El arte de vivir de Antonio Martorell
El accidente feliz es una producción documental bien lograda de Paloma Suau, en donde captura con gracia las cualidades artísticas y personales de Antonio Martorell, su teatralidad inocultable, y la hondura de su visión existencial desde la marginalidad caribeña. Es el diálogo sin tiempo de una artista que descubre en el otro artista las claves de su ruta. Martorell es el espejo donde Paloma se mira, la reserva moral para salir del bache, escudriñando con su lente los entresijos de una vida fundada en la disciplina del taller. El movimiento de las imágenes y la velocidad equilibrada del documental, amén de disponer de la picardía narrativa del propio Martorell, le imprimen la fluidez de un drama, y lo liberan del carácter árido que, en ocasiones, revisten los documentales más instruccionales. La película de Suau atrapa al espectador, donde se ve ella misma como personaje, saliendo de su confesada crisis creativa, y al maestro Martorell documentando el indisputable rol de la imaginación y la voluntad en el tortuoso arte de sobrevivir.
Antonio Martorell comienza reconociendo con nobleza la tradición con la que está inescapablemente endeudado. Lorenzo Homar y Rafael Tufiño fueron maestros del grabado, íconos de una tradición del arte como intervención, donde la letra es imagen que pertenece a la composición, donde coexiste lo local y lo universal, y lo nacional y caribeño no es, como decía José Luis González, “cultura provinciana, sino una expresión particular de la cultura universal”. Como pintor, artista gráfico y escritor, Martorell es defensor tenaz de la nacionalidad puertorriqueña y caribeña, de sus valores y cultura, pero alejado de las formas desgastadas y el lugar común. Las palabras y letras son protagonistas en sus obras que conviven con rostros, naturaleza, tejidos, maderas, máscaras, gestos, bailes y los colores brillantes de la luz tropical. Su pasión por la escritura y la oralidad, por la imagen de las palabras y el arte del buen decir, lo llevan a trascender y entrecruzar lenguajes (pictóricos, literarios, teatrales), y a explorar nuevas formas de la unidad del arte.
Incorruptible defensor de su libertad artística y ciudadana, Martorell nunca ha cedido a las presiones del poder ni ha sido seducido por cantos de sirenas. Ha sabido ser guerrero combativo contra la persecución política y crítico social de las imposturas. No le teme a enjuiciar y a expresarse, a ser juez y testigo de lo que cree. Ni la destrucción de sus obras por el FBI ni la quema de su casa por vándalos amilanaron al artista para quien ser es hacer.
De alegría contagiosa y, como pocos, capaz de reírse de sí mismo, el maestro Martorell se levanta todos los días a trabajar con ganas, abierto a lo inesperado, expuesto al riesgo y dispuesto a vivir con desenfado. Disfruta y valora los placeres, sin caer en el hedonismo rancio, y muestra una generosidad que sobrecoge en su denodado esfuerzo por compartir sus placeres con los otros. Sus amigos hablamos de él con entusiasmo cúltico, como quien sabe que no lo tendremos para siempre, y admiramos su vocación de maestro desprendido, dispuesto a compartir sus saberes y experiencias.
Antonio Martorell tiene pasión por la vida y disfruta vivirla a plenitud. Parece temerle a la soledad, la que contrarresta con energía desbordada; parece temerle a la vida tediosa y aburrida, la que elude con renovados proyectos artísticos; parece temerle al tiempo, procurando su inmortalidad. La película de Paloma Suau, a quien le agradecemos este testimonio de amistad, rescata a ese Martorell auténtico, contestatario, disidente, irreverente… con deseos de comenzar siempre de nuevo, y no cesar en su exploración del arte que es su propia vida. Y regresar, volver a donde partió, y, como decía Elliot, “conocer el lugar por primera vez”.