Degustar las delicias de PANCHITA
“Mientras las civilizaciones a través del mundo se fueron sofisticando, y al aumentar los intercambios comerciales y culturales, la dieta se hizo más variada y compleja. Se ha dicho que la civilización ocurre cuando algo que nunca antes hemos echado de menos se vuelve una necesidad. De ahora en adelante los alimentos se convertirían en un factor social, a veces en seña de identidad… ‘Dime lo que comes y te diré quién eres’…”
–Maguelonne Toussaint Samat, Histoire naturelle & morale de la nourriture
Dos recuerdos de adolescencia me trajo a la mente la lectura de Delicias Panchita: cocina puertorriqueña y libanesa para casi todos los días, de Panchita Vargas Azize, Yamila Azize Vargas y Ana M. Azize Martínez. El primer recuerdo: el día en que, rumiando por las librerías de Río Piedras, encontré los tres enormes tomos del clásico árabe Las mil y una noches, en la espléndida edición de Aguilar traducida al español por José Cansinos Asséns, amigo íntimo de Jorge Luis Borges y posiblemente su mayor influencia a la hora de interesar al cuentista en el Cercano Oriente. El otro recuerdo es más funky: la película de dibujos animados de Los Beatles, titulada Yellow Submarine, o El Submarino Amarillo.
El primer recuerdo, de mi adolescencia temprana, se centraba en los ricos manjares que aparecían en la mesa de ricos y pobres, la frescura y el colorido de las frutas, los olores de la cocción, la complejidad de la presentación en la mesa, las variantes regionales de la comida medio-oriental narradas por Scherezada; del Submarino Amarillo me llamó la atención el viaje a Pepperland —la Tierra de la Pimienta— como lugar de maravillas, de anatomías humanas inconcebibles y paisajes alucinantes. Años después descubrí que el guionista de Los Beatles fue Erich Segal, dedicado a las literaturas clásicas en Harvard en aquella época, y que basó su guión en la trama renacentista de Los Lusíadas, de Luis de Camoens, épica que narra el viaje de los portugueses a la India, hogar de la pimienta, luego de bordear costas africanas y medio-orientales. Las observaciones sobre la comida abundan en estos textos, sobre todo el interés en los sabores, los olores y el aspecto de los manjares que van degustando los personajes.
Mi interés por la otra comida de las otras tierras no-occidentales viene de ahí, de esos viajes extraordinarios y legendarios que terminaron siendo viajes gastronómicos, como el del propio Marco Polo al Lejano Oriente. Pero era sobre todo el aderezo, las especias como la pimienta, y las hierbas, lo que sobresalía en los relatos. Como si esas adiciones sabrosas y coloridas marcaran la diferencia entre una cocina occidental desabrida, aburrida, descolorida, y una comida oriental aventurera y venturosa. Importante en esos dos objetos culturales —Las mil y una noches y Yellow Submarine— es la separación radical entre las etnias y su menú respectivo. En Camoens, la pureza occidental requiere que coman pero que no degusten. En Yellow Submarine, eso cambia, y vemos la constante mezcla de lo de aquí con lo de allá.
Ese es el registro pan-gastronómico de Delicias Panchita: la hibridez de los menús, la relocalización de las recetas, el regusto en la mezcla. Este bello libro, que ya va por la segunda edición (en menos de un año) —diseñado por el taller gráfico Rubberband bajo el ojo perito de María de Mater O’neill con fotografías impecablemente elocuentes y naturales de Jason Mena— es muchas cosas: primero que nada un elogio a la buena mesa y a la concordia que trae el acto de comer en familia; un cuidadoso manual de consejos de cocina y de alimentación; un repertorio de utensilios de cocina y de instrucciones para su uso; un breviario de nuestras hierbas y especias locales y de cómo usarlas y mantenerlas frescas; un manual de decoración de la buena mesa; un recetario for dummies, es decir, a prueba de idiotas; pero, sobre todo, un tratado de paz entre Oriente y Occidente, pues en sus páginas se dan la mano amistosa las etnias, los paladares, y los usos y costumbres del buen comer, a pesar de las guerras, de la lucha entre razas, y de la negación de una historia planetaria en común. Nunca como en este libro he visto y comprendido cómo la emigración puede aportar tanto a la cultura de origen como a la cultura de llegada. Aquí, la historia nos sale hasta en la sopa. “La dieta es un signo social», como nos recuerda Maguelone Toussaint Samat en su fascinante, extraordinario y, sobre todo, delirante libro Histoire naturelle & morale de la nourriture (Paris, Bordas, 1987; existe, aunque no la conozco, una traducción al español, Historia natural y moral de los alimentos, Madrid: Alianza Editorial, varios tomos, 1989-1992).
Vale la pena hacer varias aclaraciones aquí. Primero que nada, el Líbano es, de todas las naciones árabes, la que más emigrantes ha tenido, al punto de que el dinero que los emigrantes envían a sus familiares en el Líbano aporta una buena tajada del ingreso bruto nacional, lo que prueba tanto la fildelidad de los emigrantes como su laboriosa prosperidad en la tierra que los ha recibido. No así la agricultura, contrario a lo que afirma, en su nota histórica al libro, Jorge Miguel Azize: a pesar de la fertilidad notable y conocida de las tierras libanesas, la agricultura constituye menos del 12% de la producción de ese país, dato extraordinario que contradice el entusiasmo de los libaneses por su propia gastronomía. Quiero enfocarme, no obstante, en la hibridez, en las mezclas que ostenta el libro de Panchita, pues son éstas lo que distingue este libro ejemplar sobre la paz ingestiva y digestiva entre naciones.
El prólogo de Yamila Azize Vargas no sólo da cuenta de la unidad del tejido familiar que la ha rodeado desde niña, sino que revela la complejidad de una familia mezclada proveniente de tradiciones extremadamente diferentes que usó la comida como espacio de confraternidad y amistad, de cooperación y de invención. Cada plato es la bitácora de amistamiento de tradiciones alimentarias mediante la creación de recetas “intermedias” que aprovechan lo mejor de cada receta original. Clave a estos amistamientos en la común preferencia por alimentos “frescos”. La idea de que la mejor comida es la de mayor frescura es común a la comida local y a la libanesa. De igual forma, la idea de preparar “comida lenta” es común a los dos repertorios gastronómicos. Así, estamos ante recetas que contemplan la paciente visita a la Plaza del Mercado a obtener ingredientes, la preparación de los alimentos con suma antelación, la lentitud de la cocción, y luego el sentarse morosa y formalmente a la mase para comer y luego conversar en una laaaaaarga sobremesa. El que lee pensará que los Azize Vargas Martínez Colón no hacen más que dedicarse a la comida como viaje, como estrategia de negociación internacional, como proceso fabril, como antropología de la cotidianidad, como arqueología cultural —como en el elogio al pilón en el prólogo de Yamila Azize a Delicias Panchita—, como acto de sustento del cuerpo humano y, sobre todo, como diversión.
Un recorrido pormenorizado por las páginas hermosas y claras de Delicias Panchita nos asegura que se cumplirá esa promesa que nos hace el título del libro: se trata de “cocina puertorriqueña y libanesa para casi todos los días”. Organizado en el orden de la comida —aperitivos, ensaladas, platos principales y postres— sigue el orden de mejor digestión que casi todas las culturas han adoptado: comenzar por lo que abre el apetito y terminar por aquello que lo cierra. Se incluyen bebidas con y sin alcohol, y aquí Puerto Rico se lleva la mejor parte pues el Islam desalienta el consumo de bebidas alcohólicas.
Gracias al elogio de la frescura, los aperitivos se centran en lo local, alterando tal vez sus mezclas y procedimientos de preparación: arepas, frituras de ñame y plátano, compartiendo el escenario con el falafel de garbanzos y el tabuleh de perejil, por ejemplo. El trigo abunda, pero hay que conformarse con las bolsas que se compran localmente. De entre los platos principales me robaron el corazón el “Choritún Marinés” o mezcla de chorizo y atún que prepara una vecina de las Azize, que comparte la plana con una caponata italiana, seguida por el plato más exótico del libro —los sánwiches de marquesina— que siempre han existido pero que se les ha negado la entrada al venerable espacio oficial de la gastronomía: el libro de recetas.
En mi infancia conocidos como sándwiches de mezcla destinados a las fiestesitas de estudiantes de primero a quinto grado celebradas en las marquesinas de las nacientes urbanizaciones puertorriqueñas, estos emparedados hechos de queso Velveeta y jamonilla, o de queso amarillo y jamón molido y entubado marca Oscar Mayer, son indicador esencial a la hora de estudiar la historia económica de Puerto Rico y los cambios abruptos en nuestro menú en la década de 1950, años que vieron nacer nuestra acelerada modernidad en las coloridas góndolas de los supermercados, los primeros centros comerciales, la llegada a Puerto Rico de comidas pre-empacadas como los productos de Oscar Mayer, el ubicuo Pan Holsum y otros tantos ejemplos de comidas preparadas que anticipaban el triste final de la tiendita de esquina, de la Panadería La Cialeña de Bayamón y, eventualmente, de la Euskalduna en Hato Rey… así como el final de otras tantas comidas “lentas”.
En este libro, el guacamole aparece cerca de la salsa tártara, el mjadra se hace con habichuelas rositas —nótese que no son rosadas, sino rositas—, el bacalao es a la vizcaína, el mousaka es vegetariano, las berenjenas son a la parmesana, el pastelón de papas es con queso de bola, la cazuela es auténtica, y aunque la tarta de queso es de Enrico, el dulce es de coco y se llama Venga más. Estamos ante un libro deliberadamente hereje que incluso nos maravilla con su buen humor. Por ejemplo, en vez de “barriguitas de vieja”, el abierto feminismo en que milita la familia Azize Vargas Martínez Colón las ha redesignado como “barriguitas de viejo”. Y eso mismo parecen, francamente… A fin de cuentas, este libro nos promete mil y una noches de fiesta en la mesa y un viaje delirante, tan pormenorizado como los relatos de Scherezada, y tan amarillo y tan exótico como el submarino de Los Beatles.
Me ha tomado mucho tiempo escribir este ensayo: lo he cocinado a fuego lento y a 80 grados exactos. El primer borrador me lo comí con sal y pimienta, por pura desesperación. La tinta del Hp me hizo daño, pues no casa bien con mis jugos gástricos y es difícil de digerir. Pero ciertamente mi lectura de Delicias Panchita ha sido entusiasta / y sólo se me ocurre / terminar con un soneo / pa’ quedar bien, aunque sea / en la página de Cheo: [cántese a un son afrocaribeño y caliente…]
Las bolitas de queso, venga más.
La fritura’e yautía, venga más.
El hummus bi-tahini, venga más.
Choritún Marinés, venga más.
Sándwich de marquesina, venga más.
Labni con pepinillo, venga más.
El arroz con pollito, venga más.
Los rellenos de pana, venga más.
El kivi miqliyi, venga más.
Espinacas con labni, venga más.
Mihshi warak ibnb Syami, , venga más.
El dulce de mamey, venga más.
La cazuela e’Loíza, venga más.
El budín de pan viejo, venga más.
El baqlava de hojaldre, venga más.
Panchita, Ana y Yamila, venga más.
venga más, venga más, venga más….