Desde Ponce, pensando a Torres Martinó
Pensarlo desde Ponce. Sí, desde Ponce porque fue aquí que recibí la noticia de que él ya no pintaría ni dibujaría y tampoco grabaría ni hablaría con aquella voz inimitable que fue lo primero que conocí de su persona cuando en el Santurce de los años 40 y 50 lo escuchaba, primero por la radio, y luego la televisión donde la voz era enmarcada por el bigote de oscura brocha coronando la amplia sonrisa y los dientes blancos, más blancos aún en contraste con su piel morena y el timbre de acariciante penumbra que nos arrullaba tanto con la poesía como con la noticia, la buena y la mala, no importaba.
Sí, pensarlo desde Ponce a él, que muchos años después me diría con su parsimonia habitual: “Lo dijo el gran Leonardo Da Vinci: La pintura es una cosa mental”. Y Toño, como le decíamos los amigos y a veces Martinó a secas, con el acento final que en sus últimos años el descartara en un alarde de economía letrada y en reconocimiento a un ancestro italiano, Toño Martinó, era un pintor que pensaba mucho y bien, pero que jamás quedaba preso del pensamiento que en él era siempre trampolín a la acción. Y esta acción tomaba muchas formas y matices. Desde la creación solitaria plagada de incertidumbres en el escritorio y el caballete hasta la labor colectiva y entusiasta del taller de grabado y el gremio aguerrido de los artistas del espectáculo y luego de la gráfica.
Su desempeño tanto frente al micrófono, como ante las cámaras, en la cátedra o en el taller, de sobremesa o en la calle, era magisterial. Uno siempre aprendía de él y con él. Contemplar sus cuadros es casi como asistir a su creación. Podemos detectar en la aparente frescura del cuadro acabado el lento y laborioso proceso de dibujo, pintura, aplicación de transparencias, tachaduras, vuelta a pintar y borrar en una secuencia de eventos tal que el espectador se siente tentado a seguir pintando el cuadro sin siquiera tocarlo. Porque el cuadro se mantiene vivo, respira, late. El color vibra como si naciera frente a nosotros, la luz nos ilumina como la primera vez. Sus paisajes crecen en el lienzo.
He presenciado el paso de las horas y de la luz reflejada del sol sobre algunas de sus pinturas y soy testigo de cómo luz y sombra, línea y color aparecen y desaparecen en la superficie del lienzo o el masonite como si el artista todavía estuviera pintándolo. Y también he tenido el privilegio del aprendizaje de verlo pintar a hurtadillas y observar que su modo de pintar estaba nutrido de dudas y cambios repentinos de ruta tanto así que un árbol puede devenir en montaña y una montaña en sol. Pero todo ello en razón de la pintura, en el diálogo a veces gozoso, las más angustioso entre la voluntad de la mano, la resistencia del lienzo y el encuentro ahora fortuito, imperativo al rato, entre el color y la forma, la armonía y la disonancia. Es un concierto que tiene mucho de desconcierto y tanto más de incierto pues lo que aparenta ser verdad absoluta, minutos más tarde es desechada, no por mentira, sino porque se ha asomado, desfachatada, una nueva verdad en la ventana siempre abierta del cuadro.
Tanto sus grabados como sus dibujos y pinturas operan cual abstracciones sin dejar de ser figuraciones e igual operan cual figuraciones sin dejar de ser abstracciones. El referente puede ser un cuerpo o un árbol, una ola o nube; el gesto que lo crea puede ser anguloso o elíptico, sutil o tajante y siempre funciona en el delicado y peligroso balance entre la quietud y el movimiento, el delirio y la calma.
Pero su verbo al hablar y escribir era pausado y severo, tan grave como tierno con un sentido de la justicia de ojos muy abiertos, no queriendo perderse nada, abarcar la inmensa complejidad de su pequeño país esforzado en lides desiguales frente a grandes y poderosos enemigos. Y su palabra se vestía y desnudaba con un vocabulario tan criollo como español rescatando palabras en desuso poniéndolas al día en contextos de renovada combatividad por la sobrevivencia de un pueblo.
Porque la preocupación por y en el oficio esmerado de la forma nunca nubló la visión del artista para reconocer y reinventar conceptos, renovar ideas de lucha por la libertad tanto individual como colectiva de su país. Por eso aunó voluntades en gremios de artistas plásticos y del espectáculo, arriesgó bienestar económico y seguridad de empleo optando por una lucha magisterial e ingrata. Su consejo era vital para sus compañeros artistas. En razón a esto su entrañable amiga de tantos años, la también maestra Myrna Báez, lo llamaba Il consiglieri.
Es significativo que estos actos de recordación tengan lugar aquí en el Parque de Bombas de Ponce además de en la cercanía de la Sala José Antonio Torres Martinó en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico donde estimuló con su ejemplo y enseñanza a generaciones de arquitectos en las disciplinas del diseño y la gráfica. Aquí como antes en el Taller 17, en el Centro de Arte Puertorriqueño, la División de Educación de la Comunidad, el Instituto de Cultura Puertorriqueña, la Escuela de Artes Plásticas, la Universidad del Sagrado Corazón y en los años de su participación en la radio, la televisión y el cine, en la creación de la Hermandad de Artistas Gráficos, desde la prensa, en libros y catálogos de artistas y tantos otros foros nacionales e internacionales ejerció la práctica docente haciendo de ésta un fiel e imaginativo instrumento de la creación-más que de una pintura, un dibujo, un grabado o un mural-de un país, el propio, que nunca ha sido nuestro.
A ese ideal convocó esfuerzo propio y de compañeros de ruta y destino y de aquellos que no saben que lo son pero que al disfrutar de su voz, sus escritos, sus imágenes generosas se convirtieron y seguirán convirtiéndose en conspiradores gozosos de la libertad. Porque su arte jamás dejó de ser un ejercicio de esa libertad tantas veces frustrada en nuestro país. Al son de esa libertad, la línea no le negaba nada, danzaban la pluma, el lápiz y la gubia en sus manos, el pincel frotaba con ahínco la superficie todavía húmeda del cuadro mezclando y revolcando colores o deslizándose acariciante sobre el pigmento seco, nos regalaba la transparencia de la distanciadora veladura.
Ejerció la libertad en las artes y la ensayó en la vida tanto como se puede en un país subyugado por otro donde toda decisión trascendental, final y superior es tomada en la metrópolis colonial. No así en las artes donde las reglas son autoimpuestas, las limitaciones son pie forzado que lejos de inhibir espuelean la creación, donde el único miedo es el de errar y aun ese error puede convertirse en nuevo camino de libertad.
Aprendiz en ese camino de muchos maestros, cruzando fronteras del conocimiento, la expresión y la comunicación, Martinó fue consecuente en utilizar variedad de medios de creación para profundizar, más que en la identidad, en las identidades armónicas o contradictorias de una nacionalidad en crisis permanente. Y esto lo hizo con ojo y mano, palabra y gesto crítico en ánimo de clarificar sin simplificaciones reductivistas y con espíritu de nobleza. Fue un hombre, más que renacentista, nacentista en sus esfuerzos por todos los medios que brindan las artes en asistir al nacer de una nación.
Comencé esta reflexión sobre Toño Martinó diciendo que iba a pensarlo desde Ponce y quiero terminarla desde Ponce. Porque mi primera visión de la ciudad lejana aún fue por su voz y por sus manos. Me contaba y ya no recuerdo si fue en el café Palace, en el taller de Homar del Instituto o en la casa de Lilliane y Gerard, que su primera esposa de nombre inolvidable, Bohemia, había sido herida en la Plaza de las Delicias transformada en la de los dolores en el atentado contra la vida del nefasto Blanton Winship. También fui de los primeros en ver el boceto de un cartel suyo donde una máscara de vejigante ponceño se confundía con la fachada del Parque de Bombas de esa ciudad donde ahora habito y que entonces apenas conocía. Y fue a través de sus luminosos paisajes del sur que conocí la luz del Caribe ponceño décadas antes de disfrutarla en mi Taller de la Playa.
Y es desde aquí, al escribir estas palabras, que recuerdo el don incomparable de la conversación salpicada de humor de nuestro amigo cuando la anécdota cotidiana se casaba sin fisura con la reflexión filosófica, los secretos del oficio que dejaban de serlo, la alta y baja política, el apunte histórico salpicado de versos, dicho todo con autoridad pero sin empaque, abierto siempre a la refutación inteligente en búsqueda de una o varias verdades escurridizas y, por eso mismo, más deseadas.
No creo que hiciera yo bien si le deseara a Toño Martinó que descansara en paz. Conozco demasiado su pasión creadora y su incertidumbre acuciante como para saber que debo desearle donde quiera y comoquiera que sea la continuidad del fervor de su búsqueda, el placer y la angustia que la sustentaba y que nos regaló tan exquisitos frutos. De algún modo intuyo contra toda evidencia lógica que él así lo desearía, que la imaginación nunca muere y que en la dimensión que sea nuestro amigo puede seguirse y seguirnos imaginando y, ante todo, imaginar este su país que, más que nunca, necesita imaginarse.
A nombre de sus hijos, nietos y demás familiares, de las amistades, los aprendices que somos todos del maestro Toño Torres Martinó, a nombre de la gran familia puertorriqueña a la cual tanto contribuyó, les doy las gracias por su asistencia a este acto. Y por, más que recordarlo, recrearlo a él que fue tan generoso en su creación y recrearnos nosotros con su imagen, su palabra y su voz. Pensarlo desde Ponce es también recordad que ésta, su ciudad, no existe una obra de arte público suya, que sí hubo la intención de crearla, de comisionarle al artista un mural, pero esa intención se malogró.
Estamos a tiempo, sin embargo. El artista ha muerto pero no su arte en mi última visita a su residencia, Toño me mostró un boceto destinado a ese propósito. El sí cumplió con su responsabilidad. El diseño está listo para el mural. Ahora bien, ¿dónde está el muro? Exhorto a nuestra apreciada alcaldesa, Mayita Meléndez Altieri a que haga realidad la última voluntad creadora de este hijo predilecto de Ponce. Sería también justicia poética, política y procérica que las cenizas de José Antonio Torres Martinó se instalen en el Panteón de los Próceres de ésta ciudad donde sin duda alguna pertenecen. Confiemos en esta justicia tardía, pero necesaria y todavía a tiempo con la cual Ponce y todo Puerto Rico se beneficiarán.