Drácula en la diáspora
El uso de “diáspora” es una falta de respeto a los judíos. Con ella intentamos señalar una mezcla de autocompasión y falso sentido de empoderamiento a causa de la ciudadanía yanqui. Nos consideramos en dispersión errante porque nos mudamos a Kissimmee después del paso de María, o nos refugiamos con alguna parentela en el Norte para luego estar de vuelta en el disfrute de la Sanse. No debemos reclamar excepcionalidad en el destierro porque muchos de los patriotas regresaron cuando llegó la luz y tantos de los emigrantes volviéronse “refugiados” bajo los auspicios de su ciudadanía. Si María fue nuestra segunda destrucción del Templo de Salomón, el Mantengo y los beneficios de FEMA son nuestro Yahvé.
La primera emigración al Norte, principalmente a Nueva York, creó nuestro folklore musical en Broadway; empezó en los años cincuenta con “West Side Story” y terminó con “The Capeman”. Si los judíos jasídicos tuvieron su “Fiddler on the Roof”, muy a la Marc Chagall, nosotros tuvimos nuestro Broadway musical con las composiciones de un judío célebre, Leonard Bernstein. Siempre rechazamos aquella versión de la emigración de entonces, lo mismo que también consideramos ofensivo el libro La Vida, del antropólogo Oscar Lewis, sobre la barriada La Perla, una de las estaciones en el camino a los niuyores. “West Side Story” no era meramente una versión de Romeo y Julieta, sino un agravio a un país que se pensaba recién salido de la pobreza. Aquellas pandillas de jóvenes puertorriqueños que peleaban con arma blanca, enfrentándose a jóvenes irlandeses que preferían los calibres a las cuchillas, evocaban, como un dedo acusador, desde la ciudad a la que los desterramos para posibilitar nuestro progreso, nuestra violencia campesina, ancestral.
Más adelante, en los años setenta, Paul Simon y Derek Walcott crearon uno de los grandes fracasos en la historia de Broadway, “The Capeman”, musical basado en la historia del notorio Drácula, Salvador Agrón, un adolescente puertorriqueño de dieciséis años que, en agosto de 1959, asesinó gratuitamente «I felt like it» a dos muchachos irlandeses que confundió con miembros de una pandilla rival. Nueva York se escandalizó con el descaro de Agrón al ufanarse del doble asesinato a cuchillazos. No hubo remordimiento, sino más bien regodeo de celebridad criminal. Fue sentenciado a pena de muerte y luego conmutado su castigo a prisión perpetua por el gobernador Rockefeller.
Mi prima, que emigró a Orlando en los años sesenta, y que ya está en la edad dorada y particularmente sensible al comportamiento de nuestra diáspora en la Florida, me cuenta en el teléfono, y con voz quejumbrosa, lamentándose con chasquidos de lengua, como una señora de Caguas durante los años cuarenta y cincuenta: “Ay, mijo, es que no saben comportarse. Han venido para acá y están causando muy mala impresión, no saben comportarse”…Y además de no saber comportarse unos pocos, la mayoría estoy seguro que llevan vidas esforzadas, buscando empleo cuando no los “beneficios”, pues no se les olvide que al mudarse a la Florida emigraron a un estado donde rige la pena de muerte. Toda mudanza implica un cambio de valores.
El asesinato de Janice Zengotita Torres luego de secuestrada, por tres puertorriqueños diaspóricos post María y que, de nuevo, confundieron a la víctima con alguien que acechaban, nos revela la misma estupidez, crueldad de cretinos, a la Salvador Agrón. Se dieron cuenta de que habían secuestrado a alguien que nada tenía que ver con el triángulo amoroso que motivó la contratación de los sicarios. No empece a ello, procedieron con el asesinato.
El presidente de la Asociación de abogados puertorriqueños de la Florida, Anthony Suárez y el representante Bob Cortés, también puertorriqueño, consideran que es un caso merecedor de la pena de muerte. La familia de Janice, gente ejemplar, han sido discretos en lo que toca a un dilema que tendría cualquier puertorriqueño, es decir, si favorecerían la pena de muerte para esos tres boricuas marianos que han asolado a la familia.
Será interesante seguir este caso, por sus evidentes paralelos históricos con el de Salvador Agrón: se trata de asesinatos salvajes, gratuitos. En el caso de Agrón por un adolescente nacido en Mayagüez y criado en el Bronx. En el caso de Janice se trata de tres criminales recién estrenados en la diáspora post María. Rockefeller era gobernador republicano con vínculos de negocios en Puerto Rico y una clientela política puertorriqueña. El actual gobernador de la Florida, Rick Scott, es republicano y con una creciente población de votos puertorriqueños en el decisivo condado de Osceola. La diferencia, sin embargo, resulta dramática. En 1962, año en que Rockefeller le conmuta a Agrón la pena de muerte, no existía el “trumpismo”, ese nacionalismo paranoico que ve en cada emigrante, legal o con ciudadanía, un enemigo del pueblo americano, un criminal al acecho.