De Santiago a New York: Sobre las crónicas neoyorquinas de Rosamel del Valle
Uno de los primeros actos que emprende cualquier grupo de reivindicación social o cultural – piénsese, por ejemplo en el feminismo o en el movimiento de liberación gay o en el de la negritud – es hacer un inventario o un censo de sus miembros distinguidos, para establecer así antecedentes que lo justifiquen y lo sustenten. Los latino-estadounidenses no son la excepción a esa regla. Muy pronto después de que se empezaron a ver a sí mismos como un grupo definido, y tras formarse los movimientos para defender sus derechos civiles, comenzaron a aparecer antologías que intentaban demostrar que habían hecho acto de presencia en los Estados Unidos desde hace siglos y que tenían su propia historia. Por ejemplo, en 1997 Harold Augenbraum y Margarite Fernández Olmos publicaron The Latino Reader, la primera de esas antologías y aún la más confiable. Cinco años más tarde Nicolás Kanellos publicó Herencia: The Anthology of Hispanic Literature of the United States. Sólo hace cinco años apareció The Norton Anthology of Latino Literature, preparada por un equipo dirigido por Ilan Stavans. Todas estas colecciones intentan hacer evidente la presencia de grupos de origen hispanoamericano en los Estados Unidos y de la producción de un cuerpo literario lo suficientemente amplio como para poder hacer una selección del mismo. Todas estas antologías son problemáticas, ya que el concepto mismo de lo latino-estadounidense todavía lo es, y ya que la historia de estos grupos, como unidades aisladas y como colectividad, aún no ha sido definida de manera clara y precisa.
Veamos casos concretos de estas antologías que comprueban la veracidad de esta aseveración. Fernández Olmo y Augenbraum, por ejemplo, abren su libro con sendas selecciones de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y el Inca Garcilaso. ¿Por qué incluir a estos autores en una antología de literatura latino-estadounidense? La pregunta es lógica y pertinente. ¿Garcilaso como latino? Hay que pensar mucho sobre este tema. Kanello, por su parte, excluye al Inca pero mantiene a Cabeza de Vaca y añade a otras figuras del momento de la conquista y colonización. Stavans y su equipo restituyen al Inca y añaden, entre otros, a Bartolomé de las Casas (¿Las Casas, quien nunca pisó tierra de lo que sería los Estados Unidos, es un escritor latino? ¿Es esto posible?) Además, en estas tres antologías se incluyen a autores que meramente pasaron por los Estados Unidos o por el territorio que más tarde sería ese país. Augenbraum y Fernández Olmo, por ejemplo, incluyen una breve crónica del puertorriqueño Pachín Marín, quien sólo estuvo de paso por la ciudad de Nueva York en su camino a Cuba, donde murió luchando en la guerra de independencia de esa otra isla. Kanellos incluye parte de una obra de teatro de René Marqués quien desde su isla escribió sobre la emigración a Nueva York, ciudad que sólo visitó brevemente como estudiante y turista y por la cual no sentía un particular aprecio. Stavans es el más problemático pues incluye, entre otros, a un escritor que pasa por este país y dedica su vida a luchar en contra de España y, más tarde, los Estados Unidos y lo hace desde París: Ramón Emeterio Betances (¿Betances como latino?) En fin, que un examen detenido de estas tres antologías demuestran como las mismas se convierten en lechos de Procusto donde se fuerza la inclusión de escritores para crear ese cuerpo literario.
Pero el esfuerzo, en el fondo, demuestra una voluntad o una necesidad de crear esa historia y confirma el problema que representa no tener aún una clara definición de que es, en verdad, lo latino-estadounidense. Este esfuerzo, que tiene una profunda motivación política, reconstruye la historia, a veces de manera tergiversadora – ¡Garcilaso, Betances, Marín como latinos! – y nos obliga a examinar el problema de la invención de un pasado. Este es un problema de todo grupo, sólo que en las sociedades ya establecidas las “comunidades imaginadas” se toman como verdaderas o, al menos, como verosímiles. No es así con los latino-estadounidenses que están en pleno proceso de imaginar o inventarse su comunidad. Por ello, esta búsqueda de raíces, búsqueda que a veces parecen demasiado imaginativas, son frecuentes y hasta necesarias.
A pesar del grave problema que estas antologías hacen evidente, no se puede negar la presencia de escritores de origen latinoamericano que viven, por un corto tiempo o por una larga temporada, en los Estados Unidos y que escriben piezas donde recogen sus impresiones de este país. Un caso emblemático es el de José Martí, quien pasó los años más productivos de su vida en Nueva York, desde donde escribió para un público hispanoamericano crónicas que retratan detalladamente muchos aspectos de la realidad estadounidense. A pesar de que Kristen Silva Gruesz, en su excelente estudio Ambassadors of Culture: The Transamerican Origins of Latino Writing (2002), nos prueba que antes de la llegada de Martí a Nueva York habían habido hispanoamericanos que produjeron textos donde trataron de explicarle a sus lectores la cultura estadounidense y, al así hacerlo, daban prueba de la presencia hispanoamericana en este país, ya es casi un dogma partir de la obra martiana para delinear una tradición de cronistas hispanoamericanos que presentan un retrato de los Estados Unidos y que, a veces, aunque sean estas muy pocas, ofrecen evidencia de la presencia de una comunidad hispana que se iba formando entonces. Mucho nos queda por investigar para ofrecer un cuadro completo o, al menos, más preciso de esa tradición de cronistas hispanoamericanos en los Estados Unidos.
Más de dos décadas después de la muerte de Martí, hallamos en Nueva York al poeta mexicano José Juan Tablada, quien vivió por una veintena de años en esta ciudad, desde la década de 1920 al 1945. Tablada estableció lo que probablemente fue la primera librería hispana en esa ciudad. Desde Nueva York, escribe cientos de crónicas sobre la ciudad y sobre los Estados Unidos en general. Entre otros logros, este crea un término, ‘mexicomericano’ (Ojo: no mexicoamericanos, como decimos hoy.) Con este, quiere designar la presencia ya fija y permanente de compatriotas suyos establecidos al norte del Río Bravo. Sus crónicas sirven, pues, para ir creando una cadena de escritores hispanoamericanos que observan la sociedad estadounidense y que, a la vez y aunque sea tímidamente, van dando testimonio de los grupos de origen hispanoamericano que allí vive. La obra de Tablada y de otros sirve para crear ese ansiado mapa cultural, pero no por ello hay que llamarlos latinos.
En resumen: las crónicas escritas por hispanoamericanos desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, a veces aparentemente irrelevante, son o pueden ser de gran interés e importancia hoy pues nos sirven para evidenciar la presencia de hispanoamericanos en los Estados Unidos y, sobre todo, para confirmar que, poco a poco pero persistentemente, se puede ver la formación de una nueva cultura latino-estadounidense. En otras palabras y pensando en el problema que plantean la inclusión de textos de escritores hispanoamericanos que pasan brevemente por los Estados Unidos, estas crónicas sirven para confirmar el lento pero constante proceso de formación de ese nuevo fenómeno que llamamos la cultura latino-estadounidense.
Aclaro: bajo ninguna circunstancia intento con el estudio de la obra de estos cronistas transformarlos en latino; sólo intento ver el interesantísimo y revelador proceso de autodefinición o transformación de ciertos escritores que, sin dejar de verse como hispanoamericanos, retratan y dejan huellas de la creación de una nueva cultura. Nuestra mirada hacia el pasado no intenta tergiversar esa realidad sino que trata de hallar evidencia, por pequeña que sea, de la lenta pero persistente formación de la cultura latino-estadounidense.
Con la intención de seguir explorando y delineando esta genealogía de cronistas que vemos surgir a partir de Martí, pero que en verdad tiene raíces más antiguas, quiero detenerme en un escritor chileno, Rosamel del Valle (1901-1965), que vivió en la ciudad de Nueva York de 1946 a 1962 y desde donde escribió decenas de crónicas que fueron recogidas póstumamente, Crónicas de New York (Recopilación de Pedro Pable Zegers B., prólogo de Leonardo Sanhueza. Santiago de Cjile, RIL Editores, 2002). Este nombre de mujer fue el seudónimo de Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez, un chileno de origen campesino que se destacó en su país como poeta. Trabajó en Santiago como tipógrafo y empleado postal, y en 1946 obtuvo un puesto en La Oficina de Publicaciones de las Naciones Unidas gracias a la ayuda de su amigo, el poeta Humberto Díaz Casanueva. Del Valle vivió dieciséis años en Nueva York, donde se casó con una compañera de trabajo de origen franco-canadiense, personaje de muchas de sus crónicas. Regresó a Santiago en 1962 y tres años después allí murió. Su puesto en el canon de la poesía chilena y en la hispanoamericana en general, aunque no central, está asegurado. Por ejemplo, Giuseppe Bellini en su Historia de la literatura hispanoamericana (1985) establece que su poesía es “rigurosamente hermética, que atrajo la admiración de Huidobro” (383). En el riquísimo contexto de la poesía chilena del siglo XX y tras la suprema trinidad de Huidobro, Mistral y Neruda, del Valle ocupa un puesto seguro; de ello no cabe duda.
Pero mi interés no se centra en su poesía de marcado corte surrealista, sino en su prosa que no ha recibido la atención que merece. Hernán Castellano Girón (2012) ha dedicado un extenso estudio a toda su producción en prosa y al comentar Crónicas de New York, destaca las posibles conexiones de esta con su poesía. Es evidente en las crónicas de del Valle, por su temática y por su estilo, su clara filiación con el surrealismo. Muchas páginas de estas se convierten en pasaje que recuerdan el hermetismo de su poesía. Tómese, por claro ejemplo, esta cita de una titulada sintomáticamente “Sinfonía final de las máscaras” y se evidenciará determinantemente el tono surrealista de muchas de estas crónicas:
Cantar lo que pasó por encima y por debajo de esta ciudad donde todo parecía marchar, pesadamente, a tientas y como enseñoreándose en la fealdad y en el error de parecer tan terriblemente ciudad y tan terriblemente real. Cantar el nuevo grito, el grito escondido por años, La carcajada y la máscara, la sabiduría y la mueca. (207)
Este estilo, a veces estructurado a partir de fragmentos de oración y de tropos indescifrables por ser de raíces profundamente personales e íntimas, hace algo difícil explorar su obra con la intención de descubrir el retrato de Nueva York y los Estados Unidos que el chileno va creando en sus crónicas. Muchas veces hay que leerlas como apéndices de su poesía, como hace efectivamente Castellano Girón.
Pero, a pesar de las dificultades, propongo que veamos en más detalle estas crónicas neoyorquinas. De inmediato, hay que apuntar que al llegar a los Estados Unidos, el poeta que se transformará en cronista venía con la típica visión de este país que dominaba entonces en América Latina. En otras palabras, llegaba con los prejuicios creados en 1900 por José Enrique Rodó. Esto se hace evidente si recordamos que Ariel fue el título de una de las dos revistas que del Valle fundó en Chile en sus años juveniles. deslumbrado por la efervescencia cultural de la post-guerra – Nueva York como el nuevo París: recordemos el iluminador libro de Serge Guilbaut, How New York Stole the Idea of Modern Art, Abstract Expressionism, Freedom, and the Cold War (1983) –, del Valle se abre y se deja marcar por sus nuevas circunstancias vitales, se deja impactar profundamente por la cultura estadounidense. Pero el chileno, contrario a Martí, no se interesa por la política, aunque en sus crónicas siempre hallamos referencias a la Guerra Fría, especialmente al temor de que se desate una nueva guerra mundial, una guerra nuclear. Por ello imagina a ciudadanos que caminan como sonámbulos por las calles de la ciudad “con una bomba atómica en una mano y un ramo de rosas en la otra” (162). Pero, en general su interés por la ciudad gira en torno a museos, conciertos, monumentos y, sobre todo, a librerías.
Sorprende que desde muy temprano en sus años neoyorquinos, del Valle estuviera tan bien informado sobre las letras estadounidenses contemporáneas. Él mismo nos describe en varias crónicas sus visitas sabatinas a “Gotham Books”, su librería favorita y donde se codeaba con escritores estadounidenses de importancia, y, en otras, sus paseos por Greenwich Village, lugar donde hallaba el alma romántica de los Estados Unidos y barrio que asociaba profundamente con Edgar Allan Poe, su poeta estadounidense favorito. Hay varias crónicas dedicadas a este gran poeta; hay algunas donde describe su peregrinación a la tumba de Poe en Baltimore. Hay también otras enteramente dedicadas a comentar la actividad musical en la ciudad. Más abundantes son las que cuentan sus visitas a los museos. Con sus crónicas, Rosamel del Valle quiere darle a entender a sus lectores chilenos que, contrario a los que muchas veces se dice, la ciudad de Nueva York es un centro cultural y artístico de gran importancia.
Por ello, muy pronto tras su llegada a la ciudad del Valle, descarta la idea de que los Estados Unidos, particularmente Nueva York, es meramente un centro de comercio mundial; descarta la imagen tan propagada por Rodó de este país como Calibán, como una cultura interesada sólo en los pragmático y en el dinero. Por ello asevera tajantemente: “Pero si no es Nueva York la ciudad que trata de encender la vieja lámpara de la cultura universal, que alguien me corte una de las dos manos. Y la otra que me la dejen para escribir mentiras.” (39) El cambio en su visión de los Estados Unidos es radical y no podemos emplear la idea de la “nordomanía”, como hacía Rodó, para atacar a del Valle, pues, contrario a la visión arielista, tan predominante en toda Hispanoamérica, lo que este destaca en los Estados Unidos, no es el desarrollo comercial sino su esplendor cultural. Del Valle reconoce claramente que tras la Segunda Guerra Mundial, New York es el nuevo centro de la cultura occidental. Para él, la ciudad, contrario a lo que plantea Guilbaut, no se robó la idea de la modernidad; en gran medida se la inventó.
Hay que apuntar que el cronista chileno vivió en un ámbito privilegiado. Muy poco contacto tuvo con la población hispanoamericana que comenzaba a aumentar drásticamente en esos años, especialmente la población puertorriqueña. Del Valle llegó a Nueva York justo cuando los boricuas comenzaban a emigrar masivamente a la ciudad. Por ello en una de sus primeras crónicas describe para los lectores chilenos los barrios de la ciudad. Entre ellos menciona un nuevo vecindario, “el de la 116 Street, donde Puerto Rico es toda Sudamérica” (24).
Aunque del Valle centró su atención en actividades elitistas, no pudo dejar de apuntar la presencia de una nueva comunidad caribeña que iba transformando la ciudad. Sin embargo, se queja de la incapacidad de la cultura dominante de entender a los suyos. Por ejemplo, apunta como a él, de piel aindiada, a veces lo identifican como negro y también apunta como a todos los hispanoamericanos los engloban en una sola categoría (25): “aquí todos somos spanish [sic]” (158)
En Crónicas de New York veo una continuidad y, a la vez, un cambio en esa tradición que forma una secuencia de grandes cronistas: Martí, Tablada y del Valle. La continuidad mayor es el punto de vista que este autor adopta y que continúa y expande el de Martí y Tablada: dar a conocer a un lector hispanoamericano, en su caso al lector chileno, la realidad estadounidense. Recordemos que estos textos se publicaban en periódicos de Santiago, especialmente en La Nación. Pero contrario a sus dos predecesores, del Valle tiene una perspectiva algo limitada, pues el Nueva York que le interesa es sólo el de la alta cultura. Por ello mira negativamente a esos nuevos emigrantes que comienzan a trasformar la ciudad, “el latino, que no cesa de vivir en oscura desesperación, que nada aprende y que desprestigia al sur a medida de sus fuerzas” (188). Mientras Martí se acercaba a la cultura popular estadounidense, aunque fuera para criticarla, del Valle, en las pocas ocasiones que se acerca a esta, es para usarla como punto de partida para una meditación estética o sicoanalítica. Habría que comparar la emblemática crónica “Coney Island” del cubano con los textos sobre este mismo parque de diversión, del chileno para ver claramente sus diferencias y distancias.
Pero, a la vez, en las crónicas de Rosamel del Valle hallamos unos atisbos que están ausente en los cronistas anteriores. Apunto aquí dos. El primero es la fugaz presencia del mundo homosexual neoyorquino. Al menos en dos ocasiones hace referencia a la presencia de homosexuales en su adorada Greenwich Village. Aunque en una usa un lenguaje homofóbico – “El invertido que corre de noche a su café de la calle 11.” (156) –, estas alusiones son de importancia porque indican que hasta un observador prejuiciado por sus preferencias elitistas y por sus prejuicios machistas, no podía dejar de reconocer esas nuevas presencias en la ciudad: la de la subcultura gay y la de los emigrantes boricuas.
Más importante aún es otro cambio en del Valle quien, contrario a Martí y a Tablada, declara abiertamente su “todavía casi incomprensible amor por Nueva York” (101). Poco a poco, ese amor por la ciudad se hace menos incomprensible, más fuerte y abierto. Por ello, en su segundo año en la ciudad declara abiertamente: “…yo amo a esta Manhattan de corazón de hierro que acoge y despide con lágrimas de cemento. Mi amor, la roca de Manhattan” (164).
Varios son los pasaje en sus crónicas donde declara abiertamente su amor por Nueva York. Eso de por sí es un cambio y este se hace aun más importante cuando del Valle se reconoce transformado por la ciudad porque la ama sin dejar de amar a su país de origen. Por eso, con tonos whitmanianos, dice: “Y yo canto sobre el río Hudson. Canto a esta tierra y a mi tierra. A esta tierra porque no ha cesado en la lucha febril hacia el futuro, y a la mía porque parece prolongar el sufrimiento.” (230)
Esta declaración de amor es importante para historiar la presencia de los latino-estadounidenses en Nueva York. Esta declaración de amor por la ciudad se puede ver como un indicio de cambio de actitud individual, lo que refleja un cambio colectivo. Esta declaración de amor por Nueva York representa, para mí al menos, el cambio muy importante y significativo que se da en estas crónicas de Rosamel del Valle. Es un cambio importante porque anuncia o presagia el biculturalismo del latino-estadounidense; es la declaración de alguien que ya se siente parte de dos mundos: su país de origen y de los Estados Unidos o, al menos, de Nueva York.
Aclaro algo sobre estas crónicas, sobre otros textos sobre los que ya he escrito y sobre otros más que quizás escribiré: no pretendo postular aquí que Rosamel del Valle, ni ninguno de estos cronistas hispanoamericanos que viven en los Estados Unidos por esos años, especialmente en Nueva York, sean escritores latino-estadounidenses; meramente apunto que en sus crónicas, las del chileno y las de otros, se evidencia una transformación en la actitud hacia los Estados Unidos y que esta transformación es de importancia. Por ello, creo que debíamos revisar el canon de esas antologías de las que hablaba a principio porque Rosamel del Valle cabe en ellas, como también caben otro autor que anuncia la transformación cultural que lo lleva de Santiago a Nueva York o de lo latinoamericano a lo latino-estadounidense o, al menos, a un atisbo de lo que esa nueva cultura será. Por ello, entre otras muchas razones, estas Crónicas de New York del autor chileno son reveladoras; son un tesoro para los que intentamos rastrear la presencia hispanoamericana en los Estados Unidos y para los que tratan de imaginarse esa comunidad.