Doblez: una escultura de Elizabeth Robles
Para Manuel Negrón
Ah! Seigneur! donnez-moi la force et le courage De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!–Charles Baudelaire
La primera, y visceral, reacción ante esta pieza es la de desviar rápidamente la mirada hacia cualquier otra cosa. Excéntrico arte este de Elizabeth Robles, que de inmediato nos convida a rechazarlo. Contradictoria reacción, también, esta que reconoce que, pese a la repugnancia, nos encontramos ante una obra de arte, pues, ¿qué otra cosa podría ser?
Enseguida, sumergidos en un incómodo revoltijo de desagrado, curiosidad e incredulidad, nos acercamos a la pieza, no para observarla, sino para confrontarla. Probarnos a nosotros mismos que podemos afrontar esa insospechada monstruosidad.
Doblez (2011) es una pieza muy sencilla, compuesta de tres elementos. Una mesa de acero inoxidable muy pulido sobre la cual se encuentra atornillado un sostén giratorio para ruedas; empotrada sobre éste, y en vez de una rueda, hallamos una forma orgánica realizada en cera, lino y pigmento. La mesa sugiere aquellas utilizadas en las cocinas profesionales, así como también las destinadas para experimentos científicos, disecciones quizás. Por tratarse de objetos conocidos, familiares, ni la mesa ni el sostén de ruedas nos perturban. La causante de nuestra desazón es la forma orgánica, la incomprensible presencia de tal engendro sobre tan prístina superficie.
Inexplicable es también la forma orgánica. Reconocemos un objeto de esos que, a falta de otro apelativo, solemos llamar “orgánico”. Al igual que en otras esculturas de Robles, este objeto sugiere vísceras, órganos, organismos en estado embrionario o de descomposición, nunca del todo claro. Una inspección detenida nos descubre el goce de la artista en la creación de transparencias y elaborados juegos con el color, marca habitual en la obra de Robles. Sin embargo, a diferencia de otras de sus esculturas, la “masa orgánica” de Doblez sugiere una parte bien específica del cuerpo, pues un pene parece ser parte de la misma. Simultáneamente, el complejo conjunto de la “masa informe” torna ambigua la identificación de ese objeto con un “pene”; desconfiamos de la apreciación inicial, inclusive nos esperanzamos con la equivocación, aun si la forma “pene” sigue, obstinadamente, ahí.
Ese, precisamente, es el horror. Nuestro registro visual de un objeto/pedazo de cuerpo colocado sobre un sostén de ruedas como si fuera ¿un espécimen de laboratorio?, ¿la evidencia de un crimen cometido?, ¿el resultado de una acción innombrada?, ¿de un acto impensable?, ¿un trofeo? El horror de no saber, de no reconocer, de no querer reconocer. Nuestra observación detenida nos deja igualmente con la interrogante: ¿qué cosa vimos? Desconcertados, acudimos al título, Doblez, que nos lanza otra incógnita. No describe el objeto, por lo cual nos obliga a pensarlo. Con el título, Robles nos tiende la mano para sacudirnos de la repulsión visual inicial y guiarnos a “regiones más verbales”, en palabras de Duchamp.
La obra escultórica de Elizabeth Robles cumple con la exigencia de Adorno de hacer un arte de imposible consumo como respuesta a la mercantilización capitalista del acto artístico. El maestro alemán señala que en el mundo contemporáneo la expresión sólo es posible en la mudez, que la belleza sólo es posible cuando deja de serlo, que el arte sólo puede darnos una imagen de la humanidad en la deshumanización. La realización cabal de un arte así exige “la participación activa y concentrada” de los espectadores, la obligación de entregarnos a “la percepción intensiva” de especificidades, “no mera contemplación, sino praxis” (Adorno).
Nuestra escultora, sin embargo, no hace arte para cumplir con las propuestas del filósofo. Robles hace arte para sus compatriotas, los puertorriqueños. Por ello, nos planta sobre la mesa nuestro horror cotidiano, para enfrentarlo en toda su crudeza. La crueldad de su presentación –esa superficie aséptica, luciente– coarta toda posibilidad de que la violencia pueda convertirse en objeto de delectación estética, en chiste, o en rutina ordinaria. El objeto se niega a someterse a su entorno, ni siquiera como “objeto de arte”.
La rigurosa práctica escultórica de Elizabeth Robles es un reto no sólo a nuestra sociedad, sino a la actividad artística misma. Le da la espalda a la aprobación pública, a la decoración de interiores, al cacareado “éxito artístico”. Su realización exige valores tradicionales, con una experimentación técnica laboriosa, manual, solitaria, alejada de nuevas tecnologías y tendencias de mayor aceptación. El desafío es su divisa.
Adorno señala que un arte tal, por su “seriedad, riqueza, e integridad…suscita el resentimiento”. En Puerto Rico, no obstante, preferimos pensar que la presencia de tal arte entre nosotros suscita esperanza, por ser signo saludable y vital de que la subversión existe, de que no nos hemos rendido, de que, por sobre toda angustia, podemos contemplar nuestro corazón y nuestro cuerpo sin asco.