Diez preciadas obras dramáticas
Para Lowell Fiet
Cada uno de los dramaturgos estudiados nos ha obligado a recrear con ellos su obra, si queríamos entenderla y apreciarla.
-Piri Fernández de Lewis
Orestes, de Eurípides (408 a.C.)
De familias disfuncionales sí que los griegos sabían, y aquí Eurípides nos presenta otra versión de esa infame y nefasta estirpe de Atreo. Fieles a su linaje, no hay vileza parricida a la que estos personajes no se abandonen y, para colmo, con regusto. Infanticidios, canibalismo, homicidios, matricidios, en tantas reuniones familiares. Como antes Esquilo en su Orestíada, Eurípides utiliza el mito para dirimir asuntos de justicia, sólo que en su versión no ofrece resolución alguna. En el episodio central, el concienzudo debate sobre la justificación del matricidio y la pena de muerte para los victimarios queda en suspenso, la cuestión de justicia sin solución casi hasta el final, en que Orestes, Electra y Pílades se nos revelan como unos vulgares gángsters. Pero Eurípides no se conforma con exponer el nadir de una fraudulenta clase dirigente de la que podríamos cómodamente desatendernos. Por el contrario, el lodazal de la corrupción nos arropa a todos, gracias a un inverosímil final que dista muchísimo de ser una conclusión. Cuando sus personajes alcanzan un nivel de depravación del que no es posible recular y ya no pueden caer más bajo, Eurípides introduce un deus ex machina –Apolo, el más macharrán de todos– quien saca de la manga un inaceptable final feliz, con doble boda, inclusive. Se mantiene así el conflicto político completamente irresuelto y, derramando tanta ironía, Eurípides traslada el fango de la escena a la platea para que sin remedio confrontemos nuestra cobardía y deshonestidad. (Brecht quiso hacer lo mismo al final de La ópera de los tres centavos, pero no le quedó tan exacto.) Un brillante recurso dramático, digno de quien siempre hizo de su osada escena un espacio de controversia colectiva. Queremos tanto a Eurípides.
Casa de muñecas, de Henrik Ibsen (1879)
Llegamos a esta obra no por Ibsen, sino por el aún más amado August Strindberg, a quien esta pieza lo sacaba por el techo y con razón. (Véase su colección de relatos Casarse de 1884.) Incomprensible este asunto de sugerir que obras como esta “capturan el alma de la mujer” (¿?), entre otras tantas pamplinas. Razonemos, por favor: esto lo escribió un hombre. Nora Helmer no es una mujer, como tampoco lo son Emma Bovary o Molly Bloom. (Por lo menos Flaubert tuvo la decencia de admitirlo.) La más obvia realidad es que para obras que “capturen el alma de la mujer”, tenemos que acceder a aquellas escritas por mujeres, por ejemplo: Gertrude Stein, Marguerite Duras, Myrna Casas, Sarah Kane. Entonces hablaremos. Ibsen se da a la tarea de probar la sentencia de Simone de Beauvoir de que “el matrimonio tiene como correlato inmediato la prostitución” (544). Cumple en demasía, pues en su pieza las conversaciones entre el banquero y su esposa giran siempre en torno al dinero y las compras en gangas. Muerte al amor romántico y, con ello, al sentimentalismo pequeñoburgués del “lo hice por amor”, pues quien vive de la explotación capitalista será su víctima inevitable, como de Marx aprendimos. Hasta la misma Nora tiene que enfrentar esa triste realidad e Ibsen es inclemente con ella. En la que resulta ser la escena más brutal y violenta de la obra, Nora, en busca del dinero que pueda salvar su reputación, baila y le pasa sus medias por la oreja al Dr. Rank; con ello, la esposa queda humillada a buscona y Beauvoir reivindicada. Sacudido por las mentiras y manipulaciones que amenazan su identidad social y económica, el esposo repudia a Nora, quien sin alternativas abandona su matrimonio y maternidad para lanzarse a la propia búsqueda vital. Nace así una heroína moderna. Pero queda uno preguntándose a qué se dedicará entonces ella, que lo único que sabe hacer es mentir y comprar. Una obra genuinamente controversial, que nos lo diga Strindberg.
La pasión según Antígona Pérez, de Luis Rafael Sánchez (1968)
La gran épica del dictador latinoamericano. El tema ha sido trabajado por tantos novelistas (Asturias, García Márquez, Roa Bastos, Vargas Llosa), pero Sánchez le brinda al teatro su composición definitiva. Si bien echa mano del mito griego y el clásico de Sófocles, su versión es aún más severa al mostrar a su personaje Antígona completa y totalmente sola en su contienda, traicionada por todos, sin excepción. El puertorriqueño Sánchez sabe bien de qué habla, pues ha visto cuán abandonados, ignorados y despreciados quedan los héroes que en la colonia han ofrecido su vida por nuestra dignidad. Así, su Antígona. Maravilla el contraste entre la crueldad de la historia y la belleza de los lenguajes que se elaboran para contarla. Coro y personajes asumen cada uno un habla muy particular, en una diversidad expresiva que evidencia con precisión los conflictos y contradicciones de esa sociedad. El cierre de la obra es el modelo esencial, obligatorio, para cualquier dramaturgo que pretenda hacer un trabajo pertinente a su colectividad. Tras concluir propiamente la acción dramática, Sánchez procede a impugnar el teatro burgués, específicamente yanqui, encarnado aquí por Edward Albee, Richard Burton y Elizabeth Taylor. De la acción pasamos a la reflexión del dramaturgo, quien proclama su ética artístico-política a la vez que devuelve la obra al inestable momento presente. Una sonora bofetada final a ese ingenuo espectador que piensa que el mito clásico y el dictador bananero no hacen mella en su vida, que cree que las luchas políticas no tienen nada que ver con las estrellas de cine, que ignora que los conflictos vitales pueden y deben asaltarnos en una sala de teatro.
El mercader de lamentos, de Fernand Crommelynck (1913)
En su manifiesto “La pintura futurista” de 1910, Boccioni, Carrà, Russolo, Balla y Severini se declaran “contra el desnudo en la pintura, tan empalagoso y opresivo como el adulterio en la literatura”. También el teatro y la ópera –pensemos en el Pagliacci de Leoncavallo– se han nutrido de esos “empalagosos y opresivos” triángulos amorosos, los mismos que cualquier dramaturgo serio que se precie de serlo justamente evita. Pese a la banalidad del tema, Crommelynck, cuya obra de banal nada tiene, se las ingenia para innovar con la manida historia del hombre mayor casado con muchacha infiel. Desarrolla su acción en una encantadora tienda de antigüedades a la que penetra una galería de provincianos y coloridos personajes sacados de anodinas comedias fresita. Nada más engañoso, pues tantos lacitos rosa finalmente se despedazan en un imprevisto acto violento que anula el adulterio como asunto principal para dar paso a un problema más complejo: el de la cotidiana degradación de los valores que dignifican al ser humano. Este es, sin duda alguna, el singular talento de Commelynck: nunca nos da la seguridad de si estamos ante una comedia o una tragedia, una acción trivial o una grave, una belleza o una atrocidad. Como la vida misma.
The Way of the World, de William Congreve (1700)
La obra que saca por el techo a media humanidad, pues argumento más complicado y enrevesado que este no hay. Nimiedades, sin embargo. Congreve erige una sólida estructura dramática con un control seguro de los tantos virajes que justo hasta el mismo final da su trama. Todas las relaciones de sus personajes se desenvuelven bajo el signo del dinero y el adulterio; de un pájaro, las dos alas. La gran interrogante: si es posible el amor bajo las reglas sociales que derivan del capitalismo. Congreve ya sabe que no. Ningún vínculo amoroso en esta obra está exento de consideraciones económicas y son éstas las que a la postre determinan las uniones y separaciones. Como en toda comedia tradicional, los jóvenes amantes se rebelan contra el viejo orden para dar paso a nuevas normas. En este caso, el señor Mirabell (“Milagro bello”) y la señorita Millamant (“Milamantes”) litigan, cual transacción jurídica, las condiciones de su futuro matrimonio, en una de las escenas de amor más insólitas del teatro occidental. Las pragmáticas exigencias de Millamant para consentir ser esposa de Mirabell harían desfallecer a Nora Helmer y dejarían a Simone de Beauvoir desempleada: “I’ll never marry, unless I am first made sure of my will and pleasure”. El control de su economía del que gozan algunos de los personajes femeninos es lo que las aventaja al manejar su vida amorosa y, pese a las maniobras de los hombres, son ellas las que dirigen las acciones y sus desenlaces: “así va el mundo”. Teatro dentro de un teatro, los personajes reconocen que todo el tiempo actúan un rol, y Congreve intensifica su teatralidad al hacerlos recitar conocidos parlamentos dramáticos y literarios. En uno de los momentos más divertidos de la pieza, Lady Wishfort, ante la inminente llegada de un ansiado amante, echa a un lado toda su finura para ensayar varias poses que puedan ofrecer una contundente primera impresión. La conciencia teatral alcanza su cénit cuando afloran de boca de Lady Wishfort los nombres de los más agrios críticos coetáneos de Congreve, justo en la obra en la que celebra todas las “indecencias” que éstos le censuraron: pa’ que se chupen esa en lo que les monda la otra. (Detalle de interés local: tras esta pieza, Congreve abandona el teatro para concentrarse en su carrera política, que lo lleva a residir por varios años en la antillana isla de Jamaica, desempeñándose como esclavista explotador imperialista británico, maldito. Nos preguntamos si en alguno de esos viajes habrá desembarcado en Puerto Rico y si le habrá contado de ello a Voltaire, cuando éste lo visitó en Londres en 1726.)
La decisión, de Bertolt Brecht (1930)
Brecht nunca escribió una obra más experimental que esta, tan llena de lecciones de dramaturgia como para generar miles de otras. Es la obra que se le hizo intolerable tanto a los soviéticos como al FBI y hasta al mismo autor, quien se obligó a sacarla de circulación a causa de las malintencionadas lecturas que la tergiversaban como justificación de las purgas estalinistas. Para latinoamericanos, empero, esta pieza nos es una historia inmediata y familiar. El joven militante que se sacrifica por la liberación de los otros, el bien común sobre el bienestar individual. Estúdiense los testimonios de cubanos, nicaragüenses –por mencionar dos ejemplos– para ver cuán puesta sobre la realidad está esta pieza. Su uso del lenguaje tiene la misma precisión que la del libro que lo inspiró, El capital de Marx, escritura rigurosa por demás. El episodio de la cena con el mercader incluye el más puntual y hermoso de los análisis del concepto marxista de la mercancía y el valor de cambio, cantado por el capitalista: “Qué sé yo lo que es un hombre./ Qué sé yo quién lo sabrá./ Yo no sé lo que es un hombre./ Solamente sé su precio”. La más útil cualidad de esta obra es la de reconocer la identidad individual en un mundo, el de la explotación, que la niega. De paso, Brecht remata la noción burguesa del heroísmo como excepcionalidad. Aquí el heroísmo se define desde la tradición asiática: es héroe quien anónimamente asume las cosas como son y en beneficio de su colectividad. Pronuncia Pedro Albizu Campos: “Donde quiera que se ha levantado un hombre o una mujer para ofrendar la vida para que un hombre no sea esclavo, para que una patria no sea una esclava, ese hombre o esa mujer merecen la reverencia eterna, la gratitud eterna” (Acosta 135). Y concuerda Juan, el Evangelista: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (15:13).
Los negros, payasada, de Jean Genet (1959)
Diríamos que Genet carece del don del laconismo y el silencio. Porque, qué mucho hablan estos personajes. Hasta Julio Cortázar alguna vez le reprochó el tono “declamatorio”, a veces “púrpura”, de su escritura y con cierta razón. Sin embargo, todo se lo dispensamos ante la brillantez de sus propuestas para la escena. Genet respira teatro como pocos y como pocos maneja el complicado juego de espejos que supone el teatro dentro del teatro dentro del teatro. Un grupo de trece actores negros ofrece a un grupo de personas blancas –el público– un entretenimiento: un rito funerario para celebrar el asesinato al azar de una mujer blanca. Una “Corte” de funcionarios blancos (actores negros con máscaras blancas reducidas que exponen la verdadera piel negra) es testigo y juez de la ceremonia, como caricatura del poder hegemónico francés. Eventualmente descubrimos que no ha habido tal asesinato y que este “entretenimiento” es sólo una distracción para ocultarle al público el ajusticiamiento, tras bastidores, de un traidor negro. Genet no es Brecht y esta ejecución carece de los escrúpulos éticos de La decisión; el tono predominante, por el contrario, es el celebratorio, la entrega sin remilgos a la inevitabilidad de las acciones políticas. La persistente verbosidad funge como máscara protectora de aquellos que realizan actos revolucionarios intolerables al poder y el orden. En su propuesta política, Genet desmonta los valores racistas de la sociedad blanca francesa, particularmente su cultura, igualmente hija de la explotación imperialista. El mayor acierto de la pieza es la manera en que abiertamente sitúa a su blanco público en el espacio del enemigo. Ejemplar resulta la instrucción de Genet de exigir gente blanca en el auditorio y que, de no haberla, resulta obligatorio colocar un maniquí blanco iluminado al centro de la platea. Para que ningún blanco pueda abandonar ese teatro sin, literalmente, temer por su vida. Bello.
Box and Quotations from Chairman Mao, de Edward Albee (1968)
Albee ha sido la bête noire de varios dramaturgos contemporáneos puertorriqueños, particularmente René Marqués, quien tildaba su dramaturgia de “fracaso”. Sin embargo, Albee sí tiene lo suyo y estas dos piezas, precisamente por lo inusuales en su producción, resultan modélicas. (Tanto que se les reclama a los latinoamericanos de depender de modelos europeos. Ni que fuéramos los únicos. Albee sin los franceses nada es, así que basta de complejos y basta de menoscabar, por dar un ejemplo, al formidable Emilio S. Belaval.) En la primera y más breve de las dos piezas, una caja ocupa todo el escenario. “Caja”, con voz de mujer, reflexiona sobre la pérdida de la vida artesanal, la ruptura con la naturaleza y sus penosas consecuencias. En la segunda, cuatro pasajeros –cuatro lenguajes– en un viaje trasatlántico monologan aislada y simultáneamente, a saber: una dama cuenta su biografía de abandono y soledad con intento de suicidio, un ministro la escucha sin jamás añadir palabra, una pordiosera recita un poema popular sobre una madre abandonada a la miseria por sus hijos, y el propio Mao Tse-Tung aboga por la lucha armada en contra del imperialismo estadounidense y pronostica su inevitable y violenta caída. Ocasionalmente, Caja interrumpe estos estáticos monólogos con el suyo: “When art hurts. That is what to remember.” Irresistible.
Cristal roto en el tiempo, de Myrna Casas (1960)
El asunto no cesa de dar frutos, este de la familia venida a menos y obligada a la prostitución, como metáfora de la sociedad colonial puertorriqueña. El denso pesimismo de esta pieza confirma la tesis de René Marqués (publicada en 1958) de que no hay respuesta más afirmativa al traidor “optimismo” del poder colonial que el pesimismo. Casas trabaja la degradación y extinción de una sociedad de forma implacable, dejando fluir la pausada acción como quien no quiere la cosa, mientras va acumulando desastres. Deslumbra el manejo virtuoso de diversas voces que van contando la historia de esta bancarrota, tanto desde el presente como desde el pasado, máxime si recordamos que Casas compone la obra, su primera, a sus veintiséis años: el auspicioso inicio de una imponente trayectoria en nuestro teatro nacional. Lo más valioso de su dramaturgia es la confianza y el respeto hacia la inteligencia del público. Todo lo enuncia sin necesidad de repetir, explicar o machacar a la manera del teatro-mercancía. Casas, para nuestra ventura, sabe que el público bien puede pensar por sí mismo y que, al decir de Artaud, “reacciona siempre positivamente cuando la verdad se le manifiesta” (87). Consideremos que en esta pieza dominan la acción dramática las mujeres, desertadas todas por hombres pusilánimes, pero asertivas ellas aún en su derrota. No obstante, la casa es la principal protagonista. En sus acotaciones escenográficas, la autora especifica que ésta se presenta sin paredes, por lo cual la verdadera “casa” resulta ser la gran caja de la sala de teatro; el público completo, su residente. Con toda autoridad, la tronchada casa/nación nos increpa: “Sois vosotros los únicos culpables de la derrota, porque la cobardía es el camino más fácil a seguir”. Imprescindible, sí.
Illusions of a Revolving Door, de Pedro Pietri (1973-79)
Este es el gran clásico del teatro puertorriqueño que prácticamente nadie reconocerá como tal. Quienes piensen que el teatro es únicamente un espacio de diálogo narrativo entre personajes, jamás aceptarán estas tres listas de frases sin aparente concepto escénico. Peor para ellos. La primera parte es una reflexión sobre el acto teatral que consiste de quinientas sugerencias de acciones que el público puede realizar durante la presentación (“1. You can leave before it starts. 2. You can leave before it finishes. 3. You can leave before it starts and after it finishes.”). La segunda, un “intermedio” de casi trescientas líneas repetitivas en el que Pietri sopesa la subjetividad de la experiencia y su expresión lingüística: “HOW HUMID IS HUMID/ HOW ORDINARY IS ORDINARY/ HOW IRRATIONAL IS IRRATIONAL”. (Encontramos una sola línea duplicada, “outrageous”; ¿cuántos epítetos hay que manejar para componer semejante texto?) La tercera parte es una observación del espacio privado del poeta que paulatinamente se va abriendo hacia el mundo exterior, en un movimiento que se inicia en la maquinilla del escritor y concluye en una simultánea boda/funeral. Este es el mundo de la alienación, del desamparo, de la angustia de existir en un sistema, el capitalismo, que suprime toda humanidad. El Nueva York que revela es el espacio de la degradación absoluta, en el que tanto las palabras como las cosas se falsifican a beneficio del capital. “Mira la Estatua de la Libertad”… “mira las tetas de silicón”… “míralas y mastúrbate”, son las desoladoras sugerencias que recibe el público. Un pesimismo apropiadamente oscuro, expresado en un lenguaje radiante, concienzudo, liberador. Comenta René Marqués: “el escritor pesimista presenta siempre su denuncia, implícita o explícita, ante ese alguien a quien él cree responsable y de quien espera obtener –fe recóndita, secreta esperanza– una respuesta, quizás una feliz solución” (83). Sin dudas, un portentoso regalo para arrojados teatreros.
Obras citadas:
Acosta, Ivonne. 1993. La palabra como delito. San Juan: Editorial Cultural.
Artaud, Antonin. 1978. El teatro y su doble. Barcelona: Edhasa.
Beauvoir, Simone de. 1999. El segundo sexo. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
Marqués, René. 1972. Ensayos. San Juan: Editorial Antillana.