Drive My Car
Yūsuke está trabajando en un montaje de Esperando a Godot y, luego de una función, Oto trae al joven actor Kōji Takatsuki (Masaki Okada), quien interpreta en cine y TV algunos de los personajes que ella ha creado, para que conozca a su marido. Más tarde, cuando por razones inesperadas, Kafuku súbitamente regresa a su casa, encuentra a Oto teniendo sexo con quien deducimos es Kōji, aunque nunca le vemos la cara. De ahí en adelante el filme se va convirtiendo en un rompecabezas psíquico que nos adentra en las peculiaridades de los personajes y de cómo las acciones de los actores parecen ser (son) inducidas por los problemas que batallan en sus cerebros y sus corazones.
Aunque el guion de Ryusuke Hamaguchi (quien también dirigió) y Takamasa Oe tiene momentos brillantes, hay cosas obvias que nos alertan y nos conducen hacia el final enigmático, pero poco sorprendente de la cinta. Sí sorprende que la historia cuenta con un largo prefacio que parece pertenecerle a la historia de Oto y Yūsuke que no se completó. Cuando entramos a los detalles de la relación emocional entre ellos, desvelamos tendencias violentas que residen en algunos personajes y que han de modificar el comportamiento de los cuatro centrales: Yūsuke, Oto, Misaki Watari (Tōko Miura) la mujer que le sirve de chofer a Yūsuke (y “drives his car”) y Kōji. El último ayuda a completar la historia que Oto comenzó a contarle a su marido y que resulta ser un acertijo mucho más complejo que lo que nosotros, como espectadores, y él, como el recipiente directo del arcano, creíamos.
Los dos últimos tercios del filme transcurren en Hiroshima y nos presentan las audiciones que lleva a cabo Yūsuke para escoger los actores para su producción de El tío Vanya, de Chejov. También nos induce a considerar que el infierno que vive en las almas de los protagonistas vivió en esa ciudad en un momento. La conexión es inescapable cuando, en un viaje en el Saab rojo de Yūsuke, el director y su cinematógrafo Hidetoshi Shinomiya nos llevan por túneles que parecen indicar el camino a un Averno oriental que no ha de tener regreso. En ese sentido es interesante que en varias ocasiones la cámara nos concientiza de que los personajes (y los espectadores) van dejando atrás lo que es negativo y se debe de eliminar. Nos hacen ver que los personajes huyen de sus remordimientos y lamentaciones. Para nuestra sorpresa, en vez de a un cráter volcánico, Yūsuke y su chofer Misaki arriban a un lugar plácido recubierto de nieve que invita a considerar que puede haber recuperación y salvación para las almas en pena.
La película introduce algo que invita a la cooperación entre pueblos. Los actores que han sido seleccionados para la obra hablan distintos idiomas: japonés, coreano, mandarín e inglés. Una actriz es muda y todas sus líneas están dichas en lengua de signos. Si nos fijamos, el teatro está habilitado con supratítulos para que la audiencia puede seguir los diálogos. Además de celebrar las afinidades nacionales, este detalle aboca a no limitar las habilidades artísticas de alguien mudo. Elegir El tío Vanya como leitmotiv para la cinta tiene sentido por dos razones: una es el del amor no correspondido y la otra el descubrimiento del engaño amoroso. En un momento en el filme esto queda bastante claro si uno recuerda la obra.
Esta es una buena película con varias cosas de gran interés cinemático. Me molesta bastante que se diga que es “histórica” porque es la primera película japonesa nominada para mejor película. Lo histórico, después de Throne of Blood (1957); Kagemusha (1980) y Ran, entre otras de Akira Kurosawa, es que Hollywood haya dejado de tener (mi intuición) manías con los japoneses. Esta que reseño no cabe en la historia con aquellas.