El amor en los tiempos del coronavirus
De tal modo, todas las personas dependen de la sociedad para poder sobrevivir, y a su vez, aportan de distintas maneras a la reproducción del ente social, cuyo objetivo es procurar organizar los medios para el sostenimiento y preservación de la vida de todos. Recurriendo nuevamente al pensamiento iluminador de Hostos, decía éste lo siguiente: “La Sociedad no puede todo lo que quiere, porque las sociedades son entes de razón y de conciencia que conocen el error y el mal, y que se abstienen o se arrepienten del mal y del error en que pueden incurrir. Sobre todo, las sociedades son vida, cuyo fin es el goce completo de todos los fines de la vida, y cuyas actividades todas están limitadas por esos fines. Su capacidad de hacer tiene, por tanto, el mismo límite. Ninguna Sociedad, ningún grupo de sociedad puede atentar contra sí mismo. Así, el ejercicio de su poder en los órganos inferiores, el ejercicio de la soberanía en el organismo general, está limitado por el objeto mismo de la vida.”
El conjunto de mediaciones destinadas a organizar la reproducción ampliada de nuestras vidas en sus distintos ámbitos, serían las instituciones sociales. De tal modo, si reconocemos que el fin fundamental y principio ético inquebrantable de toda sociedad es procurar garantizar la reproducción, mantenimiento y desarrollo más pleno de la vida humana en general; entonces, la capacidad de viabilizar mecanismos consistentes con tales fines, debiera ser la medida del éxito de sus distintas instituciones. Así, las instituciones sociales serán buenas en la medida en que resulten eficientes y adecuadas para maximizar el derecho a una vida digna y cabal para el conjunto de las personas que componen esa sociedad; y serán justas en la medida en que viabilicen las posibilidades de todos por igual de realizar su potencial de vida, limitando las posibilidades de que algunos grupos de personas vivan mejor a costa de la precariedad de vida de los demás.
Serán entonces viles e injustos, aquellos arreglos institucionales que nieguen o impidan el derecho más pleno de todas y todos de poder satisfacer, dentro de las posibilidades generales de esa sociedad, sus necesidades materiales básicas para una vida digna; tales como la alimentación, cobijo, salud, educación y trabajo. Incluso instituciones que en un determinado momento histórico pudieron ser consideradas como buenas, pueden dejar de serlo, si eventualmente se convierten en un obstáculo al progreso social. Así, en la medida en que un determinado orden institucional contribuya a generar solidaridad social, es decir, una predisposición ética de las personas que la componen para ayudarse y apoyarse mutuamente unas a otras en la consecución del objetivo común de promover una buena vida colectiva; más exitoso debemos considerarlo. Solidaridad social, que no es otra cosa que el ejercicio práctico del verdadero amor al prójimo.
Lamentablemente, durante las últimas décadas hemos sido testigos de cómo la ideología neoliberal nos ha pretendido convencer de que la sociedad, en vez de ser condición indispensable para el desarrollo más pleno de nuestras vidas individuales; constituye una especie de limitación a nuestra libertad de obrar en función exclusiva de nuestros intereses particulares, los cuales falsamente plantea como necesariamente en disputa con los de los demás. Por eso, el orden neoliberal ha desnaturalizado la generalidad de las instituciones sociales fundadas en la solidaridad y la co-responsabilidad de unas personas para con otras; destruyendo así su capacidad de servir para afirmar nuestra vida en común. Y al atentar contra nuestra capacidad de practicar un genuino amor al prójimo, indirectamente el neoliberalismo nos conduce por caminos que, a la larga, resultan autodestructivos.
Posiblemente uno de los ejemplos más crudos de cómo esa ideología neoliberal se materializa en prácticas contrarias a la vida humana, se nos revela en el caso de la presente pandemia del COVID-19. Durante décadas los ideólogos del neoliberalismo promovieron la reducción de los Estados nacionales hasta convertirlos prácticamente en instituciones auxiliares y al servicio del mercado capitalista. Su función se redujo a servir de promotor de la actividad empresarial privada y al mantenimiento de los mecanismos de control social de unas poblaciones cada vez más empobrecidas y explotadas. Mientras tanto, fueron desmantelando las instituciones sociales fundadas en principios de solidaridad, tales como las legislaciones protectoras del trabajo, la educación pública y la sanidad social. En el caso de las instituciones de salud pública se responsabilizó a las poblaciones de gestionarse sus propios servicios médicos en el mercado, a través de entidades privadas capitalistas cuya finalidad es minimizar los servicios para poder maximizar sus ganancias. Sistemas sanitarios en los cuales cada cual conforme a sus posibilidades económicas particulares adquiere aquellos niveles de cuidado de salud que sus medios le permiten pagar, y en el cual, cada quien se preocupa de su salud individual y no por el bienestar de la población en general. Sistema institucional de salud donde gran parte de la ciudadanía no cuenta con los recursos mínimos para atender sus condiciones adecuadamente, ya sea visitando un profesional de la salud o comprando los medicamentos requeridos. Y cuando cuentan con un plan de seguro médico, entonces muchas veces restringen su utilización, para evitar tener que desembolsar deducibles y co-pagos. Sistemas donde las políticas públicas de prevención, cedieron ante los intereses económicos de las aseguradoras médicas y la industria farmacéutica.
Evidentemente, ese tipo de arreglo institucional constituye un caldo de cultivo perfecto para que condiciones como las del coronavirus se propaguen mundialmente de la forma en que lo ha hecho. Y si al desmantelamiento de los Estados y sus sistemas de salud pública sumamos entonces la pauperización generalizada de las poblaciones y la precariedad e inestabilidad de sus condiciones laborales; ahí tenemos otros agravantes. Ello así, pues al reducirse las protecciones a la seguridad de empleo, el ausentarse del trabajo constituye un riesgo real de pérdida del mismo. De otra parte, al reducirse los beneficios de licencias por enfermedad, ausentarse significa dejar de cobrar el día para miles de persona a las que sus limitados salarios difícilmente le alcanzan para subsistir.
Por eso, en un sistema donde la solidaridad se ha perdido y a cada uno se le dice que es el único responsable de sí mismo y que debe velar solo por su propio interés; es muy difícil obtener la colaboración voluntaria de las personas con medidas auto-restrictivas como las que requiere este tipo de epidemias. De tal modo, resulta necesario entonces tener que recurrir a la represión y la intimidación personal poniendo el dedo sobre la llaga del egoísmo como detente; pues el referente solidario del bien común han conseguido desterrarlo de nuestros corazones. Así, quienes aun no nos encontremos totalmente infectados de ideología neoliberal, tenemos que procurar combatir las causas de estos problemas, y no solamente sus síntomas, pues la calentura nunca ha estado en la sábana. Y es que, como toda otra amenaza que atenta contra nuestra vida colectiva, sus causas las encontraremos en el egoísmo individualista; y la sanación, en el desprendimiento solidario. Reencaminémonos por el rumbo de la solidaridad social, porque, como proféticamente también sentenció Hostos, “en tiempos de epidemia, la salud de uno solo nos alienta”.