Dos posibles lecturas de Antología del olvido de Eugenio Ballou
Una sensación semejante a esta he sentido al leer Antología del olvido [Puerto Rico 1900-1959] (San Juan, Folium, 2018) de Eugenio Ballou. Así ocurre porque este voluminoso libro –son 402 páginas de deleitosa lectura– es una recopilación de textos de diversos autores publicados todos en Puerto Rico durante la primera mitad del siglo XX. Muchos no aparecen completos, sino como fragmentos; ninguno es muy largo y a veces son solo citas de una oración o un breve párrafo. La inmensa mayoría están en español y son obra de boricuas; hay unos pocos en inglés, como uno del joven Muñoz Marín, y otros de visitantes a la Isla que escriben sobre nuestra realidad, como otro de Gabriela Mistral. Pero Ballou es más generoso con sus lectores que Orozco con los observadores de sus “Mesa de trabajo”, ya que los textos incluidos en su libro está organizados por grandes temas, lo que hace que el lector vea claramente la finalidad del antólogo. (Por el momento así llamo a Ballou, aunque más tarde y como explicaré, cuestiono y hasta descarto esa nomenclatura.)
Por ejemplo, la primera sección del libro, una de las más interesantes, se titula muy rubéndarianamente “Los raros” y reúnen textos que retratan a figuras culturales de ese periodo que se destacaron por su particular actitud vital o por sus logros. Algunos de los seleccionados son nombres reconocidos fácilmente por cualquier boricua: Luis Muñoz Marín (el joven Muñoz, recalco, y el visto por otra “rara”, Clara Lair), el tenor Antonio Paoli, la pianista Ana Otero y el gran poeta Luis Palés Matos, entre otros. Pero también aparecen muchos injustamente olvidados y, sobre todo, aparecen algunos que para muchos serán descubrimientos muy valiosos: José Mercado (Momo), Gustavo Fort, Jorge Adsuar, son algunos de estos “raros” desconocidos u olvidados. ¿Quién recuerda hoy a Adsuar o a Font? Ese olvido es injustificado, como Ballou hace evidente, y, por ello mismo, trata de remediarlo con la incorporación de textos suyos. Las clasificaciones que nos ofrece Ballou y el orden en que presenta a esos “raros”, definitivamente facilitan el trabajo de los lectores y posibilitan la apreciación de los textos incluidos.
Lo mismo ocurre con otras secciones del libro donde se agrupan textos que presentan, por ejemplo, intentos de reforma y cambios de toda índole en la Isla, el desarrollo de la ciudad –el libro se centra en San Juan–, el paisaje puertorriqueño en general, la raza y sus conflictos, animales –reales y fantásticos– y realidades culturales que ya iban desapareciendo. Por ejemplo, en esta sección se incluye abundantes textos sobre el jíbaro.
Hay que apuntar de inmediato que este libro es el producto de años de investigación. Sorprende la diversidad de fuentes empleadas para encontrar los textos que lo componen. Ballou escudriñó detenidamente revistas y periódicos del periodo para hallar en ellos estas notas curiosas que le sirven para crear el gran cuadro que ofrece de nuestra sociedad. En Puerto Rico Ilustrado, en Alma Latina, en Juan Bobo, en La Correspondencia, entre muchísimos otros, revistas y periódicos que ya nadie consulta y que contienen ricos filones de textos curiosos y reveladores como estos, Ballou halló los tesoros que ahora nos ofrece y con los cuales crea el gran cuadro que es todo su libro. Cada texto aparece con su ficha bibliográfica al final, dato que atestigua el rigor del investigador y, sobre todo, dato que hace evidente el inmenso trabajo que se realizó para componer su libro.
Pero Ballou nos ayuda mucho al organizar temáticamente los textos que recoge. Dada la abundancia y la diversidad de los mismos, tienta ir en contra de su plan o su propuesta y aventurarse a leer el libro saltando páginas, seleccionando los textos al azar, como una rayuela cortaciana. Así comencé a leer Antología del olvido (¡bello título apunto de paso!), pero después de tener el libro en la mano unos días y de haber leído casi la mitad del mismo, decidí no ser aventurero y seguir las pautas del antólogo porque intuía que escondían un plan o un mensaje. Y no me equivoqué.
Así es porque los textos escogidos presentan un cuadro amplio y diverso de nuestra sociedad. Algunos de ellos, por ejemplo, sirven para demostrar el arraigo de la cursilería en nuestra escritura –¡qué placer, casi perverso, produce la lectura de la prosa arcaicamente decimonónica de algunos de estos textos!– o para dar evidencia de los profundos cambios que se estaban dando en términos de la sexualidad y de la visión y concepción de la mujer y lo femenino. Se incluye, por ejemplo, un delirante texto que les advierte a las madres de Miramar del peligro que corren sus hijas por la presencia de una lesbiana perversa y pervertidora, casi vampiresa, por las calle de ese barrio. A veces, muy pocas para mi gusto, se ofrecen imágenes sacadas de las revistas, sobre todo caricaturas políticas. Algunas de estas sirven para introducir las distintas secciones del libro, pero todas las que se incluyen son muy reveladoras. Pediría más de estas imágenes. Las mismas me hace preguntarme si Ballou no se habrá topado con anuncios o textos que evidencian la aparición de salones de belleza, temática que puede ser muy significativa ya que apunta, por un lado, a la modernización de la Isla y, por otro, a las trabas que todavía se le imponían a las mujeres que intentaban redefinir su posición en la sociedad. Es que tras leer este libro nos quedamos con ganas de leer más textos como los que se nos ofrecen y de ver más imágenes como las que Ballou rescata.
No solo importan los textos incluidos, sino el lugar específico que ocupan en el contexto del libro. Aquí se nota muy reveladoramente la mano de Ballou. Ya no hablo de la agrupación de estos en las grandes secciones temáticas en que se divide el libro sino en la secuencia de los textos dentro de esos apartados. Estos no están colocados al azar –por eso la lectura cortaciana no es la más apropiada ya que en ella se perdería la evidente intencionalidad del autor –sino que aparecen en un lugar en específico para crear efectos particulares, a veces para producir una nota de humor, o para revelar los conflictos ideológicos que predominaban entonces o, sobre todo, para que los textos dialoguen entre sí y de esta forma se complementen y se nutran unos de otros. Para mí uno de los casos más reveladores en este sentido es la inclusión de una breve página escrita por Nemesio Canales, una de las figuras que más se destaca en todo el libro, donde presenta un proyecto de ley para asegurar la igualdad de derechos a la mujer. Ballou coloca inmediatamente tras este breve texto el largo discurso de José de Diego en contra del proyecto de Canales. La yuxtaposición es más que reveladora: ante la brevedad lógica y el sentido ético y progresista de Canales se antepone la ampulosidad de la retórica machista y el conservadurismo hispanófilo de De Diego. Ballou no tiene que decir nada porque la mera yuxtaposición de los dos textos lo dice todo.
Por ello mismo es que propongo que más que antólogo Ballou es el autor, el creador de este libro. Aunque solo escribe una página y media que forma la introducción o la nota aclaratoria del libro, junto a una larga lista de agradecimientos en la que me honra estar incluido, Ballou en verdad escribe o re-escribe las deleitosas 402 páginas que forman Antología del olvido. Así es, porque trabaja como todo artista que crea un “collage”: usa material ajeno que se puede fácilmente identificar como tal, como la arena, la etiqueta de la botella de anís o el papel de pared que emplea Picasso para crear los suyos. Pero al apropiarse de lo ajeno, Picasso crea algo nuevo y propio. Paralelamente, al descubrir el texto ya olvidado en un viejo libro, en un periódico, en una revista, texto que pasa a incorporar en su texto –y recalco al adjetivo posesivo y la repetición del sustantivo: su texto–, Ballou en verdad crea algo que va mucho más allá de una mera recopilación, más allá de una antología, lo que de por sí ya sería y es un importante logro. El autor crea un nuevo cuadro compuesto con fragmentos tomados de otros, pero que forman algo nuevo y diferente a la suma de sus partes. Ojo: no cualquier agrupación de textos puede crear un conjunto con identidad propia y distinta a los que lo componen, como tampoco cualquier mezcla de objetos crea un “collage” o una “mesa de trabajo”. La mano del artista que agrupa los objetos o los textos tienen una intención intelectual y un objetivo estético que conforma el conjunto y lo hace nuevo y propio.
Por ello, Ballou no es un antólogo ni un Pierre Menard que vuelve a escribir el Quijote, sino un artista que toma objetos diversos y dispersos y con ellos nos ofrece con una composición, su “collage” innovador o su reveladora “mesa de trabajo”. Solo que en su caso los objetos encontrados no son comunes y corrientes, no son meros “objet trouvé” –aunque estos en verdad nunca son meros objetos hallados si son parte de una auténtica obra de arte– sino piezas ardua y rigurosamente buscadas, porque son –eran, por suerte, pues al estar en su gran cuadro, dejan ya de serlo– textos desgraciadamente olvidados que él rescata y, al colocarlos en un lugar nuevo, les da otro sentido. Vuelva usted a pensar en los textos de Canales y de Diego que al estar colocados uno después del otro son mucho más que la suma de sus partes. Así entenderá lo que digo a la vez que verá y podrá apreciar el trabajo creativo del autor. Eugenio Ballou no es un antólogo que compuso un hermoso libro –aunque lo es, aunque no deja de serlo, aunque titule su obra antología– sino el autor de este bello texto suyo, propio, nuevo. Es el autor de estas hermosas 402 páginas que nos hace repensar nuestra historia cultural de la primera mitad del siglo XX.
Antólogo versus autor: son dos lecturas posibles de este magnífico libro y ambas son válidas. Solo que en mi caso prefiero la segunda porque es más rica ya que convierte el libro en algo más que una mera acumulación de fragmentos interesantes sino en la creación, por la acumulación y el posicionamiento de estos, por el trabajo consciente de la mano del artista, de un cuadro mayor del cual Eugenio Ballou es el único autor.