Democracia, irracionalidad y violencia
A Mabel Rodríguez Centeno, por su estimulante invitación a pensar el mundo más allá del binomio civilización/barbarie
“…no se pueden hacer protestas sin provocar cierto desorden, y un día de paro, manifestación o protesta no es un día normal. Todavía no conozco ninguna transformación histórica sustancial que no haya supuesto una cierta cuota de ‘desorden’. Desde la Revolución francesa pasando por la conquista de los derechos de los negros americanos hasta la de los negros en Sudáfrica, por no hablar de las luchas feministas, no ha habido transformación social que haya redundado en más democracia que no haya supuesto ‘desorden’ y malestar donde se tiene que sentir, en la cultura, como diría Freud. Desconfío por tanto de todos aquellos que defienden el derecho a la huelga o a la protesta pero que a la vez quieren tener un día sin molestias.” Mara Negrón – La bancarrota del discurso político
“[D]emocracy means today […] ‘injustice rather than disorder’[.]” Slavoj Žižek – Philosophy in the Present
“My underlying premise is that there is something inherently mystifying in a direct confrontation with it: the overpowering horror of violent acts and empathy with the victims inexorably function as a lure which prevents us from thinking.” Slavoj Žižek – Violence
Parece ser que una contradicción vive en el interior de nuestro discurso político. Hay cierta hipocresía en hablar y exigir democracia por un lado, mientras por el otro se pretende imponer por la fuerza posicionamientos políticos e incluso se llega a justificar la violencia. La contradicción aparece toda vez que identificamos la democracia con un sistema parlamentario donde los conflictos entre los diferentes sectores de la sociedad se resuelven en las urnas. Mediante el voto seleccionamos a los líderes que representarán nuestros intereses por un periodo determinado de tiempo. Cuando estamos insatisfechos con las circunstancias, la ejecutoria institucional o gubernamental, cuando sentimos que los que están en el poder ya no nos representan, vociferamos nuestro descontento de manera racional y ordenada y siguiendo las guías de la práctica adecuada de nuestro derecho a la libre expresión con la esperanza de aglutinar la suficiente influencia en la opinión pública para alterar la composición del liderato del país en el próximo proceso electoral.
En el contexto y desde el interior de este sistema todo recurso a la violencia debe ser repudiado y denunciado como intimidación e influencia indebida en el proceso democrático. Dentro de este sistema sólo el discurso racional tiene cabida. Argumentos políticos y seculares; cero recurso a la fuerza, cero recurso al misticismo, cero recurso a la intimidación y al miedo. Sobre todo, cero recurso a la violencia.
Todo esto es cierto y casi universalmente aceptado en todo país que goce de un estado de derecho democrático digno del nombre; es decir, en todo país civilizado. Hacer lo contrario, no seguir las reglas, recurrir a la violencia, es recurrir a la irracionalidad y al dogmatismo; es abrazar de lleno la barbarie.
¡Ah! Pero tenga en cuenta el lector que todo esto es cierto solo desde el interior del sistema. Solo bajo el entendido de que hay consenso en torno a la forma misma del sistema democrático parlamentario puede razonarse de la forma en que lo he hecho. Si este sistema es puesto en entredicho—sea por la falta de conformidad de parte de los distintos sectores de la sociedad con el rendimiento de los administradores del sistema, o porque se ha erosionado la confianza en las instituciones que lo conforman hasta el punto de cuestionar su legitimidad— y algún sector de la población comienza a plantearse un futuro fuera del consenso requerido para que se dé el buen ordenamiento de la ley, nada de lo que dije anteriormente se sigue como prescripción a la acción política.
Las razones no son difíciles de comprender, aunque rara vez se piensen. En los momentos en que el consenso en torno a la forma política de la democracia parlamentaria se rompe, o interrumpe, las reglas del discurso racional se vienen abajo. Es lo razonable, políticamente hablando—canalizar el descontento mediante la libre expresión no-violenta o la desobediencia civil, las huelgas, los recursos legales contra el Estado, el recurso a la apelación, el recurso a las urnas, etcétera—, lo que está siendo cuestionado en estos momentos. La violencia se da precisamente allí donde dos sectores de la sociedad dejan de participar en un mismo discurso político. (Vale la pena hacer un breve paréntesis para decir algo que para el lector sofisticado se cae de la mata. Lo político según lo estoy usando nada tiene que ver con la política partidista. De hecho, todos los partidos políticos existentes en este país—incluyendo los de reciente formación—tienen el mismo discurso político: la democracia parlamentaria).
La violencia surge inevitablemente como surgiría si en pleno juego de baloncesto uno de los dos equipos dejase de seguir las reglas y comenzase a correr con el balón en la mano, a hacer “goal tending”, a dar faltas sin que los árbitros (¿jueces?) las canten, o finalmente a salir corriendo de la cancha con el balón. El otro equipo que, luego de esto, aún sigue creyendo en las reglas del baloncesto tendría razón para estallar en un brote de ira. Nadie se sorprendería si en ese contexto uno de los jugadores del único equipo que todavía intenta jugar baloncesto golpease a uno de los “baloncelistas” rebeldes, a uno de los camarógrafos o a alguno de los fanáticos que encuentre graciosa la “rebeldía” de los “jugadores”. Más aún si se tratase de un juego importante (en el que se juega el futuro de la Universidad, por ejemplo). En fin, que nada hay más desesperante que jugar con alguien que no sigue las reglas. ¿Qué más se puede hacer con un contrincante “irracional”?
Así mismo, en nuestro contexto universitario se han dado una serie de actos violentos por parte de las fuerzas del orden democrático con motivo de los actos “rebeldes” por parte de aquellos que se rehúsan a seguir las reglas del discurso democrático. ¿Qué cabe hacer con estos actos? ¿Cómo juzgarlos? ¿Cómo juzgar a los estudiantes (violentos y no-violentos) y cómo al gobierno rebelde?
Sí, es el Estado el que se ha rebelado contra la ley y el orden del Estado democrático de derecho y son los estudiantes los que han reaccionado de la única forma que se puede reaccionar ante la desesperanza que supone extender la mano a quien te escupe la cara. La rebeldía real no proviene del estudiantado, la rebeldía del estudiantado, si alguna, es más bien conservadora. Los estudiantes en su gran mayoría son izquierdistas del tipo sobresocializado, como decía Theodor Kaczynski en el “Unabomber Manifesto”:
“The leftist of the oversocialized type tries to get off his psychological leash and assert his autonomy by rebelling. But usually he is not strong enough to rebel against the most basic values of society. Generally speaking, the goals of today’s leftists are NOT in conflict with the accepted morality. On the contrary, the left takes an accepted moral principle, adopts it as its own, and then accuses mainstream society of violating that principle. Examples: racial equality, equality of the sexes, helping poor people, peace as opposed to war, nonviolence generally, freedom of expression, kindness to animals. More fundamentally, the duty of the individual to serve society and the duty of society to take care of the individual. All these have been deeply rooted values of our society (or at least of its middle and upper classes) for a long time. These values are explicitly or implicitly expressed or presupposed in most of the material presented to us by mainstream communications media and the educational system. Leftists, especially those of the oversocialized type, usually do not rebel against these principles but justify their hostility to society by claiming (with some degree of truth) that society is not living up to these principles.”
De modo que resulta risible cuando se le llama revoltosos a los estudiantes por haber salido a las calles a reclamar lo que les ha sido prometido. Son ellos los que le están reclamando al Estado que no se está dejando llevar por las reglas de la democracia parlamentaria que se supone guíen sus actos. Los estudiantes solo están pidiendo que se restaure la Ley y el Orden, que haya transparencia, que se dé la separación de poderes que garantice el ejercicio objetivo de la administración y posibilite la autonomía universitaria cual lo dispone la ley.
Lo que estamos viviendo es el mundo vuelto boca abajo. Las instituciones—decía Montesquieu—fracasan víctimas de su propio éxito. Creo sinceramente que lo que estamos atestiguando como motines, revueltas, protestas multitudinarias pacíficas y violentas alrededor del mundo, no es otra cosa que el éxito de la socialización democrática. Los ciudadanos de los distintos estados de derecho democráticos nos hemos creído el cuento democrático. El Gobierno de turno, por su parte, ha extirpado todo dinamismo del sistema democrático y ha dejado al mismo en sus huesos. Es decir, que lo que estamos viviendo es la forma estructural depurada de un estado de derecho. Los gobiernos de turno no han claudicado a sus valores democráticos sino que han logrado comprender finalmente la esencia misma de la dictadura de la burguesía. Por ejemplo, se han percatado que la libertad de expresión, en su forma depurada, solo consiste en que el gobierno permita dicha expresión pero de ahí no se sigue, como creíamos los que creemos en las reglas del debate democrático, que el Gobierno deba escuchar y ponderar los reclamos de los protestantes y enmendar sus actos de acuerdo a ellos. A este dominio estructural de la democracia tenemos que añadir que la mayoría de las acciones del gobierno que indignan a la población—aumentar el número de jueces del supremo, la ley 7, la invasión policial de la UPR, la designación de espacios específicos para la libertad de expresión, la criminalización de las protestas y de los encapuchados—son completamente legales. Estos no han traicionado el sistema sino que lo han llevado a su máxima potencia. Los verdaderos radicales de este contexto son el Gobierno y la Administración Universitaria. Son ellos los que quieren desmantelar, mediante la implementación férrea de los recursos legales que el sistema provee, las instituciones que son el baluarte de nuestro país, son ellos los que tienen un proyecto revolucionario: desmantelar el estado “socialista” benefactor.
Si no tenemos esto en cuenta, corremos el riesgo de entenderlo todo al revés a la hora de juzgar los actos de violencia de los pasados días.
Una distinción importante en este contexto es la que hace Slavoj Žižek en su libro “Violence”. La violencia, según éste, puede ser dividida en violencia subjetiva (aquella que se da entre individuos, cuerpo a cuerpo) y violencia objetiva o institucional (aquella que es llevada a cabo por un “estado de cosas” político). Por ejemplo, si un ciudadano x me agrede, habré sido víctima de un acto de violencia subjetiva. La violencia objetiva o institucional, a diferencia, viene de todas partes y de ninguna. Si soy despedido de mi empleo porque me han sustituido por un robot, si un policía me detiene por ser negro (“racial profiling”), quien me agrede no es mi patrón ni el policía en tanto que individuos, sino el sistema de coordenadas de sentido (económicas y raciales) que justifica estos actos escondidos bajo el nombre de lo “normal”. La forma misma de la violencia institucional requiere para su ejecución de un consenso, aun si este es inconsciente o simplemente pre-reflexivo, acerca de lo que se tiene por normal, legal, moral, etc. Por esta razón rara vez puede ser ejercida por las fuerzas que se oponen al Estado y es sólo el Estado quien puede ejercerla. Sin embargo, en las ocasiones en que este consenso sobre la forma política del Estado (y con esto decimos, además del Gobierno, el estado de cosas que define un mundo social, es decir la ideología dominante o hegemónica) queda en entredicho, puede abrirse el espacio para que fuerzas que se opongan al mismo ejerzan también violencia objetiva. La función de un movimiento revolucionario proletario, por ejemplo, es lograr precisamente esto, lograr organizarse para oponer violencia institucional contra violencia institucional; para oponer su proyecto de mundo (comunista) al mundo capitalista burgués de la democracia parlamentaria.
Tomando esta distinción y aplicándola a nuestro contexto universitario tendríamos que decir que la violencia subjetiva no sirve políticamente de nada aquí. Los estudiantes que patean las latas de gas lacrimógeno para atrás a los policías, que empujan al ser empujados, que lanzan piedras y rompen cristales a los carros del Estado en represalia por las agresiones hacia sus compañeros, pierden su energía enfrascados en una violencia subjetiva, cuerpo a cuerpo. Ya lo dijo Alain Badiou, de nada sirve atacar (incluso matar) a un burgués empírico. El verdadero enemigo del proletariado no es el burgués sino el mundo burgués. Es por esto que, irónicamente, la forma de violencia que más sentido político me ha hecho desde estas coordenadas es la tan repudiada violencia gratuita de los estudiantes que viraron mesas y agredieron verbalmente a compañeros universitarios en el Centro de Estudiantes.
Estos estudiantes no estaban reaccionando a una agresión física por parte de la policía, de unos policías particulares; ellos estaban ejerciendo violencia contra el mundo burgués, el mundo de la complacencia con la orden del día, el mundo del que se sienta a comer y a tomar clases tranquilamente mientras la Universidad, la idea misma de UNIVERSIDAD, está siendo asediada. Por esto no puedo repudiar estos actos, e incluso cabría pensarlos, desde la perspectiva que estoy aquí presentando, como los únicos actos de violencia institucional que la comunidad universitaria ha logrado conseguir. Es la única violencia que habita el lugar del desorden y el caos que supone cuestionar radicalmente las reglas y la moralidad del mundo en que vivimos: el mundo capitalista de la democracia representativa. Es la única violencia que me anuncia que otro futuro político es posible: un futuro más allá de la democracia.
Esto tomado como incidente aislado, es decir, sin un proceso de organización y subjetivación política que les dé sentido, no es nada que haya que celebrar como valioso en sí mismo, ya que las acciones del gobierno también cuestionan las reglas fundamentales del mundo en que vivimos: el mundo del estado benefactor—y no estamos mejor por ello. El punto es leer en estos actos (los de los estudiantes que viraron las mesas) no una afrenta a los valores democráticos (aunque ciertamente lo son), sino el producto del proceso de desestabilización social que acaece en los periodos en que el consenso sobre las formas políticas que han de guiar nuestra acción está en entredicho; leerlos como actos políticos anti-hegemónicos.
No es casualidad que esta sea el tipo de violencia que más nos llame la atención en medio de tantos y tan frecuentes actos de violencia mucho más contundentes y cotidianos. Todo otro acto de violencia está cifrado de antemano en el sistema y es compatible con él. Matar a alguien en un servi-carro por dinero, el desamparo de los deambulantes, machetear a tu esposa, macanear estudiantes, y una larga lista de etcéteras. De hecho, visto en el contexto de estas violencias subjetivas cotidianas y de todas las violencias institucionales a las que los puertorriqueños hemos sido sometidos por este gobierno de turno, cabría cuestionar el epíteto mismo de “violento” al hablar de unas simples viradas de mesas y alguno que otro cristal roto.
Ante este escenario los invito a distanciarse un poco de la reacción visceral contra los actos de violencia institucional de algunos estudiantes y que miremos con ojos críticos esta reacción, producto de nuestra sobresocialización democrática para pensarnos más allá de ella.
“We suggest […] the risky but necessary gesture of rendering problematic the very notion of ‘democracy,’ of moving elsewhere—of having the courage to elaborate a positive livable project ‘beyond democracy.’” Slavoj Žižek-In Defense of Lost Causes
Es la democracia, como forma de ordenamiento político de lo real, lo que creo que ha llegado a su límite y tenemos que ser capaces de imaginarnos un afuera, más allá de ella, aun si esto significa, por el momento, habitar el espacio de lo irracional, del caos, del desorden.
El Estado nos está dando un ejemplo claro de rebeldía contra (aunque desde) la democracia y en esto debemos emularlo. Pero donde el Estado se rebela hacia la derecha, hacia la tiranía, nosotros debemos aunar fuerzas y organizarnos para generar un proyecto que se rebele contra el Estado pero hacia la izquierda y más allá de la izquierda hacia la participación política directa, hacia la solidaridad, hacia la responsabilidad política, hacia la creación de un mundo más allá de lo privado (aquello que le pertenece a algunos) y lo público (aquello que no le pertenece a nadie porque es del Estado), hacia la generación y mantenimiento de un mundo común (lo que nos pertenece a todos), en fin, hacia el comunismo.
Este futuro post-democrático no es algo a ser tomado a la ligera. Es un prospecto que me llena, a mi y muchos compañeros, de inseguridad ontológica porque implica repensarnos desde cero. Pero sinceramente creo que esta decisión no es opcional, nuestro contexto nos la está imponiendo. Ante el colapso de la democracia se anuncian dos posibilidades: un futuro post-democrático autoritario (a la Sarah Palin/Fortuño) o un futuro post-democrático comunista.
Ante esta disyunción démonos la oportunidad de tomar distancia y pensar sobre los distintos tipos de violencia que conforman este conflicto y sobre su sentido político profundo. Permitámonos habitar ese lugar, terrible e incómodo, que se abre cuando nos disponemos a dar un salto al vacío, cuando nos disponemos a abandonar todo lo que hemos sido y querido hasta el momento, guiados por la esperanza de que otro mundo mejor es posible.