El asesinato de Bin Laden y la hegemonía imperial norteamericana
No me enteré del asesinato de Osama Bin Laden hasta la mañana del dia siguiente (2 de mayo de 2011), cuando en un gesto rutinario, taza de café en mano, fui a leer las noticias mundiales en los lugares usuales: The New York Times, El País, y el Financial Times – todos, sin duda, órganos de expresión en los cuales es posible seguir el pulso al poder hegemónico del Atlántico Norte, sus aliados y gendarmes de la llamada “comunidad internacional.” La noticia ocupaba primera plana en donde se expresaba regocijo absoluto, al punto de catarsis, por la captura, ejecución sumaria y sepultura “a mar abierto” de esta figura infame de la primera década del siglo XXI. Júbilo y catarsis al unísono – es lo que más aptamente captura el tono y contenido de las reacciones a este evento, incluyendo no sólo los periódicos, sino también las congregaciones espontáneas en Times Square, Ground Zero y frente a la Casa Blanca.
Otros sectores de los medios norteamericanos no han estado exentos de tal complacencia. Figuras de todo el espectro político han aprobado el asesinato y rápida disposición del cuerpo de Bin Laden. Obama no solo llamó a Bush y a Clinton, sino que capitalizó este triunfo de relaciones públicas que su gobierno tanto necesita. Derechistas como Donald Rumsfeld, Dick Cheney y Rush Limbaugh brevemente se unieron a la celebración por ver la justicia cumplirse a las victimas del 11 de septiembre de 2011. Hasta Jon Stewart, ancla del Daily Show e icono liberal de Comedy Central, ha hecho eco del regocijo global. Pronto vendrá la película, quizás con Matt Damon, George Clooney, o Tom Cruise, del esfuerzo heroico de los Navy Seals con gran énfasis en el más simple soldado o algún informante renegado seguramente dirigida por Steven Spielberg o Steven Soderbergh, con todo el sentimentalismo fácil y triunfalismo empacado que caracteriza este trillado género hollywoodense.
Más allá de las mencionadas imágenes, da una sensación de rareza ver la noticia, de como ha sido narrada, aunque no de estupor, ni mucho menos de luto o celebración. Mientras se ve los titulares y las noticias, también viene a la mente asesinatos y ejecuciones recientes, especialmente la de Sadam Hussein (2006) A primera vista, la proporción entre ambos personajes es ambigua. ¿Cómo comparar las acciones de un exjefe de Estado comparadas con los hechos de una de las figuras más notorias del terrorismo contemporáneo? (Por supuesto, la responsabilidad de Bin Laden por muchos de los crímenes que se le adjudican es porosa y no exenta de interrogantes, asuntos y complejidades poliéticas que convenientemente se echaron de lado con un tiro a la cabeza del célebre terrorista) El caso de Hussein fue de una ejecución como espectáculo enmarcada en una suerte de legalidad, mientras que eliminar a Bin Laden se dio allende la legalidad bajo el secretismo de una razón de estado en guerra. La única posible correlación entre ambos, si la hay, es la de la muerte de figuras que adquirieron un status cuasi mitológico en el imaginario popular, que han habitado la imaginación cultural y política de los Estados Unidos por décadas, y sus efectos en estos imaginarios políticos, así como su función dentro de las coordenadas ideológicas del presente. Y ambas ejecuciones tienen una función espectacular en la hegemonía doméstica del Estado liberal.
El irreflexivo júbilo reinante, sin embargo, también me hizo recordar la censura solemne, la beatería y moralismo afectados a los que dio paso el evento de hace ya casi una década, para el cual la muerte de Bin Laden ofrece una especie de clausura. Pero lo que es seguro es cómo la reacción al asesinato de Bin Laden indica lo que se puede esperar de la conmemoración del 11 de septiembre cuando arranque con brío al final de este verano. Es en este contexto en el cual una serie de preguntas surgen: ¿Es el asesinato de Bin Laden un evento puntual en el orden político actual? ¿Cuál es el significado político de la muerte de Bin Laden en el contexto de las guerras de Obama en el Oriente Medio y de la concatenación de protestas que conforman la situación actual en esta parte del mundo? ¿Qué puede decir este evento del orden mundial en el que todo desarrollo y evento toma forma y a su vez constituyen, un ordenamiento liderado por los EEUU?
Esta última interrogante es un buen punto de partida para ponderar algunas de las otras preguntas. En primer lugar, está el asunto inmediato de lo que esta captura y asesinato representa para los familiares de los que perecieron el 11 de septiembre de 2001 y para los Estados Unidos en su función hegemónica en el ámbito doméstico. Para los familiares de las victimas la muerte de Bin Laden a manos del ejército norteamericano tiene la función antropológica de ofrecer una suerte de justicia como venganza. ¿Y para el Estado norteamericano? Además de la consabida justicia a lo Hammurabi, esta ejecución simboliza un despliegue del alcance de su poder. Se restaura la confianza en el proverbial poderío norteamericano que la elusividad del líder de Al-Qaeda, en un contexto de fatiga bélica y profunda crisis económica, había comenzado a socavar. Después de todo, la naturaleza elusiva de Bin Laden vendría a ser una fuente de vergüenza, de escándalo, en la conmemoración próxima de los diez años del 11 de septiembre norteamericano. En las palabras del NYT, la caza de Bin Laden ha constituido una de las cacerías más extendidas y costosas de la historia norteamericana. Un manhunt sin precedente histórico. El lenguaje del manhunt es muy revelador, ya que pone sobre el tapete la forma despolitizada en que un evento eminentemente político se representa. Aún más relevante es el lenguaje que trata de obviar la relación intrínseca y tortuosa de Bin Laden con las guerras actuales de los EEUU en el Oriente Medio, con el hecho de que en el 2009 los gastos en la defensa del trono imperial representaron el 43% de todo lo gastado en el mundo entero – es decir, este país ha gastado casi lo mismo en defensa que todo el resto del mundo en su conjunto. No es hasta una semana después del asesinato de Bin Laden que esta pregunta, que es obvia, surge de manera ambigua. Ambigüedad expresada en un titular del NYT, “Después de Bin Laden, los Estados Unidos reevalúa la estrategia afgana” (“After Bin Laden, U.S. reassesses Afghan Strategy,” NYT, 11 de mayo de 2011).
En las reacciones al homicidio de Bin Laden también se cristaliza una vez más la ausencia de esa alfabetización política que es condición ineludible de cualquier democracia digna de su nombre, ausencia palpable de lo que ha sido el destino de su más antigua categoría -el ciudadano. A primera vista, la despolitización del ciudadano norteamericano actual es paradójica. El US citizen es muy susceptible al miedo manipulador de su Estado y lúgubre antes sus catástrofes, pero sumamente agresivo y jactancioso, despolitizado pero militarista, desinteresado en el poder político de su nación. Pero a la vez, es un consumidor devoto y defensor férreo de la santidad del libre mercado del cual es en más de una ocasión vehículo y víctima, sin ningún sentido de responsabilidad política, pero se ve como un vecino responsable y miembro de familia ejemplar. El ciudadano estadounidense es una víctima de las formas de poder que autoriza y de los imperativos del capitalismo, y sin embargo con firmeza apoya una ética de autonomía y responsabilidad personal con la cual rutinariamente culpa a las víctimas de imperativos estructurales como si sus condiciones dadas fueran reducibles a carácter o atributos de personalidad. En definitiva, ya para mediados de la década de los ochenta, la gran mayoría de los ciudadanos norteamericanos se habrán convertido en sujetos y vehículos, objetos y agentes de la hegemonía imperial.
Aunque se podría diagnosticar estos contrastes paradójicos como casos de acting out, o como reacciones moralistas en lugar de respuestas políticas provocadas por la pérdida del 11 de septiembre 2001, lo señalado tiene sus raíces más allá de la presente coyuntura porque ha sido el destino del concepto de ciudadanía en los Estados Unidos desde mediados de los ochenta. Mientras que en los últimos años se ha producido una atenuación de algunos de los más vivos contrastes, sus contornos principales han sido perceptibles desde entonces y se comprenden mejor no como paradojas sino como contradicciones que emanan y están en sintonía con la transformación del papel de Estados Unidos en el orden mundial inaugurado en 1991 con su nuevo Nomos de la tierra. Es en este contexto en el que la nación de la legalidad ha celebrado al unísono el asesinato extra judicial como forma de justicia.
El US citizen es muy susceptible al miedo manipulador de su Estado y lúgubre antes sus catástrofes, pero sumamente agresivo y jactancioso, despolitizado pero militarista, desinteresado en el poder político de su nación.
Igualmente despolitizada es la ambigüedad que permea el tono de celebración que ha comenzado ya a reemplazar el tono catártico de los primeros días, cuyas repercusiones son difícilmente insignificantes. Viejos y nuevos vídeos de Bin Laden y la retórica incendiara de sus pocos simpatizantes dan fuerza a la noción de que ahora la nación norteamericana está, una vez más, asediada por la amenaza terrorista y, por ende, abocada en continuar la política del miedo que ha autorizado la expansión del aparato de seguridad del estado, la sospecha y vigilancia ciudadana del Estado y su poder intensamente antidemocrático. Esto ha sido así tanto en designio teórico como en ejecución material en la comprensión de los estadounidenses de sí mismos y de esos otros racializados que levantan sospecha, lo cual sirve como gasolina para la pira del “jingoísmo” que es el patriotismo norteamericano en su acepción posmoderna.
La reducción del 11 de septiembre a la mente criminal de Bin Laden (otra caracterización despolitizada y despolitizante), y no a dinámicas y prácticas tanto discursivas como estructurales de la forma de poder global que define al dominó imperial norteamericano y a sus satélites en su ya histórica relación con el Oriente Medio, opera a escala discursiva y mediática en la ciudadanía norteamericana. Amparada en una ideología de responsabilidad personal y en un contexto políticamente analfabeta que caracteriza a la posmodernidad norteamericana, la historia del imperialismo norteamericano se purga de su violencia y saqueo del Levante lo cual siempre ha sido un elemento crucial que siempre ha mediado la militancia terrorista. La llamada “violencia terrorista,” sin embargo, es síntoma del fracaso de discursos alternativos en esta región con el ocaso del nacionalismo árabe de corte nasserista y de la hegemonía de monarquías represivas que son vestigios del colonialismo anglo-francés. Entre estos vestigios también se encuentra Israel. La impunidad del Estado sionista en la región, así como sus formas de paz cartaginense en las zonas ocupadas desde 1967 y en el Líbano, así como con Egipto, son factores importantes en esta región, los cuales son consistentemente silenciados o minimizados en la esfera pública de la “comunidad internacional.” Aun está por verse qué va a predominar en la región, si son regímenes clientes de los poderes reinantes o regímenes democráticos que, de así serlo, tarde o temprano desafiarán estos poderes.
El asesinato sumario de Bin Laden es un despliegue de poder que denota la fragilidad de la hegemonía actual, y la violencia imperial en las zonas en que los principios de consentimiento y el Estado de Derecho no operan. A comienzos del siglo XXI ninguna otra zona ha sido receptora de esta violencia neocolonialista como el Oriente Medio. Si en el plano global esta ejecución extralegal hace evidente la modalidad de violencia imperial que caracteriza a los EEUU en esa región, la reacción liberal y ciudadana ante este asesinato y las formas en que sus repercusiones han sido narradas es una instancia clara del ya mencionado analfabetismo político de la posmodernidad norteamericana, lo cual es dolorosamente palpable en lo que se ha convertido hoy día el ciudadano liberal-democrático en los Estados Unidos.
En este contexto, el asesinato extrajudicial de Bin Laden toma un relieve más crítico. La acción es una instancia clara de la violencia extralegal que ha caracterizado al liberalismo político norteamericano desde sus inicios, así como a su menos disimulada derecha. Después de todo, fue Madeleine Albright, no un neoconservador, quien ya en 1993 declaraba: “What’s the point of having this superb military that you’re always talking about if we can’t use it?” Cinco años después, los fines para los que esta formidable máquina de guerra se ponen en uso no son para nada ambiguos. Con un “jingoísmo” característico, Albright declaraba desde la secretaría de Estado: “If we have to use force, it is because we are America. We are the indispensable nation. We stand tall.” Es importante recordar que el teórico de las relaciones internacionales John Mearsheimer ha dicho que los neo-conservadores son “liberales con dientes.” Sin embargo, hay algo incorrecto en esta mordaz formulación, independientemente de los muchos méritos de su autor. Históricamente, desde su surgimiento en la Europa post-revolucionaria del siglo XIX, los liberales siempre han tenido dientes y han mordido con ferocidad a todo al que asedia su orden político. Cuando han tenido que escoger entre la izquierda y la derecha siempre han optado por la última.
En la presente coyuntura en el Oriente Medio, en medio de la concatenación de protestas que han acaecido en la región cuyos ejes principales son reivindicaciones políticas y económicas, este patrón de encarnizamiento liberal y alineación con la derecha se hace evidente una vez más, así como innegable es el retorno de las intervenciones humanitarias. En su combinación de hegemonía y violencia imperial los Estados Unidos representan la continuidad con los imperios hegemónicos de antaño y en la esfera doméstica tiende a reproducir un tipo de ciudadano cuya fidelidad al proyecto hegemónico de su nación se alcanza a través de esa combinación de fuerza y consentimiento que el gran pensador político italiano Antonio Gramsci memorablemente resaltó. En su modalidad posmoderna, el miedo es la base del consentimiento y la fuerza, así como el consentimiento toma forma desde la desmovilización política.
Tácito ofreció una caracterización mordaz de esta forma imperial de poder, de la brutalidad que caracterizó la violencia romana, esa que toma lugar en las fronteras en necesidad de pacificación y que es intrínseca a la combinación de hegemonía domestica y violencia externa que desde entonces ha caracterizado todo los imperios: “Al saqueo, el asesinato y la usurpación bajo falsos títulos, ellos le llaman imperio; y en donde crean un desierto, lo llaman paz”. Si el terrorismo se caracteriza frecuentemente como una búsqueda fanática que en su anhelo de justicia y virtud lleva a la desolación, este adagio tiene una función lapidaria tanto para Bin Laden como para sus verdugos.
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El autor enseña teoría política en la Universidad de Minnesota, EEUU.