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El ataúd del vampiro

Rubén Ríos ÁvilaRubén Ríos Ávila Publicado: 7 de diciembre de 2012



Mis memorias más remotas están conectadas con el cine. Cuando mi familia se mudó de Utuado a San Juan yo tenía tres años y la primera casa que alquiló mi abuela fue en la calle Martinó, justo en la esquina con la avenida Borinquen de Barrio Obrero. Mis primeros recuerdos son de allí, hasta que terminé el cuarto grado en la Jesús María Quiñones y nos mudamos a Santa Juanita en Bayamón. Pero esa es otra historia. Aunque la casa de Bayamón era cómoda en comparación con las casas aún más humildes donde me tocó vivir, primero en la Martinó, luego en la Laguna y finalmente en un apartamentito minúsculo en la Eduardo Conde, de cierto modo la mudanza significó para mí un cambio de vuelta a algo más parecido al campo que a la ciudad. Bayamón, a finales de los cincuenta, estaba todavía bastante cerca de aquella ruralía que la Operación Manos a la Obra trataba de disipar con las promesas de la modernización.

Santurce era para mí como una metrópolis. Recuerdo lejanamente una de aquellas visitas intempestivas y esporádicas que hacía  mi madre desde Nueva York para visitar por unos días a su madre y al hijo que había dejado en Puerto Rico. Un día los tres nos montamos en la guagua y fuimos a la New York Department Store de la Ponce de León, donde hoy está Marshalls, porque me había prometido que me iba a comprar un reloj Mickey Mouse. El reloj nunca apareció, pero la experiencia de ir a la tienda me produjo una conmoción inolvidable. Recuerdo que le pregunté a las dos, a mi abuela y a aquella madre ocasional, ¿estamos en Nueva York? No, mijo, me dijo mi abuela, estamos en la New York.

Vivir en la calle Martinó era una experiencia, aunque no metropolitana, al menos modestamente urbana. El ruido era constante y la Borinquen estaba atestada de gente comprando y paseando. El tramo entre la Bartolomé Las Casas y la Lippit fue mi primera Quinta avenida. En la Lippit mi abuela abrió un bazar de muy corta duración. En una vitrina a la entrada había abanicos españoles, dedales, cintas y botones. Recuerdo el dispensario donde me pusieron las inyecciones de hierro para combatir una anemia incipiente. Una enfermera y mi abuela me agarraban en lo que otra me la ponía. Yo me quedaba con el dispensario cada vez que iba, un día sí y un día no. Después, para consolarme, me compraban una piragua en la placita de la avenida, con un quiosco en el medio y una caseta de fotografía, de esas que tenían un banquito frente a un mural de cartón. Todavía guardo la foto medio estrujada y escucho el ruido seco de la bombilla quemándose, y veo el humo y siento la camisa mojada con la mancha de piragua de frambuesa mientras agarro con una mano un mojón amarillo simulando una parada y miro a mi abuela, que me mira con severidad como pensando por qué siempre este diantre de muchacho se lo echa todo encima.

Mi abuela me compraba los zapatos Jumping Jacks para la escuela en Las Tres R’s. Yo creía que la tienda se llamaba así por mí, porque esas eran las tres iniciales de mi nombre. Al lado había un friquitín que se llamaba El Pocito Dulce, pero nunca entré, porque vendían bebida y allí no entraban los niños. Siempre quise saber cómo era ese pocito dulce que había allá adentro.

El establecimiento más importante de la avenida era sin duda el cine Borinquen Cobián, justo en la esquina de mi calle, del otro lado de la avenida. Allí fui al cine por primera vez, a mis tres años, pero no me acuerdo de nada. Lo que sí recuerdo es que mi abuela me dijo que me bañara solo, porque ya era grande y esa noche iba para el cine. Cuando abrí la pluma para bañarme, un calentador portátil de aquellos que se conectaban a la misma ducha tuvo un corto circuito y empezó a echar chispas. El recuerdo de aquellas chispas fue más fuerte que las imágenes de la película, que se borraron para siempre.

Un tiempo después, ya con cinco años, nos habíamos mudado a la Eduardo Conde, al apartamentito justo al frente del Morell Campos. Antes habíamos estado en la Laguna, por unos meses, en una casa con pisos de linóleo, buhardilla y un palo de mangó. Recuerdo los mangotines cayendo sobre el techo la noche que pasó el huracán Santa Clara. En la Eduardo Conde vivíamos en un segundo piso y el cine estaba tan cerca que casi se podía tocar.  Por las noches mi abuela y yo salíamos al balcón a mirar al muchacho que ponía las letras negras en la marquesina con una vara larga, anunciando la próxima película mexicana que se exhibía en tandas corridas. A mi abuela le encantaba adivinar el nombre de la película y a mí me encantaba descifrar las palabras que aquellas letras gigantes escribían sobre el lienzo iluminado. En aquellas noches, poco a poco, empecé a leer. El olor a maní tostado (todavía faltaba mucho para que llegara el popcorn) anunciaba que la película estaba a punto de comenzar. Durante las tardes, cuando llovía a cántaros (como tetas de vaca, decía mi abuela), me encantaba ver llover sobre el cine, una mole imponente, de un art deco tosco y gris, y aquella escalera de incendio, de hierro mohoso y plegadiza que pendía del costado derecho desde el segundo piso, pero que no llegaba hasta el suelo porque le faltaba la parte del comienzo, y el chorro de agua que bajaba por la escalera y las vitrinas del Bar de Leo, con las mesas y sus mantelitos plásticos de cuadros rojos y blancos, y las bombillas del alumbrado público, con sus sombreritos de alforzas de lata meciéndose desde los cables, y los techos de Villa Palmeras, casi todos de zinc en aquella época. Desde lejos, se oía la vellonera del New London Bar tocando los aretes que le faltan a la luna.

Una noche convencí a mi abuela de que me dejara ver una película con mi tío Junior, adolescente y tarambana, que cursaba el octavo grado en la Federico Asenjo. Me cogió a caballito sobre su espalda y me metió en el cine. Recuerdo la oscuridad, las escaleras a ambos lados, el olor a humedad, sentía como si estuviera entrando a un palacio encantado. Como era muy chiquito para alcanzar a ver la película desde la butaca, Junior me sentó en su falda. No recuerdo qué película era, pero sí recuerdo la escena cuando un hombre sentado sobre una camilla, con la cara completamente vendada, espera a que un médico le descubra el rostro para averiguar si la operación ha sido un éxito. Cuando el doctor le fue quitando la venda y empezó a descubrirse lentamente aquella cara, algo insoportable debe haberse aparecido ante mis ojos, porque sólo recuerdo el volumen de mi chillido, y nada más. Como no dejaba de chillar, Junior me llevó, de nuevo a caballito, a la oficina del gerente del cine (los cines de aquella época tenían gerente) para que nos devolviera los 25 centavos del boleto. Terminaron discutiendo y  nos echaron del cine.

Para ver una película completa hasta el final tuve que esperar a que mi abuela me llevara al cine Imperial, que quedaba más abajo en la Eduardo Conde, cerca del cuartel de la Policía, un poco más allá del cementerio, y casi frente a la repostería Los Andes. Cuando a mi abuela le pagaban un traje, porque era costurera a la medida y muchas veces íbamos a entregar los vestidos a alguna casa de Miraflores, parábamos en la repostería para comprar una cajita blanca que nos llenaban de sopas borrachas, palitos de Jacob, pastelillos de guayaba y besitos de coco.

 

Aquella noche fuimos a ver El ataúd del vampiro, con Abel Salazar, el actor favorito de mi abuela. Esa la recuerdo bastante. Tendría cinco o seis años, y me llamó mucho la atención que el vampiro tuviera los dedos tan largos y tan finos. El miedo era intenso, pero lo pude dominar. Estaba aterrado, pero mucho más conmovido por la belleza de las imágenes en blanco y negro: una mujer desmayada en los brazos del vampiro descendiendo una larga escalera en el interior de un teatro que se me parecía al teatro en el que estábamos. Cuando salimos del cine recuerdo que me sentí raro, hoy diría que transfigurado. Los días siguientes no hablaba de otra cosa que de la película. Recuerdo que todavía me daban trabajo las esdrújulas y le hablaba a todo el mundo de la pulúcula que acababa de ver.

Una tarde fui a visitar a mi vecino inmediato, un muchacho un poco mayor que yo, pero mucho más fuerte y rollizo, que era el hijo del casero del apartamento donde vivíamos. Entre nosotros la amistad se reducía a que a él le gustaba jugar a la lucha libre conmigo porque sabía que siempre me iba a ganar. Se las arreglaba para ensartarme en una llave que bastante rápido me paralizaba el cuello, me cortaba la respiración y me colocaba debajo de él. El me decía que cuando fuera grande iba a ser más importante que Huracán Castillo. Aquella noche logré convencerlo de que antes de empezar a luchar me dejara contarle El ataúd del vampiro que acababa de ver en el Imperial. Me admitió que nunca había ido al cine. Según iba contándole las escenas, a las que le añadía varios elementos, personajes y situaciones que no estaban en la película, me di cuenta de que se quedaba quieto, pálido y en silencio. Esa tarde me dijo que no tenía ganas de jugar a la lucha libre.

Nunca más me volvió a tocar.

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Rubén Ríos Ávila
Autores

Rubén Ríos Ávila

Columnista Rubén Ríos Ávila enseña en el Departamento de español y portugués de la Universidad de Nueva York, donde dirige la maestría en escritura creativa. Fue profesor del Departamento de literatura comparada de la UPR, recinto de Río Piedras, el cual dirigió en tres ocasiones. Es el autor de La raza cómica: del sujeto en Puerto Rico, y de Embocadura. Enseña teoría literaria, literatura hispanoamericana, cine y literatura. Fue el anfitrión del programa de crítica de cine En cinta, para WIPR.

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