¿Dónde estás, padre nuestro?
¿Cuándo comenzó el desliz de la memoria? ¿Se desataron los filtros que mediaban entre el yo y el nosotros? ¿El pensar y el decir perdió toda prudencia? ¿Queda tan solo un cuerpo con retazos de recuerdos, sin un lugar en el espacio, el tiempo o el presente?
Era obvio que el padre de hoy no era el de ayer. Incapaz de reconocer a dos primas mías, solo supo excusarse con un comentario entre dientes para un sordo, pero bien sonado para el resto de los mortales: “Están tan gordas… que apenas les puedo ver los ojos de las caras”. El “reconocimiento” se habría tornado súbitamente en odio sin el acompañamiento instantáneo de una catarsis, de una excusa sentida, digna de piedad y miedo: “Primas, papi apenas puede ver, está cada vez más sordo y, por lo visto, también está perdiendo la cabeza”. Había roto alrededor de veinte audífonos. Como no escuchaba bien, las sombras que veía en los movimientos de labios de la oculista lo llevaban a contestar cualquier cosa. Los lentes terminaban convirtiéndose en un ornamento que le permitía recordar con precisión el lugar exacto donde le picaría la nariz.
Cuando el MRI reveló que había sufrido cuatro pequeños derrames cerebrales y su materia gris era cada vez más pequeña, el médico me recomendó que lo pusiera a realizar ejercicios manuales. “Doctor”, le dije, “el único ejercicio manual que había hecho mi padre en su vida era cocinar y su única diversión era tirarse al suelo a leer tan pronto llegaba en la noche del restaurante”. Los ejercicios de chef y lector eran ya imposibles: se le olvida cuando ha puesto la sal y el aceite en la olla. Fue una de las cosas que me dieron señales claras de que algo andaba mal. Resultó que el doctor había sido cliente asiduo del restaurante, recordaba el conejo, la paella, el dorado, la merluza…, se le hizo la boca agua y me preguntó si todavía conservaba las recetas. “Doctor, en ese cerebro ha quedado un emplaste de aceite de oliva y sal. Los sabores que usted recuerda se han perdido en los recovecos de su memoria. Ahí, no queda ni siquiera la más mínima apreciación de una buena mesa”. “Ah, y entre cegato y sordo, leer o escuchar que le lean sería como si yo me pusiera a cantarle a Gardel”.
Ya no acompaño a mi padre al Hospital de Veteranos. Ahora lo lleva uno de mis hermanos. Cuando iba con él, tenía que usar siempre el atuendo del gimnasio. Su cuerpo está mejor que el mío y como no oye, debía estar preparada para salir corriendo como en maratón si aceleraba el paso hasta dejarme demasiado rezagada. Si se perdía, era difícil volver a encontrarlo. Lo peor era cuando le daba con ir al baño. Una vez, después de esperarlo un largo rato, le pedí a un exalumno que entrara al baño a ver si podía localizar a un hombre de más o menos cinco pies y 10 pulgadas, blanco, delgado, canoso, con muy poco pelo, una guayabera crema, pantalones color marrón, correa y zapatos de cuero negros. “No se preocupe, profesora”, me dijo, “yo le abro la puerta del baño y usted lo llama”. El problema, le dije, es que no se puede llamar a un sordo. Al no encontrarlo entre la línea de urinales, mi alumno se dedicó a mirar por debajo de cada cubículo del baño de varones hasta localizar un par de zapatos negros debajo de un amasijo de tela marrón y correa de cuero negra. La cabeza canosa con guayabera crema, pantalones marrón y zapatos y correa de cuero negro salió de aquel baño sin la más mínima noción de tiempo, pero reconociendo el espacio. Se había acostumbrado a que le comprara un sándwich en la cafetería siempre que lo llevaba a una cita en el Hospital de Veteranos. Al abrir la puerta y encontrarme de frente, dijo una sola cosa: “Ahora, mi sándwich”.
Nada queda de aquel viejo chef que solo apreciaba sus propias recetas, cenar en casa y acostarse en el suelo a leer. Dickens, Cervantes, Neruda, deben estar en el mismo caldo donde escondió las recetas de cocina. De aquel padre nuestro, nada resta. Pero al llevarlo a su casa, si ve que empieza a ponerse el sol, me pide que me vaya antes de que anochezca porque es peligroso guiar de noche. Cuando es cerrada la noche, quiere acompañarme a casa para que no me pase nada. De nada vale explicar que no tendrá quien lo ayude a él a volver a su propia casa. Le doy un beso en la mejilla, hago señal de adiós con las manos, me despido de mi madre y de mi hermano, cierro la puerta, enciendo el auto y llego a casa con la seguridad de que, ausente, me guía el padre nuestro.