El aire que compartimos
Oyendo la radio en una tarde ataponada, hace poco, se me escurrió por un ratito el alma a los pies. Sintonizaba una cápsula de temas abiertos que esa tarde se le dedicó a Liberia. Liberia, el país que fue formado por la estadounidense Sociedad Americana de Colonización, para reubicar la población de esclavos libertos de Estados Unidos en una “tierra prometida” que no conocían. Inevitablemente, el recuento histórico se detuvo sobre sus guerras civiles. Entonces fue que los comentaristas, en un gesto que conozco de antes, pero que por primera vez en ese momento se me hizo dolorosamente trágico, renunciaron a acompañar el vuelo de sus palabras y las entregaron prematuramente a un destino que no les correspondía. La chiringa que venían navegando en el aire desde hacía unos minutos, una chiringa capaz de aterrizar, de paso, en las gramas y pastizales de nuestra propia historia y de revelarnos con su viaje algo profundo de nosotros mismos, se dejó escapar con el gesto más lánguido del cual un alma libre es capaz, con palabras como éstas: “¡Qué triste! Guerras de hermanos contra hermanos, ¡qué cosa más terrible! ¿Cómo es posible que le hagan a otros lo que le hicieron a ellos mismos? A la verdad que ésa es la naturaleza humana, en todas partes…”
…Y yo, desarmada, al otro lado de la radio en el tapón, me quedé mirando esa chiringa de palabras escaparse al aire, estirando su rabo a la deriva por las ondas radiales y aterrizando en las casas, oficinas y carros de miles de radioescuchas. La seda dudosa de esas palabras suaves se pegaría en los manteles de las mesas, agarrándose a huellas de agua de algún vaso del día, o se enredaría en las ventanillas del aire acondicionado del carro para ser respiradas por las próximas horas; en las oficinas, quizás se estancaría en algún café olvidado de la tarde. No quise pensar que en un descuido alguien se las bebiera de un sorbo. En mi carro, el rabo se quedó colgado del espejo del frente, meciéndose de lado a lado frente al parabrisas, sin dejarme pensar en otra cosa.
El puente que se había comenzado a estirar en el aire, entre un lugar distante y algunas de nuestras preguntas y dolores más fundamentales, se nos escapó con el hilo que, en ese momento, se entregó al viento. Para mí fue una capitulación; una de esas capitulaciones, veloces en el tiempo y mínimas de gesto o de palabras, que parecen con frecuencia marcar el paso de nuestras vidas cotidianas. Tan imperceptibles por eso mismo. Y lo más difícil de discernir: a menudo tan genuina, pero ingenuamente bienintencionadas.
Me quedé con esa chiringa en las manos. En el tiempo que me quedaba, entre semáforo y semáforo, quise inspeccionarla. Pasé mis manos por sus formas y sus consistencias. Quise imaginar la forma en que voló e imaginar el punto en donde se dejó escurrir el hilo. Y siempre regresaba a repasar su forma: la forma que se sorprendía ante la violencia intestina y la violencia transferida. Pero sobre todo, sobre todo, la agilidad aerodinámica con la que, con su entrega de palabras, convertía lo complejo en lo incomprensible. La claridad con que anticipaba que, de no ser simple, la explicación de la sustancia de la violencia (materia de nuestra historia y de nuestras vidas cotidianas, una pregunta de tanta urgencia) debería ser impenetrable. De esta forma, sería el secreto de una voluntad fatal e inapelable: “la naturaleza”.
En la historia de las ciencias modernas occidentales, como las conocemos hoy, “naturaleza”, significa mucho más (y mucho menos) que el conjunto de los aspectos biológicos, químicos y físicos del mundo en que vivimos. La “naturaleza”, ahí, no es sólo el objeto de estudio, sino que representa la matriz de las leyes ordenadoras del mundo: la gravedad y las fuerzas de atracción, los intercambios de materia y energía, los ciclos de vida y muerte. De esta manera, e independientemente de proclamarse como seculares, en las ciencias la naturaleza cumple el mismo rol que una autoridad divina en el pensamiento espiritual o religioso. Ella dicta los límites de nuestra voluntad.
En nuestras vidas cotidianas, decir que algo “es así por naturaleza”, justifica renunciar al esfuerzo de acercarnos a la complejidad de lo que vivimos. Se habla de la “naturaleza” de algo para detener el vuelo de un diálogo o de alguna discusión que se eleve de repente con alguna corriente termal. Cuando una conversación toma un giro que nos abre al cielo, que nos deja a punto de verle el rostro a algún entendimiento elemental, soltamos, del susto, la cabuya. Tememos entrar a un valle sin fondo, sin poder saber de antemano a dónde vamos a parar con aquello que vislumbremos. Entonces, para seguridad, ponemos a la naturaleza de por medio para que continúe el camino por nosotros, y lo que quede sin explicar se da por inexplicable. Ésa y tantas otras técnicas para “bajarnos de la nube” se ejercitan regularmente como antídotos aceptados contra la posibilidad de sobrepasar el límite de los horizontes de visibilidad. Tácticas básicas para “quitarnos” del “viaje” del viento de nuestras propias sensibilidades y de la conciencia real de que nosotros, también, participamos de maneras profundas en la creación y transformación de los mundos que vivimos. Pero se considera más útil quedarnos “con los pies en la tierra” y asumir la inmutabilidad de ciertas cosas como el límite fundamental de nuestra propia perspectiva. Aceptar ese mismo horizonte como el límite mismo de nuestra energía vital.
No es que no existan misterios, o un orden de la vida y los eventos difícilmente accesible al entendimiento humano. Pero existe una diferencia entre el reconocimiento honesto y profundo de estos misterios y su utilización, como una etiqueta, para reducir el diálogo de lo que sí es comprensible. Una cosa es reconocer, honrosamente, aquello que es más grande que nosotros, y otra cosa es encubrir nuestra propia indisposición a manejar la complejidad de lo que nos compete. Se nos olvida a menudo aclarar cuánto de eso que asignamos a un destino inevitable, natural o divino, es seleccionado por nosotros a discreción de las circunstancias. Cuánto de eso se ha convertido en una fórmula para desentendernos de nuestra implicación en lo que no es simple ni se puede contestar con dos palabras, con un juicio fácil o una opinión genérica. O en una técnica de supresión o de desvalorización (personal, social y cultural) de la complejidad y de sus exigencias a la existencia. Ante ello, sancionamos la naturalidad de la violencia, de la incomprensión, de la desesperanza y del desamor, pasando de lo simple a lo incomprensible sin cruzar ningún espacio intermedio de entendimiento fundamental y sin hacernos responsables por la extensión y dimensión de lo que invocamos.
Con esta filosofía de respuestas rápidas (llamadas a veces “prácticas”), sobre la cual se sostienen no sólo nuestras vidas cotidianas, sino también, y como reflejo de ello, muchos de nuestros medios noticiosos y de entretenimiento, administradores y terapeutas, consejeros espirituales o profesionales, educadores y defensores, se ha generado una especie de consenso, o al menos tolerancia, de que los juicios (a menudo pre-juicios), las opiniones medianamente informadas y las respuestas formulaicas, son sustitutos aceptables del estudio cuidadoso de nuestras experiencias y circunstancias. Por otra parte, y al mismo tiempo, no se hace evidente cuánto del peso, o la pesadez, que se asocia con entendimiento de la complejidad es el peso de nuestra propia comodidad. O de la incomodidad inevitable que producen las miradas atentas, profundas y reveladoras a la multiplicidad irreducible de lo que somos y a nuestra implicación, personal y colectiva, en los procesos de creación y destrucción de los mundos en que vivimos.
Quiero decir algo más sobre el peso. El aire es complejo, pero no es pesado. Es un medio esencial para la existencia y desarrollo de casi toda la vida conocida. Es, además, el elemento más inmediatamente compartido por la infinita diversidad de seres vivos, en agua o en tierra. Lo que exhalan unos, es lo que respiran otros: un intercambio que se certifica en cada segundo de la existencia. Un sistema complejo, como lo es la atmósfera, es uno cuya actividad no se puede determinar atendiendo solamente a cada uno de los elementos individuales que lo componen, sino que requiere atender cuidadosamente las relaciones de estos elementos entre sí. Por su alto y activo componente de interdependencia, los sistemas complejos son, en buena medida, impredecibles en su comportamiento (como el clima), y contienen un alto número de variables indeterminadas. Un sistema complejo es mucho más que la suma de sus partes. Más allá, en continuo cambio de circunstancias, las interacciones entre los elementos de estos sistemas crean continuamente nuevas informaciones que se reflejan en el surgimiento de propiedades no anticipadas (propiedades emergentes). La complejidad no es necesariamente una medida de dificultad, sino un indicador de la necesidad de prestar atención activa y continua a las relaciones entre elementos. Todos los sistemas vivos son sistemas complejos; los sistemas complejos, entonces, son capaces de autosostenerse.
Algo distinto es un sistema complicado. Un sistema complicado contiene muchos elementos, pero con poca intensidad de interrelación entre sí. En este caso, es suficiente conocer cada una de sus partes, de manera aislada, para explicar el comportamiento del todo. Los sistemas complicados son predecibles, como la mayoría de nuestras máquinas. Y no pueden autosostenerse, como los sistemas vivos. Son sistemas, podríamos decir, un poquito más muertos. Esto es lo que pasa cuando nos “complicamos la vida”.
Quizás por eso mismo deberíamos ejercitar nuestras formas de ser, hacer y saber, para que respiren mejor. Para que se emparenten más con esa presencia atmosférica del aire, con esa complejidad liviana que sostiene la vida. Con ese aire, sabio, que conoce las relaciones entre cada uno de los distintos elementos que vincula con su aliento. Que no se hace menos por las contradicciones, ni por las inseguridades, ni por lo impredecible de sus productos; sino que vive, precisamente, por ello mismo.
Propongo que complejicemos nuestras miradas y nuestras acciones, en lugar de complicarlas con juicios triviales o generalizaciones reductoras. (Pienso en el daño profundo que hace suponer que la violencia atroz “es la naturaleza del ser humano, en todas partes”; pienso en el dolor que me provoca ese juicio y en la injusticia tremenda que le hace a quienes, en Liberia o en Puerto Rico, apuestan a la vida.) Que complejicemos nuestra mirada y nuestro discurso para hacerle justicia a la pluralidad y multidimensionalidad real de nuestra experiencia. Que recuperemos el terreno saturado de desconexiones y desentendimientos que tanto nos pesan para poder navegar el aire, con un hilo a tierra, como las chiringas. Que no compliquemos la belleza de ese acto ni renunciemos a la vitalidad de esa decisión, soltando el hilo cada vez que cogemos viento.
Porque aún nos quedan preguntas complejas por resolver. Porque, por ejemplo, Liberia, allá lejos y distante, nos llama un día a las cuatro de la tarde, para ser hablada al aire. Y porque, al final, lo que la convoca a nuestro presente es algo mucho más profundo que sus guerras civiles o nuestras guerras de puntos. Porque para nosotros la complicación va más allá que la violencia doméstica, o la corrupción, o la alta tasa de deserción escolar que nos preocupa. Y porque el trabajo que nos queda de frente exige mucho más que buenas investigaciones sociales, culturales, políticas o económicas. Se trata de un trabajo de atención minuciosa al arraigo que tienen en nosotros las violencias llamadas “pasivas”, la renuencia a cuestionarnos a nosotros mismos y la violencia de nuestras opiniones; la violencia, además, con que las hacemos valer bajo el camuflaje de “defender lo mío”. Debemos atender a los modos en que esa “defensa”es una justificación de nuestras inmovilidades. Debemos cartografiar la dimensión gigantesca de nuestras pequeñas inseguridades, que consolidamos haciéndolas dependientes de otros o de nuestras circunstancias. Realizar estudios cuidadosos de la violencia del peso de nuestras propias vidas complicadas (que no necesariamente complejas) que descargamos sobre aquellos que escogen con libertad. De la violencia de nuestros prejuicios no hablados e inconfesos. Debemos auscultar la violencia de nuestros apegos y de todo lo que exigimos de otros seres humanos, esperando incluso a veces que vivan nuestra propia vida por nosotros. Debemos, de manera especial, identificar la languidez espiritual (espíritu, psique, alma y viento son palabras relacionadas) con que cedemos nuestra responsabilidad creativa para con el mundo y para con nosotros mismos; así como la rigidez inflexible y dogmática con que, de lo contrario, reducimos esas partes de nosotros que son, en el fondo, viento. Requerimos un estudio cuidadoso de la violencia dolorosa, profunda y antigua de no permitirnos ser todo lo que podemos ser, por no saber de antemano a dónde nos llevaría. Nos toca trazar la etiología de las cicatrices, migrañas, dolores crónicos, déficits de atención, esquizofrenias y enfermedades del corazón que produce forzar nuestra humanidad a las categorías de lo permitido, de lo aceptable o de lo “natural”. Sin importar que la naturaleza sea menos “natural” de lo que pensamos.
¿Cómo perder una oportunidad, tan urgente, de ahondar en ese aliento compartido? ¿En el misterio de lo que profundamente nos preocupa, y en el misterio deslumbrante de lo que lo transforma? ¿Por qué taparnos cuando nos aparece la luz, cuando se asoma el sol detrás de la chiringa? ¿Para qué dejar que el aire se pueble de chiringas a la deriva? Por qué no emprender un viaje que no sabemos dónde va a terminar, pero que nos enseña a respirar. Por qué no vivir la complejidad que nos libera, a la vez, de la complicación y de la complicidad.