta quisiera eludir este proceso en su país, el mismo podría someter su filme a las otras 17 categorías existentes, incluyendo Mejor Película del Año, siempre y cuando pueda lograr que su largometraje se exhiba por una semana en una sala de cine en el condado de Los Ángeles.
Aun cuando los criterios de selección de cada país fuesen sumamente claros y transparentes, cabe preguntarse el por qué se le da tanta importancia a los óscares. La respuesta más obvia es tanto por las oportunidades económicas como por el prestigio que dicho premio puede traer (aunque no garantizan ninguno de estos resultados). Me interesa reflexionar sobre la idea del prestigio ya que, como muchas otras nociones fabricadas por Hollywood, la misma se produce por medio de la mitificación. Determinar cuál es la mejor película en cualquier año es una tarea imposible ya que hay muchos criterios subjetivos de por medio. Es entonces cuando hay que tomar en cuenta otros tipos de consideraciones que hacen evidente que la calidad no es la única pauta en juego. Por ejemplo, durante los pasados veinte años, se ha hecho muy evidente el impacto que tienen las campañas publicitarias—ya sean formales o informales—que los artistas y los estudios montan para influenciar tanto las nominaciones como los ganadores de los óscares. Muchos conocedores de la industria de cine estadounidense le atribuyen la victoria de Shakespeare in Love como Mejor Película del Año (1999) a la campaña agresiva empleada por los hermanos Bob y Harvey Weinstein alrededor de dicho filme. De igual forma, la nominación este año de Javier Bardem al premio de Mejor Actor fue ayudada grandemente por la campaña que le hizo la reconocida acriz Julia Roberts quien organizó y fungió como anfitriona de una proyección especial de Biutiful para un grupo selecto de miembros de la AMPAS. Por consiguiente, las probabilidades de recibir una nominación o ganarse un Óscar están enormemente influenciadas por el dinero que se puede invertir promocionando un filme. Demás está decir que éste no es el caso con todos los filmes y artistas nominados. En muchas ocasiones hay películas increíblemente geniales que logran ser nominadas y hasta ganar— There Will Be Blood de Paul Thomas Anderson y No Country for Old Man de los hermanos Joel y Ethan Coen son dos ejemplos representativos. No obstante, hay otros años cuando el criterio principal para otorgar nominaciones y elegir ganadores parece estar relacionado más que nada con el marco ideológico existente en ese momento. ¿De qué otra forma se puede explicar que un filme como Rocky recibiese el Óscar en vez de Network o Taxi Driver, ambas películas mucho más complejas y distópicas? Propongo entonces que entendamos los óscares desde una perspectiva sociocultural. Más que nada, éstos sirven para entender lo que los 6,000+ miembros de la AMPAS piensan que es una película excelente, de alta calidad y que trata temas importantes. Por medio de sus votos tanto para nominar como para elegir ganadores, estos artistas y profesionales (que incluyen actores, productores, directores y guionistas, entre otras profesiones) crean un consenso que nos da una perspectiva sobre cuáles son los diferentes componentes de la normatividad de la industria cinematográfica estadounidense, particularmente del sector más mainstream o comercial. En otras palabras, si leemos más allá de la noción de los óscares como reconocimiento de excelencia y prestigio cinematográfico, tenemos acceso (tal vez parcial e incompleto) a las ideas, los valores, las costumbres, los comportamientos y las representaciones dominantes que se erigen como los parámetros de lo que es normal, aceptable y deseable en la sociedad estadounidense.
Hablando del deseo, tenemos que recordar que el Óscar todavía emblematiza la cúspide del éxito material. De acuerdo con las ficciones hollywoodenses populares, el éxito se hace palpable específicamente por medio de la fama, la riqueza y el glamour, entre otras fortunas. Hay que aprehender estas quimeras dentro del contexto de uno de los mitos más vigentes en los Estados Unidos: el sueño americano (sic). En teoría, cualquier persona con algo de talento, un poco de suerte y muchas ganas de triunfar puede alcanzar sus sueños. Hilary Swank lo demostró bien en la década de 1990. Luego de ganar el Óscar a la Mejor Actriz por su trabajo en Boys Don’t Cry, Swank contaba frecuentemente en entrevistas que se había mudado a Los Ángeles sin mucho dinero y hasta había tenido que vivir en su automóvil por un tiempo. Sin embargo, ella siguió luchando fuertemente para poder alcanzar sus metas—las cuales incluían llegar a ganar un Óscar-. Aunque creo que el caso de Swank es más la excepción que la regla, el mismo sirve para perpetuar parcialmente la fascinación y la vigencia de los premios otorgados por la AMPAS. En una sociedad obsesionada con la imagen, el dinero y la celebridad, los óscares representan una bacanal espectacular y multimediática. A la misma vez, estos premios pueden verse desde otros puntos de vista. Los mismos sirven para motivar la organización de actividades y festivales a diferentes escalas. Por ejemplo, la creación del Instituto Sundance, así como su festival de cine y las premiaciones del mismo, representó originalmente una alternativa a las tendencias excesivamente glamorosas de Hollywood y los óscares.
De una forma más local, es importante pensar en los grupos de amigos que se reúnen anualmente para ver estas premiaciones—ya sea para admirar las estrellas hollywoodenses o burlarse de ellas-. Yo seguiré esa tradición y estaré junto a mis amistades la noche del 25 de febrero de 2011 viendo la entrega de los óscares.