Desalambrando: villas y castillos
Compacto, intenso en sus momentos en que el drama individual —algo para mí imprescindible en un buen documental— toma primer plano, el trasfondo musical, a cargo de Roberto Gómez Santiago, se escucha pero no intercede ni le resta a las declaraciones o a las imágenes que estamos viendo.
Una de las primeras escenas inmediatamente nos orienta a cómo somos los puertorriqueños, y cómo se establecen entre las gentes lazos de amistad que hermanan a vecinos y conocidos en luchas que dan esperanzas. Dos mujeres salen a la calle y se saludan mientras el marido de una de ellas las mira sonreído. La toma es emblemática de lo que ha ocurrido a nuestro alrededor desde que somos puertorriqueños. Por supuesto, no que algo similar no ocurra en Tombuctú o Shanghái, es que estas personas son indiscutiblemente herederas de lo que es la experiencia predominante más allá de los centro urbanos de esta isla.
Esa introducción es la apertura a un recuento de las muchas “villas” (186) creadas por los que no tenían medios para tener un hogar. Las villas marcaron a través de todo Puerto Rico una situación insostenible y abiertamente soslayada por los gobiernos desde 1968 para acá. Los programas de relocalización de arrabales como el “Fanguito” no pudieron albergar a todos los necesitados de una vivienda razonable (los residenciales) que les supliera albergue, agua corriente y potable, y electricidad. En parte, el problema era uno económico, pero estaba complicado por actitudes elitistas de algunos políticos locales y, ciertamente, del gobierno que facilitaba el dinero para estos menesteres: el de los Estados Unidos. Los que estaban acostumbrados a labrar la tierra de otros, querían labrar la suya: tener un pedazo de propiedad donde pudieran tener una pequeña hortaliza y algunos pollos y gallinas para sus sustento, y donde pudieran correr sus hijos.
Mientras tanto, tierras baldías, cuyos dueños esperaban que se convirtieran en urbanizaciones para sacarle la ventaja económica más grande posible; o pertenecientes a un gobierno insensible, permanecían sin viviendas y sin desarrollo. Las excusas de que la tierra no se podía usar porque era inundable, de valor agrícola, y un etcétera mentiroso, no parecían existir para desarrolladores que fueron extendiendo los suburbios, con la complicidad del gobierno de turno, sin considerar el daño ecológico ni el social que se le hacía a los pueblos. Muchos de esos son ahora fantasmas, grupos de casas desocupadas que les pertenecen a los bancos y que miran a gente que pasa por la calle sin esperanzas de ir a cobijarse de los elementos.
Las llamadas “ocupaciones” (al principio eran “invasiones”) de terrenos “alambrados” indujeron un alivio transitorio. Los que proveyeron por un momento albergues, a veces menos que rústicos, para protegerse y proteger a sus familias argumentaron con efectividad que ni ocupaban ni invadían, sino que rescataban. Que los invasores, dijeron muchos, fueron los que en 1898 invadieron la isla, implantaron el monocultivo, destruyendo así la agricultura local, causando eventualmente, la emigración a los EE.UU. de muchas familias de trabajadores agrícolas. Estos argumentos se presentan a través de entrevistas con personas que protagonizaron la creación de muchas de estas villas, tales como Villa sin Miedo y Villa Margarita. Además, el documental explora cómo una forma despiadada de “control” es criminalizar a los rescatadores para amenazar a otros con lo que les podría suceder.
Curiosamente —y con gran atino— los creadores del documental nos muestran cómo con ojos condenadores los castillos de los poderosos miraban y miran a los pobres desde lo alto. Desde el cerro Las Mesas, el castillo Valdés contemplaba las casuchas a sus pies. Desde el Vigía, desde una ventana del castillo Serrallés se podía (se puede) lanzar las pepitas de una fruta a las viviendas pobrísimas que había en los años 70 y que aún hay en el siglo XXI. Es imposible no entrar a discutir cómo esa separación entre ricos y pobres, que cada vez se expande más, está ligada a la política. Los ricos poderosos siempre han tenido el oído de los que mandan. Si en el siglo XX estos decían que unos pobres que “recataban” terrenos eran socialista o comunistas (como dice uno de los entrevistados), no solo la policía local sino, tras bastidores, el FBI y la CIA entraban en acción. Como colonia que somos, al gobierno no le quedaba otra alternativa que cumplir. Más aún, en la década de los 70, que todavía sufría la cercanía temporal de la crisis de los misiles en Cuba y la elección (y asesinato) de Salvador Allende en Chile.
Hay anécdotas divertidas. Dos visuales, una, sobre las falsedades de la campaña de Luis Ferré y su total ineficiencia como gobernador (después de todo él no ganó, sino que perdieron los populares por dividirse), otra que enseña a un Romero Barceló frenéticamente repartiendo regalos después de robarse las elecciones de 1980, me hicieron reír duro. Dos que se cuentan, tienen que ver, una con la ocupación de la calle Fortaleza entre la calle del Cristo y el Palacio de Santa Catalina. Después de largo tiempo sin querer verlos, el gobernador Hernández Colón, pasó entre los demostradores con un grupo de americanos encopetados quienes, al ver a los que esperaban le reclamaron al gobernador que por qué no los atendía. No solo lo hizo, sino que, para celebrar el encuentro, se tiró una guarachita con su esposa Lila Mayoral. La otra, que vuelve y establece quiénes somos, como si fuera el otro corchete de la escena que les describí al principio. Se trata de una señora quien, al oír que no les dejaban tener allí en la calle un carrito con comida, les trajo desde Mayagüez un caldero gigante de arroz con pollo.
Además de la mucha información que suple el documental, nos deja con un epílogo triste de desahucios, abandono, falta de hogar y recursos, y gente marginada y olvidada por la vida, la sociedad y el gobierno. ¡Y eso, que se completó antes de las tormentas! Aún nos queda mucho por resolver como sociedad y como país. Todos deben ver este filme que narra con brillantez una parte triste y condenable —que aún perdura— de nuestra historia.