De poetas y escritores nacionales
“Efímeros todos,
los recordados y los que recuerdan.”
–Marco Aurelio
Y yo recuerdo la lectura de poesía que dimos Don Juan Antonio Corretjer, Ángela María Dávila, José Ramón Meléndez y yo en algún momento de la década del setenta (¿o sería del ochenta?) en algún café teatro que se iniciaba en la zona de Hato Rey y que, si la memoria no me falla, no prosperó en el tiempo. Era de noche y teníamos casa llena.
Durante el conversatorio que se dio después de la lectura, le hice una pregunta a Don Juan: “¿Qué significa para usted ser nuestro poeta nacional?”.
Don Juan recibió la pregunta con sorpresa y, debo añadir, con pudor. Y no eran fingidos. Recordemos que en aquel entonces solo nos referíamos como “poetas nacionales” a José de Diego, Luis Lloréns Torres o Lola Rodríguez de Tio, Luis Palés Matos y Julia de Burgos, todos muertos. Quizás debería seguir siendo así. Estaría Don Juan en sus sesenta y tantos y nosotros en nuestros veintes o treintas, pocos años más, pocos menos. No puedo precisarlo bien. El diálogo que se amplió después —con algunas expresiones muy polémicas de Don Juan— son harina de otra nota.
Traigo todo esto a colación porque no puedo dejar de asombrarme ante una tendencia que vengo observando desde hace algún tiempo —quizás varios lustros— y que ha desembocado en tanto/a “poeta nacional” o “escritor/a nacional” que tenemos ahora: los tenemos vivos y jovencísimos, también los (y las) hay maduritos o de edades variopintas, algunos proclamados por quienes piensan que tienen la autoridad para proclamar, otros hasta autoproclamados (creo que estos son los peores, que lo esgrimen sin el menor recato); y los hay (las hay) que, después de que un interlocutor, quien sea, les espeta el epíteto (con cariño, por supuesto), lo sigue ondeando como marca y sombrero. Los proclaman (o se autoproclaman) también por diferentes vías: en la “intimidad” de las redes sociales, en los medios de comunicación, en publicaciones de diversas categorías y hasta en actos públicos. También hay quienes tienen séquito o, a su vez, les hacen séquito a otros por aquello de la necesaria reciprocidad en estos asuntos de la proclamación. Que conste que esta lista no agota las probabilidades de génesis y reproducción de este fenómeno.
En otras palabras: tenemos poetas y escritores/as nacionales hasta para exportar.
También se ha estado dando un exceso de “premios nacionales”. Ahora son “premio nacional” el del Instituto de Cultura Puertorriqueña, el del Instituto de Literatura Puertorriqueña, el del PEN Puerto Rico, el de las Fiestas de la Calle San Sebastián en un momento dado y sabe dios cuántos otros más que no recuerdo o conozco (ya la lista es un poco larga para incluirla aquí).
Incurro en perogrullada al recordar que el mundo literario puertorriqueño —al igual que en otros países, al igual que con otras prácticas creativas— está dividido en claques y los integrantes de cada una piensan que “SON los que son”. Estas capillas pocas veces se rozan o comparten patio; en algunas ocasiones comparten panteón. La generosidad es virtud que escasea en estos sagrarios (y en otras instancias de nuestra vida ciudadana y cultural), sobre todo entre los que SON; más si los que SON (creen que) ya tienen algún tipo de renombre.
Por tener en su haber los premios mencionados y algunos otros, los autores, entonces, expresan que son “premios nacionales de Puerto Rico”, tanto aquí como en encuentros internacionales, y, definitivamente, en los datos que circulan sobre sí mismos/as en diversas avenidas. Debo confesar (antes de que me caigan chinches; aunque desde hace varios párrafos veo venir esos chinches desde diferentes direcciones) que yo misma, por ostentar alguno de los premios mencionados, he incurrido en ello. Ya no.
Especulo algunas razones para lo que he descrito.
En primer lugar, la ausencia de un verdadero Premio Nacional de Literatura que reconozca la obra y ejecutorias de un/a autor/a —ya sea poeta, narrador/a, dramaturgo/a, ensayista, etc.—; el premio por trayectoria que se concede en otros países o algo así como el “Life Achievement Award” que se otorga en la ceremonia de los “óscares” cada año, incluso a intérpretes que nunca han recibido un óscar.
En segundo lugar, ese sentido de poquedad que ronda los bordes de la envidia y que alguno/as sienten cuando viajan al exterior a encuentros literarios y se encuentra el escritor-viajero boricua con tanto “Premio Nacional” de los hermanos países de Latinoamérica y Europa. Harina de otro texto es también abundar sobre la justeza o méritos de esos premios en los cuales hasta la Iglesia (en algunos países) interviene, los amaña alguna claque con ciertos poderes o hasta se los confieren en un determinado orden por aquello de pretenderse democráticos (también asunto de claques y séquitos).
En tercer lugar, me atrevo a argüir que tiene que ver también con la amabilidad, la dulzura, la expansión, la lumbre que da el uso de la palabra nacional (aunque sea para algunos pocos de nosotros), la musicalidad que se cuela cuando escuchamos o leemos sobre nuestro equipo nacional de baloncesto o de cualquier otro deporte (más cuando van a competir fuera del país); la bondad, orgullo y fuerza que sentimos cuando se anuncia “el paro nacional”. Nacional: palabra rotunda y tierna que todavía muchos no han aprendido a utilizar al referirse a Puerto Rico o a nuestro acervo. Otros ejemplos hay —Lucecita, nuestra “voz nacional”, la Biblioteca Nacional, nuestra Orquesta Criolla Nacional (según bautizada por Don Juan, es decir, Mapeyé), la Galería Nacional (“difunta” desde hace un tiempo)—, y un corto etc. Orgullo más orgullo.
Algunos medios de comunicación, en su ardua tarea de alejarnos de la inteligencia histórica, todavía utilizan la palabra nacional o la nación para referirse a los Estados Unidos (se ha recrudecido en los últimos meses y semanas con la saga Trump). Frecuentemente, el “discurso” de las personas ancla —cuando dan las noticias internacionales o referentes a Estados Unidos— contrasta con el discurso sin reparos de los reporteros de deportes[1]. Hasta algunos “modernos próceres”, esos pretendidos politólogos liberales, también se refieren a EE.UU. como nación en medio del barullo mediático, no sin cierto tono de suficiencia para concederse autoridad. Recordemos aquella máxima de Luis A. Ferré —“Estados Unidos es la nación, Puerto Rico es la patria”— (¡Unjú!) con la que tantos cerebros fueron digeridos en su momento y siguen nutriéndose, aunque provoque (a mí, al menos) indigestión. He visto “gente de avanzada” incurrir en este descalabro y referirse a lo nuestro como lo local —reniego de esa palabra— como si fuéramos una localidad. Y esa palabra tiene el efecto hasta de reducirnos “más” geográfica y simbólicamente; como si casi termináramos siendo una de esas “locaciones” (“locations”) que con tanto afán buscan y utilizan los profesionales del cine.
Tan hondo ha calado esa agenda ideológica (en sentido amplio y en sentido estricto) que he estado en muchas ocasiones participando con otros colegas en la redacción de ciertos textos y cuando se ha hablado de incluir términos como “puertorriqueñidad”, lo nacional, nación puertorriqueña, “lo” puertorriqueño, etc., no ha faltado quien haya manifestado cierta benevolente preocupación por su uso; preocupación que, de más está decir, contribuyo, con benevolente firmeza, a que quede descartada. Es como si se manifestara un cierto recato que procede tanto de la mentalidad colonizada como de la pretensión de ser contemporáneos, de vanguardia, de alejarnos de todo aquello que huela a jíbaro, a campo, a cuatro y a güiro; en fin, a nacional. Ideología de por medio en todo; ideología por todas partes (asunto también para otra nota). Tal parece que el reclamo que Luis Rafael Sánchez hiciera (en el VII Congreso Internacionl de la Lengua Española (CiLe) celebrado aquí en 2016) sobre la inclusión del término “puertorriqueñidad” en el diccionario de la RAE (con toda la carga que tiene esa palabra) pasó desapercibido para algunos.[2]
Por otro lado, me pregunto si se trata de un mero asunto de “oído” que el adjetivo “nacional” pegue mejor con la palabra “poeta” que con “escritor/a”, aunque planto en este punto que el título de “escritor o escritora nacional” no es de nuevo cuño y podría, con todo rigor, imponerse para aplicación indistinta. Sobre todo si no olvidamos a ensayistas y dramaturgos/as. Ése es el objetivo principal de esta ya larga nota.
También me cuestiono (y les pregunto), ¿tiene sentido ser “premio nacional” por un solo libro? Ello de por sí podría parecer descabellado si se tiene en cuenta que (1) cuando un libro compite en un certamen, ese libro es visto en el contexto de los demás libros sometidos, por lo que ese libro podría “salir ganando” en comparación con sus contrincantes; (2) que aquí, al igual que en otros lugares del planeta, los jurados son renuentes a declarar los certámenes desiertos, por lo que podría, ese libro, no tener los méritos suficientes, pero, aun así, haber sido declarado como primer premio; y (3) las a veces difíciles negociaciones en que incurren los integrantes de un jurado para tener consenso sobre el/los libro/s a premiar, por lo que en muchas instancias termina siendo primer premio el libro que en realidad estaba en segundo o tercer lugar, pero en cuyos méritos todos los jurados sí coincidían. Todo esto es muy complejo y vuelvo a añadir que yo misma me tiro por el chorro pues ostento alguno de los premios que he mencionado previamente.
En segundo lugar, ¿qué es un libro en el relevo de la producción de un autor, que puede alcanzar 5, 10, 15 o 20 libros, quizás más, dependiendo de su fecundidad? ¿Se desmerece el resto de su trabajo ante la impronta de ese libro-premio-nacional? Quiero pensar que estarán de acuerdo conmigo en que la concesión de un “premio nacional” por UN libro es una hipérbole que no compara con la concesión de un “premio nacional” por reconocimiento a una trayectoria, calidad sostenida de la obra literaria y un largo etcétera.
Que no se entienda que quiero menoscabar los premios que se conceden en el país, que con tanto esfuerzo se han coordinado durante décadas y tantos méritos resultan. Tan solo estoy proponiendo que se conceda UNO —ese Premio Nacional de Literatura— incontestable. No obstante, esa concesión acarrea no pocos obstáculos y peligros.
¿Quién lo concedería? Mejor dicho, ¿qué institución tendría esa responsabilidad? En todo caso, debería ser un grupo de instituciones, ¿no? Porque si todas las instituciones culturales del país se proponen —cada una por su cuenta— otorgar un premio nacional por obra y trayectoria, pasaría lo mismo que con el premio por libro. ¿Qué institución —o cuáles— tiene(n) el suficiente prestigio y trayectoria como para asumir tamaña tarea? Más: ¿cuál o cuáles tienen actualmente entre sus directivos intelectuales y escritores de primer orden cuya valía sea también indiscutible; que gocen del respeto de sus pares? ¿Puede darse para esto una alianza entre estas instituciones o, volverían, como siempre, los egos a primar sobre lo que sería un hermoso y justo acto por el bien del país y de nuestra literatura? ¿Debería estar involucrado el Estado de alguna forma ($$$$$)? ¿Cómo resistiría ese nuevo organismo —si es que se crea— la presión de las claques, el amiguismo, el susurro al oído sobre la conveniencia de la concesión del premio a tal escritor/a para tal o cual otro premio, aquí mismo o en el extranjero?
Estructurar ese Premio Nacional de Literatura (que podría llamarse de otra forma) sería tarea colosal. Luego del trabajo monumental de constituirse, el organismo a cargo tendría que (1) elaborar los criterios (rigurosos) que debe cumplir el potencial galardonado/a, (2) el procedimiento (riguroso) para someter candidatos, (3) decidir quiénes constituirían el jurado, (4) cómo sería (riguroso también) el proceso de selección final, (5) cada cuánto tiempo se concedería (esto de la frecuencia es muy importante para poder conferirle seriedad y solidez) y (6) buscar los fondos necesarios para que dicho premio tenga (más) envergadura. Esto, entre muchos y otros detalles que su buen tiempo tomaría determinar. A lo mejor no es tan complicado. Solo falta voluntad —como con todo en este país— para hacerlo.
Me atrevo a afirmar (aunque incurra en lo que al principio criticaba) que quizás el único escritor vivo hoy en día en Puerto Rico al que podríamos adjudicarle el calificativo de escritor nacional es Luis Rafael Sánchez. Mientras se estructura —si es que alguna vez se instituye— y se concede, entonces, ese Premio Nacional de Literatura que sí sería un orgullo esgrimir… un poco de pudor, señoras y señores, un poco de pudor.
___________
[1] Más de setenta años de soberanía deportiva tienen su impacto.
[2] Recordemos también que el Congreso señaló que ya el término estaba incluido.