El año del cangrejo
Juan Carlos es un ensayista y un poeta, pero un libro como éste deja claro que el subsuelo compartido por ambas prácticas discursivas es más poderoso e insistente que la conveniencia profesional de la división del trabajo. Después de leer El libro del sigiloso habría que empezar a leer de nuevo La máquina de la salsa y sobre todo sus últimos ensayos para revistas digitales como CRUCE y Ochenta Grados. Todas estas son ya las movidas estilísticas de un mismo autor, en control de una diversa y coherente operación del lenguaje.
Más bien de lo que se trata ya es del derroche, de la exposición de una escritura, de una zona de intervención marcada por un enjambre de metáforas recurrentes. Juan Carlos tiene su Caribe, su archipiélago, su red de irradiaciones, y en este sentido se trata de un escritor que se ha construido hasta cierto punto a la imagen de un Lezama Lima, un Virgilio Piñera, un Palés Matos, o un Luis Rafael Sánchez, escritores de un estilo fuerte y omnívoro, que escriben para urdir mundos escriturarios tejidos a la medida de sus ritmos respiratorios y sus latidos, que marcan los periodos de sus frases con la huella inconfundible de su aliento.
En el caso de Juan Carlos se trata de una escritura del sigilo, y la coincidencia con Las aventuras sigilosas, el tercer libro de poemas de Lezama Lima no es casual. Esta poética del sigilo labora en la construcción de un tono menor, donde el secreto es amigo del silencio y el enigma funciona cono un camuflaje, como un escondite del sentido. Por eso, para que el libro incluso pueda sencillamente comenzar, tiene que ocurrir, como nos dice el título del primer poema, una «pérdida de lugar», un desfondamiento de la localización, para que los espacios del poema no se malogren bajo el peso de los tópicos del trópico, bajo el repertorio de sus lugares comunes. El sigilo protege de la caída en los lugares. Por eso esta deslocalización aspira a producir una desorientación estratégica, para que el lector deje de caminar con sus certezas bípedas y adquiera la multilocomoción del cangrejo, una de las criaturas tutelares de este libro. Esa movida lateral, arácnida, detenida a medio camino entre la cueva y la orilla del mar, es la mejor definición de ese visitante sigiloso que viene para apoderarse de la lógica de la escritura y reducirla a su campo de visión. Este es un libro que aspira a ver el mundo desde las antenas sigilosas del cangrejo. El que mira como el cangrejo tiene que dejarse ocupar por lo que el libro llama «un ser de la intermitencia» una musa errática e imprecisa que cuando aparece lo desdibuja todo en la imprecisión de la lejanía. De cierto modo, de lo que se defiende el cangrejo es de la precisión de los conceptos, o más bien del modo como los conceptos terminan degenerando en el repertorio consabido de las ideas recibidas.
Para evitar esa caída el libro depende del tono del sigilo. Porque el sigilo, más que una estrategia o un método, es un tono. El tono del sigilo es un guardián de la poesía, y la poesía es una zona de la significación que se encuentra más acá de las conclusiones, las declaraciones y los asertos. La poesía aquí es enemiga de la contundencia, que le parece arrogante y demasiado infectada de sí misma, prefiere las movidas oblicuas, no se mueve prolépticamente, hacia adelante, sino en zigzag, como una cocolía.
Este libro se mueve con carta de ciudadanía por la geografía del manglar. El manglar es lo húmedo, la confluencia de la tierra con el agua, la insistencia de las profundidades marinas en las superficies terrestres, el llamado del coral, de las sirenas, del sargazo, en la piel urbana. Un verso deslumbrante: «la cicatriz manglariza el tiempo» recoge el modo de ser de estos poemas, que es también su modo de estar. Del mismo modo que un manglar es el estado intermedio entre el agua y la tierra, la cicatriz es la memoria del espacio indeterminado entre la herida y la piel. La piel es siempre el fósil de una herida que no acaba de borrarse del todo. Uno de los mejores poemas del libro, La cicatriz, explora esta secreta relación entre la llaga y el manglar. La llaga es el manglar de la piel, el manglar es la cicatriz de la tierra.
El Caribe es en este libro una imagen ingente del caos primordial, pero no del caos como un estado intermedio, en tránsito hacia el cosmos, que es decir, hacia el orden, sino del caos como una fuerza opositora de los ordenamientos reguladores y legislativos. En el principio fue el revolú, dice uno de los poemas, pero también añade que el revolú no es el principio como tal, sino una mordida que borra el principio, es decir, un tijeretazo, un palancazo de juey que le recorta el suelo a la certeza del principio, a la autoridad como tal de los principios como instrumentos demasiado fáciles y seguros de sí mismos para la autorización y la regulación.
Quizás lo que del cangrejo seduzca más en este libro sea precisamente esa jaquetonería, esa pose de guapetón de barrio que Luis Rafael Sánchez caracteriza tan estupendamente en La guagua aérea. El cangrejo es el sacerdote oficiante del carnaval del revolú. Frente a esa altivez del juey El libro del sigiloso se alza con fuerza contra lo que llama El discurso dado, que es el título de otro de sus poemas fundamentales, que podría caracterizarse como la escritura desleída (porque está mareada y porque está desleída por estar sobre leída) del poeta civil, cuya razón de ser es decir la patria y mantener vigentes los lugares comunes con los que se organiza el estado de cosas. Frente a los rigores, reclamos y exigencias del padre, que es siempre el autor de la patria, y los poetas civiles serían sus amanuenses autorizados, este libro se declara en deuda con la cosa materna, con las madres, las madrinas, las tías y las abuelas, con las matrias, las pléyades, las ninfas del río, las deidades vegetales que pueblan el universo politeísta de su panteón. Esas diosas maternas no presiden sobre las grandes abstracciones del Progreso, la Libertad o la Independencia, sino que existen para asegurarle el postre al poeta, para asegurar la experiencia gustativa del dulce que aguarda en el final. De eso se trata otro poema del libro, que es una elegía para la abuela muerta.
Los poetas civiles, que le sirven a ese padre almidonado y trinco, «aspiran todos a mártir auspiciado», interpela Juan Carlos con un verso fulminante. Frente a esa poesía de lo dicho y requetedicho y toda una escritura del discurso dado, que hay que entender como discurso de lo predeterminado, previamente acontecido y decidido, es que se escribe este libro como su contracara. En otro verso el libro recoge ese mandato de las poesía civil tan dada a “narrar las mezquindades de la patria irredenta”. El libro del sigiloso, por el contrario, hace su apuesta por la poesía de las criaturas estuarinas, apenas perceptibles en sus movidas laterales por los humedales del manglar. Es una poesía del salitre del porvenir.
¿Hasta qué punto podría decirse que el tiempo que se inaugura en las letras matrias con La guagua aérea y que cuenta con un avatar imprescindible en este Libro del sigiloso pueda llamarse, aludiendo a un calendario chino apócrifo, El Año del Cangrejo? Hace un tiempo (ya remoto para las memorias rotas de estos tiempos) podía hablarse de El Año del Alacrán. Eran los tiempos en que Lydia Milagros González, a mediados de los sesenta, inaugura su grupo de teatro El tajo del alacrán. Aquellas obras, escritas contra la comodidad canónica de las obras de autores consagrados que subían a escena en el Teatro Tapia, encendidas por un antiimperialismo y anticolonialismo particularmente energizado por las protestas contra la guerra de Viet Nam, partían del modelo del teatro de guerrilla y de la estética de la desfamiliarización de Bertolt Brecht. El nombre alude a la picada ponzoñosa del alacrán, pero muy específicamente a un tajo que se practicaba en los enfrentamientos de las gangas de Trastalleres, en ese Santurce violentamente cangrejero de los sesenta. Dentro de una caja de fósforos se escondían dos navajas de afeitar de dos filos. Cuando el que recibía el tajo se cosía los puntos de la herida, la cicatriz que se le marcaba en la cara tenía la forma de un alacrán.
Antonio Martorell, con quien he conversado de estos temas, fue miembro fundador de El Tajo del alacrán, junto con Lydia Milagros González y Soledad Romero. En el año 1968, cuando abre su primer taller de grabado, lo nombra Taller Alacrán. Las famosas Barajas Alacrán de aquella época no hacen sino trasladar al terreno de la plástica y del grabado el mismo gesto teatral del tajo que muta en este caso en las picaduras ponzoñosas de la sátira política. El mismo Martorell resume el gesto elocuentemente: “Había que hacer un tajo en el rostro de una sociedad abusiva”.
Cuando decimos que un año es el año del alacrán, o de la rata, o del cangrejo, hay que cuidarse de no caer en los relatos demasiado fáciles de las alegorías y las fábulas esópicas, donde los animales “hablan”, es decir, donde el animal se convierte en un ser poseído por la capacidad discursiva, de cierto modo invadido, colonizado y poseído por la influencia domesticadora de la lengua. Un año es del alacrán por todo lo contrario, lo es porque se impone, por encima de la lengua, el coletazo de la mordedura, una incitación atávica, ancestral, que no conoce verbo, ni adjetivo, ni cláusula subordinada. Habría que hablar de una fábula en la que el “hombre” involuciona de nuevo en lo animal, o en la que la animalidad consiste en la capacidad que tenga la lengua de encontrarse con su anterioridad, la fuerza de un grito, de un gesto, de un merodeo ritual que la verbalización honra precisamente en la medida que no encuentra palabras para decirla. Cuando el lenguaje pierde contacto con la animalidad inarticulable es porque ya está muerto, o moribundo.
Quizás los cangrejos hayan regresado del manglar para continuar la obra que los alacranes dejaron a medias. Los incisivos ensayos que Juan Carlos escribe para la revista CRUCE pueden leerse como complementos audaces de la misma poética del sigilo a la que aspira su poesía. Estos ensayos se quejan mordaz, pero también melancólicamente, de una sociedad que ha perdido capacidad para la rabia, demasiado acomodada en la ramplonería de lo mismo de siempre. La queda(era) es el nombre con que Juan Carlos nombra la inmovilidad que se nutre parasitariamente de su idealización conveniente del pasado. Estos ensayos son una increpación contra todo gesto autorizado por la nostalgia, que no es otra cosa que la admiración fraudulenta del pasado para que el pasado se quede en el pasado, para que deje de ser el pasado del futuro. En este sentido El Año del Cangrejo podría verse como la mutación necesaria e insolente de El Año del Alacrán, la llegada de otra criatura sobre los pasos de una criatura antigua, que nos propone sus movidas, la sinuosidad de otro esqueleto; la estocada del coletazo le cede el escenario a la música de las palancas.
Juan Carlos se burla a carcajadas en estos ensayos de los alardes del Instituto y del Capitolio, de las institucionalidades de la Cultura, y de su intento por endilgarnos el consabido bestiario de los animales mansos y domésticos. El cordero del escudo, mansamente en espera de que alguna divinidad le diga que “Juan es su Nombre”, no es sino una encarnación anterior del Perro de Piedra de San Jerónimo, eternamente en espera del regreso de su amo, un soldado náufrago en las aguas del Atlántico. Todos estos animales de la queda(era), impávidos, genuflexos, letárgicos, en espera, son aprovechados por las huestes oficiales para construir con ellos el panteón de la inmovilidad. Petrificados en el escudo, o en la piedra de San Jerónimo, han perdido todo contacto con su naturaleza, con su animalidad.
En el primero de sus tres ensayos de la queda(era) Juan Carlos propone su propio bestiario: “Cegado por la luz nocturna, un juey en medio del camino detiene, fatídico, su huída.” La imagen no puede ser más arquetípica y a la vez más familiar, sobre todo para cualquiera que se haya ido a coger jueyes al manglar. El juey, congelado ante la luz de la linterna del cazador, se detiene. “Y ahí queda”, nos dice el ensayista. Quizás un elemento distintivo de este nuevo bestiario urbano que propone Juan Carlos sea cierta incapacidad para el heroísmo de sus criaturas. Lejos estamos de los superpoderes del escorpión, con su juego de rabo radical que le asesta un tajo en el rostro de la impavidez social. El cangrejo comparte de cierto modo nuestra queda(era), forma parte de la era del que se queda. Pero ese cangrejo ahí, congelado, mirándonos, ha venido a algo. Los sinuosos ensayos de Juan Carlos y el críptico humor de su poesía comparten la reticencia de sus criaturas. ¿Habrá que congelarse también frente al cangrejo, y devolverle la mirada, movernos al ritmo de su quieta cadencia, escuchar la música ancestral de sus palancas?
NOTA: Para leer los ensayos de la queda(era) de Juan Carlos Quintero Herencia en la Revista Cruce, pulse aquí.