Deshumanización del sistema penal autoritario
Es preciso que el castigo constituya un honor;
que no solamente sirva para borrar el oprobio
del crimen sino que además sea visto como
una educación suplementaria que obligue a
un mayor grado de entrega al bien público.
Simone Weil[1]

conlen
I.
El sistema penal no es un ámbito escindido del Estado de derecho, sino la concreción institucionalizada de su violencia más explícita. Mientras el modelo de Estado siga teniendo importantes trazos de autoritarismo, más latente será esa violencia subyacente en la norma penal. Si el modelo democrático asume y auspicia la competición entre partes, más allá de las posibilidades de actuación mediante cooperación, el sistema penal tenderá hacia un mayor grado de desintegración social. La Política criminal no es sino una especialización del modelo político que le sirve de posibilidad y germen. Si ese modelo se ancla en valores y dinámicas que provocan una mayor segregación y promueven un menor grado de cohesión social, la norma penal girará en torno a la sistematización de violencias estructurales que normalizan las desigualdades sociales.
Le ley penal se convierte, mediante una función sospechosamente poco democrática, en la norma que pretende garantizar el distanciamiento entre agentes sociales que vienen a ocupar el rol de contrincantes o inimici en un campo (social) de batalla. El pretendido derecho penal liberal se pervierte para convertirse parcial o mayormente en derecho penal del enemigo, cuyas consecuencias para los y las afectadas por la norma son todo menos algo edificante y solidario. Desde la falta de inclusión y participación social en la creación, modificación y derogación de normas penales, hasta el esquema regulatorio del proceso penal y ejecución de la pena, rigen ciertos valores que priorizan el individualismo, la arbitrariedad, el castigo autoritario y la apuesta por la venganza antes que la redención democrática. La violencia, llamada de múltiples maneras para camuflarse detrás de las normas, se retroalimenta mediante su propio dinamismo autorreferencial.
Para desvelar estas violencias es insuficiente el acercamiento jurídico, particularmente mediante su código binario legal/ilegal. Hace falta una profunda reflexión política interdisciplinar sobre los valores y principios que rigen la configuración de la Política criminal que luego se transforma normativamente en leyes y reglas del ordenamiento jurídico-penal. Son esos valores y principios los que sirven de basamento para la construcción sistemática del ordenamiento normativo. Son, además, las claves para comprender la función social de la norma penal en un Estado de derecho. Un modelo democrático en el que se priorice el (hiper)individualismo sobre el colectivismo, por ejemplo, va a tender a (re)producir normas político-criminales en las que la responsabilidad penal recaiga en una persona de forma (hiper)individualizada. Es una arista o modalidad diferenciada de la lógica asimilada de ganadores y perdedores que rige el mercado económico neoliberal actual.
En ambos escenarios, el Estado de derecho pretende liberarse de responsabilidad sobre un hecho social al atribuirla exclusivamente a quien clasifica como perdedora, ya sea una persona acusada de delito o una trabajadora en la fila del desempleo. Esa mirada (hiper)individualista, a su vez, lleva en sí el germen de la separación que puede fácilmente convertirse en la némesis de la cohesión social y de la posibilidad de concebirnos de otra manera. Esa valoración política, por no decir antropológica, se bifurca en dos subsistemas sociales diferentes pero con una raíz valorativa común. En un escenario, la persona desempleada es la responsable de forma exclusiva de su infortunio en el presunto mercado laboral de corte liberal. En el otro, la persona acusada o condenada es la única responsable del hecho delictivo cometido. En uno como en el otro el Estado suele desentenderse de las condiciones que fueron determinantes para el surgimiento del hecho social.
En ambos casos, sin embargo, se posibilita el enfrentamiento entre sujetos que estructuralmente se posicionan como contrincantes. Se incentiva la competición descarnada entre quienes tienen un empleo precario y quienes no; a la vez que se propicia la competición entre quien han sufrido una lesión jurídico-penalmente relevante y quien es acusada penalmente por ello. Competimos porque nuestros valores políticos nos construyen como sujetos aislados, como potenciales agentes de peligrosidad y riesgo latente del bellum omnia contra omnes. Nos enfrentamos reactivamente porque nos concebimos como fuentes de peligro, como riesgos a nuestros ámbitos de autonomía individual, como subjetividad en un mundo amenazante lleno de otros y otras.
Cuántas de nuestras instituciones propenden a preceptuar y perpetuar esta concepción del ser humano, sin embargo, no es una cuestión aislada de cada subsistema social o disciplina académica vista de forma segregada. En el caso del sistema penal, reflexionar sobre estos valores ético-políticos que fundamentan las corrientes político-criminales es una labor imprescindible. Esos valores, que impregnan tanto las normas sustantivas como procesales, así como nuestras dinámicas intersubjetivas en esos ámbitos, se anclan en formas específicas de entendernos como colectivo y como agentes sociales. Las características de nuestros procesos penales, de esta forma, asumen un andamiaje valorativo que presupone esa construcción del sujeto como individuo separado de su entorno, como enfrentado ante una otredad siempre amenazante.
De forma consciente o inconsciente, se reproducen cíclicamente las violencias estructurales que distancian más que cohesionan, que segregan más que acercan, que vociferan más que escuchan. Para entender esta dinámica en el sistema penal, por lo tanto, hay que entender los valores ético-políticos predominantes en nuestras dinámicas sociales y político-institucionales. Pretender más de un sistema penal sin entender y modificar los valores y consensos ideológicos que lo sostienen es, lamentablemente, un ejercicio de reduccionismo o simplificación de algo mucho más complejo que, a pesar de ello, no necesariamente tiene que ser complicado.
II.
A pesar de que el sistema penal contemporáneo pretende reducir el grado de sufrimiento que antaño padecía la persona condenada a penas mutilantes o a la muerte, paradójicamente también ha revestido de civilidad ciclos de violencia que se reproducen de forma normalizada. Al intentar prevenir el linchamiento privado, y con ello el mayor grado de violencia física y de arbitrariedad en la reacción punitiva, el sistema penal ha tendido a enquistar reacciones emotivas que más que trascenderlas mediante los procesos institucionales, las ha normalizado, acentuado y perpetuado sistémicamente. La mayoría de sistemas penales siguen obedeciendo a una lógica autoritaria, maniquea, de corte muy masculino y con fuertes sesgos de discriminación selectiva. En efecto, sistemas que reproducen y metastatizan los potenciales efectos corrosivos del enquistamiento emotivo que no llega a trascender el crimen, sino a revivirlo como un presente inagotable pleno de sufrimiento.
Martha Nussbaum advertía esta característica mediante un análisis fértil sobre las Furias en la tragedia griega. En La Orestíada de Esquilo, las Furias originalmente representaban una ira vengativa extrema, retributiva y desenfrenada. Sus ansias de venganza las hacían deshumanizarse y convertirse en especies subhumanas guiadas por la sangre, el dolor y el sufrimiento. En esencia, eran un espejo de las emociones humanas más corrosivas para el ideal de justicia. Atenea, quien ya había promulgado un sistema legal sin ellas, apacigua la cólera iracunda de las Furias mediante la persuasión efectiva. Las convence de las virtudes de transformarse en fuentes de amor común y de benevolencia, lo que provoca un profundo cambio interno y externo en éstas. Al aceptar el trato, las Furias dejan de ser bestias, y se convierten en humanas llamadas Euménides, que significa las Benévolas.
El sistema penal hegemónico tiende a integrar esas Furias en el ordenamiento normativo, pero en realidad no las transforma profundamente, sino que sólo neutraliza temporalmente sus efectos más inmediatos. La ira vengativa que surge como reacción espontánea –tanto natural como socialmente condicionada– se institucionaliza en aparatos de aparente civilidad cuyo modelo de solución de conflictos es fríamente adversativo y ampliamente competitivo. No existe una estructura institucional para la conversión de las Furias en su estado primigenio, sino para su normalización relativamente moderada en un proceso tan o quizá más traumático que el fenómeno criminal que lo produjo. No hemos sabido configurar un sistema en el que ese dolor y ese resentimiento puedan trascender un momento profundamente lesivo. No hemos diseñado mecanismos institucionales para interrumpir ese ciclo de violencias que se reproducen con modelos de competición en los que siempre alguien pierde, o en muchos casos todas las partes se derrotan recíprocamente.
Esa acumulación de violencias, sin embargo, parece irrelevante ante las dinámicas del proceso penal. Más que oportunidades de crecimiento como colectivo, como ciudadanía interconectada, estas se convierten en ejercicios de competición más propios del fanatismo deportivo o, en una de sus versiones más populares, de la habitual demagogia proselitista o la hombruna contienda tertuliana. El sistema penal suele ser inconsecuente ante la realidad de violencias que ha sufrido una persona acusada y que son relevantes ante la perpetración de un delito; pero también es insensible, en mayor o menor medida, al grado de sufrimiento que se genera en las víctimas –directas e indirectas– fruto de la configuración de un crimen y durante el proceso penal subsiguiente. Más que acercarlas, las separa; más que posicionarlas en un diálogo, las echa al ruedo de la contienda.
Estructuralmente, el diseño normativo es para que las partes en un juicio se enfrenten estratégicamente. Se apuesta por la segregación “inevitable” entre partes contendientes. Algo como un duelo involuntario en el que alguien sale con una herida mortal y la otra persona sobrevive con resentimiento o grave sentido de culpa. El enfrentamiento entre personas acusadas y víctimas, que se agrava con penas desproporcionadas y fútiles, no puede llevar sino a la reproducción del sufrimiento que implica ser procesado penalmente, con todas sus consecuencias abrasivas en el ámbito policíaco y luego penitenciario, y ser revictimizada en cada etapa de ese largo proceso, donde lo menos que se incentiva es la reconciliación o el duelo, la tranquilidad o el sosiego.
Esta forma autoritaria de castigo, a imagen y semejanza de la educación tradicional de infantes, no tiene por qué abonar aún más al sufrimiento ya causado por el crimen. Puede ser, en todo caso, una oportunidad de repensar nuestras corresponsabilidades sociales y hacernos cargo como sociedad de un quebrantamiento normativo cuya repetición se pretende genuinamente evitar. Puede ser, además, un espacio de reconciliación en el que no sólo se pretenda reprocharle a alguien una conducta socialmente dañina, sino transformar en la medida de lo posible esas emociones de ira y resentimiento que tanto dolor producen. Es normal sentirlas cuando nos lesionan, o cuando entendemos que nos han agredido de alguna forma. No es, sin embargo, saludable potenciarlas ad infinitum para que se reproduzcan y desarrollen en un embudo interminable de sufrimiento.
III.
Para contemplar alternativas a un sistema cuyas dinámicas no abonan a la conversión de esas Furias, y que causa aún tantas otras reacciones emotivas provocadas por la violencia, lo primero que habría que hacer es escucharnos. Las dinámicas en los tribunales, y en muchas de nuestras instituciones, suelen ser la de reacciones inmediatas con fines puramente estratégicos. Las normas procesales no sólo incentivan a ello, sino que lo abrasivo de la desproporción de las penas no ayuda en ningún sentido. Se crean barricadas en vez de puentes; se implantan minas de tierra en vez de echarnos salvavidas. Nos enfrentamos con libretos más o menos predeterminados, dinámicas muchas veces predecibles, roles sociales muy poco abiertos a la espontaneidad y un sentido de competición que ciega las posibilidades de empatía y de compasión, o mínimamente de comprensión.
Escucharnos es una tarea necesaria en cualquier dinámica humana, si pretende ser humana y no automática. Nuestras normas político-criminales, a su vez, deben propender hacia una mayor cercanía democrática en vez de a un mayor alejamiento entre partes implicadas, entre personas ciudadanas. La legitimación democrática de toda norma aprobada mediante un procedimiento, a grandes rasgos, surge de la posibilidad de escuchar y ser escuchado/a en un espacio de igualdad y de respeto mutuo entre los potenciales afectados por esta. La capacidad de escucharnos, de considerarnos como iguales, como agentes racionales, es necesaria para la labor de comunicación intersubjetiva que debe protagonizar la deliberación de ideas en una democracia pluralista.
Esto no es lo que ha ocurrido, lamentablemente, con el Proyecto del Senado 1590 ni con el Proyecto de la Cámara 2476, los cuales con inusual premura pretenden hacer retroactiva la norma constitucional establecida en Ramos v. Louisiana, 590 U.S. ____ (2020) a casos finales y firmes en Puerto Rico. Decisión que fue adoptada localmente en Pueblo v. Torres Rivera, de 8 de mayo de 2020. No basta con estar de acuerdo con la retroactividad de esta norma para darse cuenta que el proceso legislativo ha sido tan atropellado como anómalo. Hay razones muy potentes para entender que la norma de Ramos debe ser aplicada retroactivamente a casos firmes. Existen fundamentos tanto doctrinales como político-criminales que favorecen esa determinación. Sin embargo, no podemos perder de vista las implicaciones que esta decisión –la que posibilita la retroactividad– conlleva en un sistema cuyos potenciales afectados no son solo las personas condenadas por veredictos no unánimes.
Esas potenciales personas afectadas por la norma deben tener la oportunidad de ser escuchadas y sus razones ponderadas por un órgano parlamentario que propenda a la mínima participación democrática. Ya se ha vuelto habitual la dinámica del descargue como parte de las medidas estratégicas para no deliberar sobre un tema que se utiliza instrumentalmente. En casos en los que se ventilan normas político-criminal, al menos, debería haber un esfuerzo genuino de atención de aquellos argumentos a favor o en contra de una norma que trastoca el ordenamiento. Más aún, de hecho, cuando la medida aplica retroactivamente una regla contraria a la Constitución de Puerto Rico. No olvidemos que lo decidido en Ramos implica una derogación tácita de una cláusula de la Carta de derechos puertorriqueña.
¿Abona este trámite legislativo a transformar positivamente un aspecto del sistema penal? Quienes creemos que la norma debe aplicarse retroactivamente, por la consustancialidad de la unanimidad como aspecto integral del veredicto de un jurado, esbozaremos razones por las cuales esta debe ser aprobada mediante un mínimo de legitimación democrática. Quienes estén en contra, o tengan reservas al respecto, merecen exactamente la misma oportunidad de ser escuchados/as en un ambiente en el que ambas partes, por difícil que parezca, deben estar abiertas a ser convencidas por las razones de la otra persona. Que intereses partidistas o meramente estratégicos sean los que guíen estos procesos, no nos quepa duda, no contribuye a enmendar un sistema penal cuyas violencias no hacen sino multiplicarse.
¿Cómo esta tramitación legislativa contrasta con la corriente de populismo punitivo que ha caracterizado la Política criminal puertorriqueña por décadas? De un modo radical, el populismo punitivo encuentra su contraparte en cierto populismo selectivo y estratégico que instrumentaliza la norma penal con fines muy diferentes a los propuestos. La posición hegemónica ha sido la de expandir el poder represivo del ius puniendi a grados tan desproporcionados e irrazonables que ya son tanto contraproducentes como estériles. Nuestro catálogo de delitos no hace sino crecer irrazonablemente y sus penas no contemplan otra opción que la reclusión y el aumento en severidad. Nuestras reglas de imputación se flexibilizan sin que mucha gente lo tenga en cuenta y las reglas procesales y beneficios penológicos se reducen y extinguen progresivamente.
IV.
La corriente expansiva, a nivel descriptivo, ha sido la propia del Derecho penal del enemigo, teoría defendida por Jakobs y coincidente con el Derecho penal de la tercera velocidad de Silva Sánchez. Su creación del enemigo, como también apuntó Zaffaroni en su momento, delata la selectividad y exclusión con la que el Estado de derecho se desintegra al considerar a ciertas personas como no-personas. Una especie de ráfaga de punitivismo que pretende anticipar la lesión de intereses y bienes jurídicos cada vez más difusos a través de medidas más propias de ámbito administrativo, pero cuyas consecuencias son las peores en el ámbito jurídico-penal. Esa ha sido la norma por décadas en la Política criminal de Puerto Rico, y cuya inefectividad, por no hablar de sus efectos contraproducentes, se evidencia en la alta incidencia de criminalidad violenta que ya es habitual y constante en la jurisdicción.
Siendo este el escenario tan coercitivo y nada humanizado de los procesos penales y penitenciarios en nuestro territorio, medidas como esta suelen crear la falsa ilusión de algún cambio, por mínimo que sea, en la visión político-criminal de la administración pública de turno. Sin embargo, su falta de disposición y apertura para esgrimir razones que fundamenten esta medida, así como para escuchar y ponderar racionalmente las que se esbocen en su contra, dejan ver que no se trata de un cambio de paradigma, sino de una potencial utilización electoral o estratégica de la norma propuesta. Norma que debería contar con fundamentos a favor y en contra que valoren su razonabilidad e idoneidad como parte de un sistema penal respetuoso con los derechos humanos.
Cada vez que se aprueba una norma que no fue producto de un proceso deliberativo mínimamente inclusivo y participativo, cuya corriente habitual es que sea en detrimento de los derechos de las personas privadas de su libertad o acusadas, procede una inmediata crítica hacia el déficit de legitimación que conlleva. Algo similar a lo que está ocurriendo con el importante proyecto de Código Civil y su atribulado proceso legislativo. En momentos en los que se aprueba una norma con la que se está a favor en sustancia, como sucede con la retroactividad de la decisión de Ramos a casos finales y firmes, la exigencia de legitimación debe ser la misma. Es lo mínimo que requiere la coherencia ético-política y la voluntad democrática de construir sistemas institucionales más humanizados, inclusivos y legítimos. El proceder de la Asamblea Legislativa con este trámite, sin embargo, no contribuye de manera procedimental a ello.
Se pierde, de esta manera, otra oportunidad de escucharnos e intentar crear un sistema penal y penitenciario menos deshumanizante. Se profundiza en acentuar ese carácter tan autoritario que distingue a los procesos penales como medios de generación de mayor sufrimiento que el causado mediante un crimen. Se aleja a las partes implicadas en la comisión de un delito. Se privilegia la estrategia sobre el entendimiento. Se ignora lo que tienen que decir personas que se verán directamente afectadas por la norma. Se sigue promoviendo un sistema cuya conciliación entre conciudadanos/as está cada vez más lejos. Se avivan, a su vez, las Furias latentes que nunca fueron enteramente neutralizadas y transformadas por la institucionalización de la norma legal. Se multiplican los sufrimientos que no nos atrevemos a mirar de frente y asumirlos como nuestros.
V.
Al principio de este ensayo se apuntó a la simbiosis que existe entre los valores ético-políticos predominantes y las corrientes político-criminales que sustancian el ordenamiento jurídico-penal. Los desvaríos procesales de la enmienda comentada no dejan de ser un ejemplo sobre este tipo de prevalencia valorativa de lo (hiper)individual, estratégico y autoritario del sistema que sirve de entorno. La enmienda puede ser celebrada como de vanguardia por reconocer garantías fundamentales en casos advenidos finales y firmes, pero no deja de ser parte de un entramado de sistema penal caracterizado por la expansión irrazonable de su poder represivo y su fracaso continuo en propiciar una posibilidad, por mínima que sea, de mayor cohesión social. Mantener un sistema penal propio de siglos anteriores, en los que la norma penal se ha instrumentalizado selectivamente como prima ratio en la atención de (aparentes) conflictos sociales, no es más que perpetuar un sistema que nos aísla, que nos castiga de forma contraproducente y que imposibilita una deseable mayor cohesión para efectos tanto de salud individual como colectiva. La anomalía de esta norma populista de corte electoral no invalida la ola constante de populismo punitivo que tanto ha erosionado las posibilidades de un sistema penal más humanizado y democrático.
Una democracia que respete mínimamente los derechos humanos internacionalmente reconocidos debe incentivar la construcción alternativa de un sistema penal que propenda a la cohesión social. Perpetuar el castigo estéril, innecesario y muchas veces contraproducente es apostar socialmente por generar más sufrimiento que el padecido en la comisión de un delito, tanto para la víctima como para la persona autora. Con los avances técnicos y de conocimiento que existen en estos momentos, sólo falta voluntad política para darle una vuelta a la tuerca a un sistema que no cumple mínimamente sus funciones pretendidas, como son la rehabilitación y reinserción social de la persona condenada o el legítimo resarcimiento a la víctima. Un sistema que asuma mayor grado de corresponsabilidad social por el hecho delictivo y que se fije como norte potenciar la mayor cohesión social allí donde ocurrió un quebrantamiento normativo importante, donde existe una herida tanto normativa como humana.
En fin, un sistema que no castigue mediante la fuerza bruta a quienes se configuran como una otredad enemiga en sociedades notablemente desiguales, sino que auspicie su mayor integración social en procesos menos violentos y más resocializadores. Para esto, urge una reforma penal con otras coordenadas y dinámicas que no sean las que imperan en nuestros procesos institucionales de ordinario. Tomarnos en serio el grave problema de incidencia criminal en Puerto Rico conlleva diagnósticos certeros y medidas tanto eficientes como efectivas. Una reforma penal que gravite entre tres puntos político-criminales cardinales que puedan cambiar el paradigma hegemónico de utilización arbitraria e irrazonable de la norma penal como símbolo vacío de represión selectiva. Aquí un esbozo preliminar de tres puntos que pueden servir como guía no exhaustiva.
- Todo Estado democrático de derecho debe considerar a sus integrantes como personas derechohabientes y con obligaciones propias de una sociedad que aspira a la mayor cohesión social posible. El ordenamiento penal no debe soslayar el objetivo de servir para una mayor integración entre personas consideradas iguales, ya no sólo por mandato constitucional, sino por imperativo ético-político del propio sistema democrático de gobierno. El sistema penal debe ser uno de la persona ciudadana –en sentido amplio– y no adoptar otras características más propias de sistemas poco o nada democráticos. No es aceptable, bajo ninguna circunstancia, el llamado derecho penal del enemigo ni sus sucedáneos camuflados de alegado derecho penal del ciudadano. El sujeto del sistema penal no debe ser ni un chivo expiatorio ni un medio instrumental para fines incompatibles con la cohesión social. La selectividad arbitraria o antidemocrática no debe tener cabida en un sistema penal de un Estado constitucional y democrático de derecho. Los sujetos afectados por el sistema penal, por lo tanto, deben ser considerados fines en sí mismo, bajo parámetros que materialicen la inviolabilidad de la dignidad humana. El Derecho penal debe ser, strictu sensu, Derecho penal del hecho, no de autor.
- Las sanciones del sistema penal no deben promover ni propiciar más sufrimiento que el provocado, en su caso, por el fenómeno criminal consumado. Históricamente, el castigo, como respuesta a la realización de un delito, ha utilizado la irrogación de un mal mediante la imposición de una pena –por eso el nombre– proporcional (en el mejor de los casos) a la culpabilidad del individuo condenado. El esquema de castigo tradicional pretende reaccionar violentamente, por más sofisticada que sea la manera, con una respuesta que le provoque dolor y sufrimiento a la persona condenada. Es una dinámica propia, y aún más extrema, del autoritarismo que ha guiado la propia crianza ordinaria de niños/as basada en premios y castigos. Un Estado de derecho democrático debe contemplar maneras alternas de respuesta ante un crimen que no provoque mayor sufrimiento que el ya generado con la propia comisión de éste. Aunque la respuesta conlleve cierta carga onerosa para la persona condenada, como puede ser el llamado trabajo comunitario o la participación en cursos de instrucción, a lo que debe aspirar la sanción penal es a provocar el menor grado de sufrimiento en una persona que debe continuar siendo parte, en la medida de lo posible, del tejido social. Por lo tanto, las penas de reclusión deben ir desapareciendo progresivamente como transición a maneras de reproche que sean más humanizadas, proporcionales, efectivas y acordes con la normativa más elemental de los derechos humanos.
- El sistema penal no sólo debe cumplir una función social de reiteración del vínculo normativo de la norma democrática infringida. Por lo dicho anteriormente, también debe posibilitar al máximo mecanismos de conciliación entre personas involucradas en un hecho delictivo. Mecanismos que eviten el enfrentamiento competitivo innecesario y el belicismo estratégico entre conciudadanos/as, y que creen circunstancias propicias para el mejor entendimiento entre estos/as, pese a las insalvables diferencias que puedan permanecer latentes durante un proceso penal. La integración y cohesión social podría ser una función básica en momentos en los que las violencias concretizadas en un crimen y en sus consecuencias pueden provocar todo lo contrario. El sufrimiento de una víctima no se redime ni aplaca de forma saludable con más violencia, como podría ser la institucionalización de la ira vengativa o un proceso en el que las partes se contemplen como competidoras. Ese sufrimiento puede, de hecho, agravarse por la revictimización de un sistema basado en la competencia autoritaria. Que las sanciones sean más humanizadas y proporcionales puede contribuir a procesos en los que se privilegie el entendimiento humano en vez de la reacción constante a la defensiva. Curar heridas provocadas por un crimen también debería conllevar atender aquellas que fueron determinantes en provocarlo. La solidaridad no debería ser una excepción, sino un valor democrático que impregne nuestros procesos jurídico-penales y penitenciarios.
Existen maneras alternativas de concebir un sistema penal que abone a sociedades más solidarias y cohesionadas. Instrumentalizar la norma penal como prima ratio; concebir al sujeto de delito como enemigo o no-persona; abandonar la responsabilidad estatal y social por los focos criminógenos, y apostar por seguir perpetuando el sufrimiento de la víctima mediante la imposición de un sufrimiento equivalente o mayor al autor de un delito, son estrategias tan poco democráticas como abiertamente ilegítimas en un Estado de derecho. La ley penal no debe seguir siendo un balón proselitista que se utilice arbitrariamente. Es de democracias maduras contemplar maneras diferentes de sanción que no sean las propias de siglos pasados, cuya caducidad suele ser tan evidente como contraproducente.
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Referencias:
Nussbaum M. La ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia. México: Fondo de Cultura Económica (2018).
Jakobs G.; Cancio Meliá M. Derecho penal del enemigo. Madrid: Civitas (2003).
Silva Sánchez J. M. La expansión del derecho penal. 3ra ed. Madrid: Edisofer (2011)
Zaffaroni E. R. El enemigo en el Derecho penal. Madrid: Dykinson (2006).
[1] Weil S. Echar raíces. Madrid: Trotta (2ed. 2014). Pág. 36.