El asunto de la identidad
Con mis años a cuestas recuerdo aquellas décadas del 60 y 70 del pasado siglo cuando en la retórica independentista y socialista el asunto de la identidad era uno y sólo uno: gringos o puertorriqueños. Una dicotomía vinculada al colonialismo que ni entonces tenía mucho sentido, pues la identidad es fruto de un complejísimo proceso de orden político sí, pero sociocultural y psicológico en sus sentidos más amplios. No obstante, si algo debemos haber aprendido en las universidades es que los procesos complejos no pueden estudiarse de una vez y ni siquiera comentarse en todas sus dimensiones. Es mejor ir paso a paso partiendo de las preguntas que motivan nuestras reflexiones e investigaciones.
¿Qué motivó ésta? ¿Por qué volver a la pregunta básica: cómo se constituye la identidad? Hacía mucho tiempo que no ofrecía cursos a muchos estudiantes,enseñaba sólo seminarios con 15 o 20. Que dicho sea de paso, aun esos son demasiados para lo que antes entendíamos que era un “seminario”. Hoy la acción concertada de nuestros gobernantes y administradores que con la excusa –buena o mala, eso es harina de otro costal- de la presión financiera, ha logrado transformar el sentido de conceptos universitarios tradicionales antes considerados sacros. El caso es que este semestre atendí a 102, en tres secciones. Poco a poco a través del semestre conversando con mis estudiantes, corrigiendo sus trabajos, observando su conducta, me fui sintiendo como si fuese uno de esos personajes de ciencia ficción que llegan a otra galaxia y no comprenden la vida a su alrededor. O como aquellos personajes del genial filme Les Visiteurs de Jean-Marie Poiré, que llegan a la Francia del siglo 20 desde el siglo 12 y obviamente, no comprenden el mundo a su alrededor. Estos estudiantes tal parecería que nada o quizá muy poco tienen que ver con lo que era un estudiante universitario en la UPR hace 20 o 30 años. Su pinta, su conducta, sus hábitos, sus intereses son otros, su identidad es otra. (Hago la salvedad, que como en todo, hay sus excepciones. Mi reflexión parte de una generalización.)
Su vida es más virtual, cibernética, distinta de lo que antes llamábamos real. Pasan más tiempo solos conectados a sus artilugios cibernéticos que con personas de carne y hueso. Las relaciones sociales directas con seres humanos resultan más difíciles. Sus “amigos” son los de Facebook, se comunican tuiteando, ya no escriben en español puertorriqueño, escriben en tuiter. Aquello de leer y escribir como hacíamos antes los universitarios no existe. Cuando les hablé de leer no sólo para estudiar, porque un profesor les había asignado una lectura, sino por puro placer, me miraron como si quizá hiciese falta llamar a psiquiatría para que me viniesen a recoger. Para placer el sexo y punto. (Mi problema no es con lo del sexo sino con el punto.) Ni siquiera una caligrafía legible hace falta pues para eso Bill Gates nos resuelve, así también suponen que el castellano de Gates es perfecto. La biblioteca ya casi no se usa –sólo en los casos extraños en que un profesor les remite a su colección de reserva o cuando se reunen allí para charlar o fotocopiar. Google sustituye a la biblioteca. No leen los diarios en papel, asunto que las empresas pubicadoras no logran comprender en toda su dimensión. Siguen publicando las noticias viejas: las que salieron ayer in internet. Analizar el efecto de todos estos cambios no es fácil pero les remito a textos interesantísimos como The Shallows, Or What The Internet Is Doing to Our Brains, de Nicholas Carr, muy bien reseñado en una columna de Vargas Llosa titulada Información y conocimiento; o a Alone Together, Why We Expect More from Technology and Less from Each Other, de Shirley Turkle.
La tecnología siempre cambia la sociedad y por ende a las personas que nacemos y nos socializamos en ella. Ocurrió desde la invención de las primeras herramientas de piedra hasta la imprenta, el cine, la radio, la tele y todos las demás tecnologías en los más variados campos. Desde la invención del auto, ya hoy nos identificamos por el automóvil que guiamos. El auto define la clase, capacidad crediticia sapiencia tecnológica, el gusto cafre o fino,. Recuerdo que en Nueva York hasta se hablaba de autos rosados o violetas de los negros y los negros o grises de los blancos. Lo nuevo es que nunca ha ocurrido un cambio tan grande, tan rápido. Vivimos en la era de lo fast. ¿Cómo serán nuestros nietos, cómo será la próxima generación de universitarios?
Así también el mercado de consumo. Recientemente asistimos al espectáculo de otro “viernes negro”. Antes el racismo marcaba el idioma y lo negro siempre era malo, difícil. Ahora lo marca la economía, en este caso la contabilidad y lo negro es lo mejor, estar en rojo, lo peor. En la primera plana de un diario nacional apareció una foto de una señora que participaba en una de las trifulcas escenificadas ese viernes en un mall. Parecía una demente escapada de un manicomio. Leí cómo hubo personas que durmieron frente a las entradas de las tiendas para estar allí a las 4 am cuando abrieron. Admito mi incapacidad para entenderlo. Sí, me he levantado a esa hora. Para dar la medicina a un hijo, para tomar un avión, leer o escribir y cumplir con un deadline, corregir exámenes o estudiar, pero para ir de compras, ¡jamás! Ahora parece que hay gentes cuya actividad primordial en la vida es comprar. El consumismo les identifica.
Vivo en otro mundo. Sigo creyendo que me identifican los hijos que decidí tener, el marido que escojí, mi profesión, los profesores, colegas, estudiantes, amigos que me acompañan también en la vida, aquellos con los que converso mirándole la cara, compartiendo vino, mesa, placeres y dolores, los libros que leo, la música que escucho y mi gatita Inarú por quien dejo de escribir cuando quiere que la apapache. Me identifican mis flaquezas y méritos, no lo que compro, el auto que guío (horror, un Toyota viejo, tiene 20 años) y no se me desorbitan los ojos peleando por la mercancía de un viernes negro. ¿En qué mundo vivo, quién soy?