¿Dónde la inteligencia, dónde nuestra paideia?

¿Dónde hemos visto la imprescindible referencia a los valores que deben caracterizar toda discusión en torno a este importantísimo tema de la educación? ¿Cuándo hemos escuchado, o leído, que se haya hecho referencia al norte que debe caracterizar todo abordaje a temas de esta naturaleza? A fin de cuentas, con contadas excepciones la discusión ha sido la de siempre, más bien un intercambio sin imaginación de aseveraciones que pretenden justificar las perspectivas partidistas que se sostienen. Ha faltado una vez más la visión ideal de lo que debe ser nuestra sociedad y evidentemente la seriedad que se necesita para alcanzar tal meta. Todavía no vemos por ningún lugar la paideia que José Emilio González echaba de menos hace ya tres cuartos de siglo.
También se echa de menos en toda la discusión, conciencia profunda de las dinámicas materiales en las que estamos insertos. Estos no son los tiempos de siempre. Con la pandemia del Covid-19 vivimos, desde nuestra isla y no en un lugar abstracto, como si se tratara de una película, vivimos uno de los retos más serios que la humanidad ha confrontado tras la Segunda Guerra Mundial. Sufrimos un huracán devastador hace apenas tres años y medio del que no nos hemos recuperado todavía; y terremotos que tanto material como emocionalmente han afectado un gran número de comunidades y sus individuos. Nuestra economía tampoco da muestras de que pueda algún día enderezarse y contribuir a construir un país que sea capaz de asumir una agenda responsable, seria, madura, comprometida con la vergüenza y no la dependencia. Y en este contexto, tenemos un sistema de enseñanza público en el que hace ya un año no se les presta la debida atención a unos jóvenes que pretendemos que alcancen su madurez como ciudadanos responsables, pero que desde el huracán María tampoco puede decirse que han disfrutado en sus vidas cierto grado de estabilidad que les permita cumplir con las expectativas, las que sean, que se tiene de ellos.
¿Pero no habrá en Puerto Rico algo más que una visión minúscula para deliberar sobre asuntos públicos como es el de la educación, tema al que todo aquel que se expresa ante los medios le rinde hipócrita pleitesía? ¿Alguna perspectiva que nos permita imaginarnos una convivencia que se caracterice por el bien común, que apunte hacia la posibilidad de que reconozcamos que toda sociedad tiene en sus manos establecer un orden social que trascienda los intereses individualistas y abrace los colectivos?
Nuestras deliberaciones públicas en torno a esa educación que, ciegamente, entendemos que nos va a salvar, esconden un gran vacío. Es el vacío de la falta de convicción que compartimos con respecto a la inteligencia que se necesita para que tengamos un sistema educativo público de calidad. Realmente no creemos que la inteligencia pueda transformarnos. No nos lo podemos ni imaginar, como no nos podemos imaginar un Puerto Rico distinto.
Lograr la transformación educativa que se busca no debería ser tan complicado. Tenemos algunos estudiantes de calidad; tenemos algunas maestras y maestros de calidad. Lo que nos falta es la comunidad académica de calidad que asegure que se eleve el nivel intelectual colectivo. Para que esto ocurra se tendría que compartir la voluntad de estudio que no vemos en la ciudadanía, ni entre los políticos, ni entre tantos funcionarios, aun del DE, porque no creemos que sea posible producir inteligencia.
Pero necesitamos creer en su posibilidad. Que no la hayamos experimentado antes no significa que no la experimentaremos nunca. Tenemos que atrevernos a soñar con un país que compense justamente y premie el quehacer intelectual que ahora es no solo objeto de indiferencia, sino de desprecio.
No se trata de la fiestita, el homenaje, o el premio en metálico por sacar buenas notas, que también pueden tener su sentido si no es meramente una premiación frívola según ocurre la mayoría de las veces, lo que atenderá el asunto de la ausencia de respeto por lo intelectual que impide que el país salga del atolladero en que se encuentra y que hemos visto manifestado en toda su plenitud en estas últimas semanas. Se trata más bien de la disposición al estudio, de sentir que es bueno y valioso saber más, buscar información, ampliar el conocimiento de manera que tanto uno como la comunidad se beneficien.
La incredulidad con respecto a nuestra capacidad para superar esta situación apostando a la inteligencia, irónicamente se disfraza con expresiones apasionadas en torno a la importancia de la educación y de que nuestros jóvenes se eduquen. Se insiste en que la educación viene primero, que a la educación de le debe subordinar todo, que sin ella no podremos avanzar como pueblo, que es ella la que puede ponerle fin a la criminalidad que nos caracteriza. Nada de esto es del todo necesariamente incierto, pero ante la ausencia de compromiso con la seriedad que debe caracterizar la discusión, acaba siendo parte del montón de expresiones, siempre partidistas, que nada aportan. Ello es así porque esconden la dura realidad de que se necesita convicción intelectual para transformar la educación nuestra en un quehacer que aporte significativamente a un país que parece resistirse a ponerse, según decíamos antes, los pantalones largos de cierta autosuficiencia.
Aún cuando aquellas afirmaciones sobre la centralidad de la educación no sean del todo inciertas, acaban revelándose como lugares comunes que aportan muy poco a la deliberación sobre lo que conviene hacer en el campo de la pedagogía. Esto es así porque en la mayoría de los casos no son el resultado de la convicción o de la experiencia propia y se le nota, según acostumbramos decir, la costura. Se trata de expresiones fáciles que no pueden molestar a nadie. Muy por el contrario, parecen que inspiran aprobación unánime. Mientras que los que podrían expresarse con autoridad sobre el asunto tienden a ser más recatados, conscientes como son de los esfuerzos que se requieren para introducirse exitosamente en el campo de los estudios. Recuerdan con exactitud lo que les ha permitido alcanzar cierto grado de inteligencia en el área de estudios a la que le han dedicado su vida y no pueden, si no es faltándole a su conciencia, proyectar su ejecutoria como si se tratara de un cómodo paseo.
Siempre hay excepciones, perspectivas distintas, pluralidad de enfoques y en este asunto no deben faltar, pero el vínculo entre la formación exitosa de un individuo, una comunidad o un país, y la certeza de que la inteligencia es valiosa y debe ser cultivada, parece ser innegable. Desde luego, en esto también se pueden traer a colación excepciones. Lo son la niña, el niño, el joven y la joven que tienen memorias envidiables, capacidades matemáticas deslumbrantes y hacen el mejor uso de ellas sin sacrificarse demasiado. Pero la mayoría de nosotros tenemos que exigirnos mucho, en contra de nuestras naturales inclinaciones a no pedirnos demasiado, por decirlo de este modo, cuando nos confrontamos con cierta complejidad. Esta lucha interna con nosotros mismos no puede ser obviada como el imprescindible camino hacia la cultura de estudio que debería caracterizar toda sociedad en una época como la nuestra.
En los Estados Unidos se publicó un estudio en el 1983 titulado A nation at risk, en el que se le hacía un llamado a líderes académicos a que desarrollaran una agenda escolar que le permitiera ocupar un lugar de liderato entre las naciones del mundo, fundamentalmente para impulsar lo que se percibía que era una economía anquilosada. Aquel informe se transformó eventualmente en lo que se llamó el Acta No Child Left Behind que los cincuenta estados y los territorios de los Estados Unidos tuvieron que soportar durante más de una década. El fracaso fue rotundo por muchas razones, pero sobre todo porque se subordinó lo que era una agenda política en el peor sentido del término a la agenda de estudios que debe prevalecer cuando se atienden asuntos educativos. Según ocurre en dinámicas de este tipo, se le acabó prestando más atención a una meta numérica, descontextualizada, que a los procesos de aprendizaje mediante los cuales los estudiantes deberían haberse ido enriqueciéndose intelectualmente.
Nosotros no necesitamos más estudios ni más proyectos masivos que subordinen el quehacer que comparten estudiantes y maestros, a directrices del aparato central del DE. Lo que necesitamos es más respeto por una autonomía escolar que fomente discusiones sobre las mejores prácticas y oportunidades de poder transformar tal quehacer. Este ambiente en el sistema escolar público, como en el privado, lo cual apenas se menciona, pero que también debe reclamarse que se ajuste, tiene que ser correspondido por una mayor sensibilidad para con toda actividad intelectual. El país necesita comportarse educado si pretende que en sus escuelas prevalezca el compromiso genuino con una pedagogía que alcance el ideal de paideia que José Emilio González reclamaba.
Si se estuviera de acuerdo con lo anterior, sería evidente que no se necesitan políticos haciendo incursiones en el sistema educativo del País, pues ¿qué podrían añadir a esa autonomía escolar y a las discusiones serias de corte curricular que ella posibilitaría? El que apenas se discutiera con profundidad la educación en la última campaña electoral es muy revelador. Ello podría deberse a la indiferencia por lo pedagógico que ya no les cuesta exteriorizar a los políticos. O ser el resultado de haber tomado conciencia de que transformar la educación entre nosotros es tarea a la que poco pueden aportar. O que reconocen que lo que el país les exige es muy poco más que se expresen a favor de la despolitización y que con una frase es suficiente.
Esta trillada expresión a favor de la despolitización la reiteraron todos, como también reafirmaron la importancia del asunto. ¿Quién se atrevería a decir lo contrario? ¿O criticar los reclamos que se le hacen al DE sobre la educación especial? ¿U oponerse a la implantación del sistema Montessori? De hecho, en una de sus participaciones uno de ellos, muy mal preparado para la discusión en torno al tema, dio la impresión de correr para alcanzar la guagua del evidente éxito del sistema Montessori que ya salía y lo dejaba atrás. Es que se ha vuelto demasiado fácil defender lo que todos saben que se tiene que transformar. No se paga ningún precio por decir una verdad que, pensándolo bien, nos debería avergonzar.
Terminado el proceso electoral y vistos los resultados de la votación, apenas ha calado hondo en el País que la elección del gobernador electo se dio por una tercera parte del electorado que votó y que por lo tanto este no cuenta con un respaldo mayoritario del país. Más específicamente, se ha perdido de vista que va a necesitar el consentimiento de unas mayorías legislativas que muy probablemente no verán con simpatía su gestión pasados los meses que en los Estados Unidos acostumbran describir como de luna de miel. Para sorpresa de muchos, el gobernador entonces nombró bastante temprano en el término una persona que no parecía estar identificada políticamente con él y proveniente del liderato de la organización sindical que representa al magisterio. El gobernador por lo tanto proyectaba que sí cumpliría con su promesa de despolitizar la oficina de la Secretaria de Educación, tal y como había prometido, y por lo tanto habría una buena conversación sobre quien dirigiría la agencia, pues necesitaría de un respaldo legislativo que trascendiera su partido para confirmar a su nominada. Mostraba además gran sagacidad al designar a alguien que no solo conocía muy bien a ese magisterio que, justa o injustamente siempre puede generar situaciones difíciles, sino que le permitiría en su día a él lavarse las manos de surgir alguna de tales situaciones. La estrategia del gobernador les pareció genial a muchos.
Pero alguien socavó la interesante movida y pasadas seis o siete semanas del comienzo del cuatrienio, lo que fue un ballon pas ha acabado siendo un faux pas, incomprensible. ¿Sería el mismo gobernador quien le exigió a la secretaria que nombrara en un puesto de confianza clave del DE a alguien que en los últimos tiempos se desempeñaba en una posición de extrema importancia para su maquinaria partidista? ¿O habrá recibido la secretaria presión de otras personas y el gobernador nada sabía? ¿O la secretaria, ingenua, quiso congraciarse con el liderato de un partido al cual supuestamente no pertenece? De todos modos, el Gobernador no se ha dado por aludido y espera porque la marea baje para zafarse del enredo. En su día podrá negociar el nombramiento de la secretaria por otro u otra funcionaria de gabinete, pues le quedan multitud de nombramientos que los legisladores de otras colectividades, o independientes, tendrán que confirmar.
En todo este asunto el gobernador ha acabado revelándose como otros tantos políticos, que no tienen la capacidad de identificar los esfuerzos que hace el DE por fortalecer la educación del país y ven la agencia como otro instrumento al servicio de los intereses de su colectividad. Nunca debió haber permitido que una persona tan involucrada en el proceso partidista ocupara un puesto de tanta importancia. Si llegó allí a sus espaldas, el gobernador debió haber dado una orden clara y precisa de que se reasignara a su plaza, posición a la que tiene pleno derecho.
En lo que respecta a la secretaria, una vez el gobernador no se expresó ni actuó en torno al asunto, ella sí debió haberse expresado y actuado. Naturalmente, estoy suponiendo que ella no fue la responsable del nombramiento y que se la endilgaron sin tomar en cuenta su parecer. Porque si fue ella la que libremente tomó la decisión, ya estaríamos hablando de una determinación que merece el rechazo del país. Pero, ¿no hay en el DE innumerables funcionarios de calidad que no son activistas que hubieran podido haber ocupado el puesto de subsecretario con dignidad y eficientemente? (Debo decir que se trata de una posición que dejé vacante mientras fui secretario.) De todos modos, cuando ha tenido la oportunidad de proyectar al DE como una institución que debe tener como norte exclusivamente la educación, la secretaria ha optado por dejar que, una vez más, el país lo perciba como una nave al garete, sin rumbo.
En toda esta dinámica, los legisladores aparecieron al final con un campanazo extraordinario y no como salvadores. La interpelación a la que sometieron a la secretaria pudo haber sido distinta. Pudieron haberle dado dirección a un camino que hasta ese momento se había mostrado torcido. Allí en el pleno de la Cámara de Representantes pudo haberse dado el diálogo respetuoso sobre la educación del país que hasta entonces había brillado por su ausencia. La secretaria debió haber reclamado desde un principio que lo que prioritariamente le interesaba a ella eran consideraciones de carácter académico y que todo lo demás se tenía que subordinar a estas. Al discutir la apertura de las escuelas para tener clases presenciales debió haber insistido en esto. Lo otro, lo que el gobernador había prometido o no prometido, era un asunto que tendría que decidirse a la luz de lo que más le conviniera, ciertamente en primer lugar pendiente a la salud de los estudiantes, los maestros y el personal no docente, pero también atendiendo la otra salud, la académica.
Esa debió haber sido también la perspectiva de los legisladores. A la máxima representante de los esfuerzos que hace el país por formar a sus jóvenes, no una política de carrera, ni tampoco una funcionaria más del gabinete del gobernador, se le debió haber preguntado sobre lo que constituye el ambiente ideal de una experiencia académica efectiva que genere inteligencia y no sobre el día específico en que las escuelas habrían de abrir, una fecha que probablemente se le impuso a ella, más en función de los intereses partidistas del gobernador y no tras una deliberación juiciosa en torno al susodicho ambiente. Según cabía esperar, a medida que transcurría la sesión los ánimos se caldeaban y cada vez fue menos lo que importaron las consideraciones pedagógicas. La secretaria sentía que se le faltaba el respeto y los legisladores que ella los engañaba.
Nos falta confianza en la capacidad que tiene la inteligencia para ordenar la confusión y para resolver los grandes retos que confrontamos en esta época. En realidad, según he insistido, nos falta fe en la inteligencia. Por lo tanto, no la exigimos. Si aparece le damos la bienvenida, como si se tratara de una visita inesperada, pero no la cultivamos como se tiene que cultivar la tierra cuando se aspira a una gran cosecha.