¿Dónde están los terroristas?
“No more hurting people. Peace.” -Martin Richard
“Pero la democracia no puede imponerse a punta de pistola exterior, aunque esta sea bien intencionada. No nace de las cenizas de la guerra, sino de la historia de lucha, trabajo cívico y desarrollo económico.” -Benjamín Barber1
“El Estado de derecho no corre peligro por las emergencias [terroristas] en sí, sino por la utilización politizada del riesgo para justificar medidas de emergencia que no son realmente necesarias para enfrentarse a la amenaza que acecha.” –Michael Ignatieff2
De pequeño, recuerdo que abuela Leya solía poner paz a las peleas entre sus nietos diciéndonos: “La violencia nada engendra, solo el amor es fecundo”. Y ante el consabido “él empezó”, nos neutralizaba con otro conocido refrán: “La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”. Sencillísimas palabras con las que abuela fue formando nuestro entendimiento del tema de la violencia.Recientemente recordé sus palabras, a raíz de lo ocurrido en Boston con la explosión de las bombas que dejaron el saldo de tres muertos y más de un centenar de heridos. Luego de corroborar que mi hija y otros amigos se encontraban sanos y salvos, me puse a ver los noticiarios con sus imágenes de las explosiones, el correcorre, los heridos, los espectadores incrédulos y la valentía de los socorristas. Me preguntaba ¿qué perseguirían los autores de ese atentado al decidir malograr los eventos deportivos del maratón de Boston colocando entre la multitud de espectadores sendos artefactos explosivos diseñados para causar el mayor daño humano posible? ¿Qué tipo de gratificación buscaban?
Al momento de escribir estas líneas el Gobierno estadounidense informaba que los alegados responsables actuaron por motivos religiosos. Recordé entonces un escrito del laureado escritor portugués, José Saramago, titulado El factor Dios ((El País, 18 de septiembre de 2001.)) en el cual arguye que entre todos los actos de violencia, ninguno es tan abominable como aquel que ordena matar en el nombre de Dios. Al respecto señaló:
Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda a matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no solo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir.
Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel.
No me atrevo a polemizar con Saramago. No obstante, tiendo a pensar que al menos igual de absurdo, criminal y ofensivo a la razón como las matanzas en el nombre de Dios, es el asesinar y sembrar el terror en nombre de la democracia. Especialmente, cuando se trata de terror propagado por el propio Estado.
El asesinato de civiles inocentes e indefensos no tiene justificación alguna, bajo ninguna circunstancia. Pero una cosa es la irracionalidad que cabe esperarse de una persona o un grupo de individuos movidos por extrema desesperación o incluso por cierto grado de perturbación mental, y otra es que un Estado organizado incurra en ese mismo tipo de actuaciones. Y sin embargo, al igual que señala Saramago con relación a las muertes en el nombre de Dios, también en el caso de las muertes de inocentes a manos de Estados democráticos, “la mayoría de los creyentes fingen ignorarlo”.
Muy pocas veces reconocemos como actos de terrorismo la matanza de inocentes indefensos por Estados organizados. Al contrario, los celebramos como si tuviesen un derecho incuestionable a defender su estilo de vida (y de imponérselo al mundo) sin miramientos, y a cualquier costo. ¿Cómo se puede justificar como una victoria de la democracia la matanza indiscriminada de civiles inocentes provocadas por las bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en momentos en que Japón buscaba negociar su rendición? ¿O las lluvias de fuego provocadas por las bombas de napalm sobre villas campesinas vietnamitas? ¿O los ataques a los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila? ¿Cómo es que tantos alegados amantes de la democracia justificaron el apoyo del gobierno norteamericano a las dictaduras militares de la America Latina, con su amargo saldo de torturados y de desaparecidos; a los fines de frenar una supuesta “expansión comunista”? Recordemos el infame eslogan de moda bajo el reaganismo que declaraba su receta para el planeta: “better dead than red”. ¿Cómo justificar el que para arrestar al presidente Noriega de Panamá y poder juzgarlo en tribunales norteamericanos (bajo cuyas leyes se le presumía inocente), fueran condenados a muerte los habitantes del Barrio El Chorrillo? ¿Por qué tenían que pagar los niños y ancianos de Bagdad, el que otro examigo de Washington también se peleara con aquellos? Todos esos son ejemplos de matanzas de personas indefensas promovidas, no por individuos locos o desesperados, sino por gobiernos organizados, en alegada defensa de la democracia. Parece que ya nos hemos acostumbrado a que a nombre del ideal de la democracia, se encierren personas sin ser debidamente procesadas, se obvien derechos civiles, se torture y se toleren las muertes de miles de inocentes.
El principal orador en los actos de recordación de las víctimas de las bombas de Boston lo fue, nada más y nada menos que el presidente Obama, quien desde el púlpito condenó la violencia insensata contra víctimas inocentes, incluyendo a niños como el pequeño Martin Richard, de quien citó la frase que introduce este escrito. Nadie se planteó que Obama se ha distinguido por ser el presidente que más asesinatos políticos individuales ha autorizado, los que han sido efectuados mediante el uso de los famosos drones (avioncitos dirigidos a control remoto con cargas explosivas). Tanto así, que el intelectual norteamericano Noam Chomsky se ha referido a esa política como “Obama’s Global Assesination Campaing”. Con respecto de tal campaña de ataques con drones para asesinar “preventivamente” a alegados dirigentes terroristas alrededor del globo, se ha estimado que una tercera parte de los muertos que se producen, son víctimas inocentes.3 Transeúntes que se encontraban en el momento equivocados en el lugar equivocado, tal como los espectadores del maratón de Boston; incluyendo niños como Martin Richard. Pero Obama, sin la menor preocupación, se sintió con la autoridad moral de condenar a quienes perpetran ataques indiscriminados contra víctimas inocentes (en territorio estadounidense).
Me pregunto, ¿cómo es posible que nos estremezcamos tanto ante la muerte sin sentido de Martin, ese pequeño de apenas 8 años que murió en Boston; sin que en cambio nos conmuevan mínimamente las muertes de tantos niños igualmente inocentes en el resto del planeta? ¿Qué hace a Martin tan distinto de los miles de otros niños que en todo el mundo resultan víctimas inocentes de las llamadas guerras contra el terrorismo de Estados Unidos? ¿Será acaso la etiqueta de “daño colateral” con la que de antemano sus victimarios bautizan a los niños que no son norteamericanos? ¿O será la importancia que le concedieron los medios globales de comunicación de masas a Martin, destacando repetidamente la tragedia de su muerte, mientras selectivamente obvian la de tantos otros? ¿Cuándo comprenderá el pueblo estadounidense que los mismos argumentos que utiliza su Gobierno para justificar sus asesinatos en el resto del planeta, son exactamente los mismos que suelen utilizar sus adversarios para atacarlos? ¿Cuándo aprenderemos a condenar indistintamente cualquier y todo tipo de ataque indiscriminado contra personas inocentes e indefensas, independientemente de quienes sean los que los efectúan, de sus intenciones, su nacionalidad o creencias?
En los actos de recordación de las víctimas de los bombazos de Boston, Obama dijo lo siguiente: “That’s why a bomb can’t beat us. That’s why we don’t hunker down. That’s why we don’t cower in fear. We carry on. We race. We strive. We build, and we work, and we love — and we raise our kids to do the same”. Igualmente, puedo imaginarme a muchos de los llamados “enemigos de la democracia” declarando el mismo tipo de cosas, mientras entierran a sus muertos por ataques de drones.
No hay que ser un experto para percatarnos de que esa doble moral que excusa los ataques contra civiles indefensos minimizando las pérdidas de vidas inocentes de un lado, mientras condena la violencia desde el otro; solo abona a reproducir el círculo vicioso del terrorismo. Lamentablemente, como indica Saramago, millones de religiosos en todo el mundo se limpian constantemente sus traseros con el credo fundamental de que todos y todas somos por igual hijos de Dios. Del mismo modo, cotidianamente millones y millones de alegados amantes de la democracia hacen lo propio con el principio de que todos los hombres y mujeres del planeta compartimos unos mismos derechos inalienables, inherentes a nuestra condición humana. Al autoproclamarse “elegidos”, unos y otros, tratan de terroristas a quienes amenazan sus creencias y modo de vida, y celebrarán como fieles o patriotas a los asesinos que compartan sus ideales. Pero peor aún, ambos utilizarán los llamados incondicionales a la paz de sus niños muertos, como herramienta para justificar sus odios y sus guerras.
El pequeño Martin Richard en su memorable foto sostenía una cartulina que únicamente leía: “No more hurting people. Peace”. Así, sin cualificar, sencillamente, sin condiciones, sin excepciones de tipo alguno. Atender su exhortación de la misma manera sencilla y directa en que la hizo, nos parece la única manera de honrar su memoria y darle algún significado a su absurda muerte. A la de él, y a la de tantas otras víctimas inocentes del terrorismo, venga de donde venga.
- Benjamín R. Barber, El Imperio del Miedo: Guerra Terrorismo y Democracia. Paidós, Barcelona, España (2004), p.137. [↩]
- Michael Ignatieff, El Mal Menor: Ética Política en una Era de Terror. Santillana Ediciones generales, México (2005), p. 78. [↩]
- Para un relato del terror sembrado por un ataque de drones a una villa campesina en Yemen provisto ante el Congreso de EU por un joven yemení véase http://www.democracynow.org. [↩]