El bombazo en el subte de Santiago
Repasaba los periódicos, locales e internacionales, cuando me topé con la noticia: “Estalló una bomba en un lugar de comida rápida en una estación del tren subterráneo en Chile”. Empezó la información con seis heridos que, en minutos, empezó a subir hasta llegar a catorce, creo. Dos de ellos con heridas considerables, que requirieron atención medica más minuciosa. La estación: Escuela Militar. Está en la comuna de Las Condes, que viene siendo como un pueblo pequeño dentro de otro más grande que es la capital de ese país: Santiago. Es como Río Piedras en San Juan.
Luego, llego a mi trabajo donde algunos compañeros se me acercan a preguntarme, con caras muy compungidas y adivino algo de solidaridad. ¿Qué significa el bombazo más allá del daño físico que todos conocen? ¿Se pondrá peligroso viajar a ese país? ¿Quiénes fueron?
Desde que leía la noticia, la electricidad de la angustia y la impotencia de no poder hacer nada laceró un cuerpo que uno viene galvanizando desde hace más de cuarenta años para que no lo hieran, nunca más, de forma fácil y festinada las cosas terribles que están pasando en la calle, de las que somos testigos día a día. La galvanización es incluso para las cuestiones que trascienden las cotidianas, como la política contingente y todos los dolores de parto que nos vienen dando la supra e infraestructura en esta nación y todas las otras que están más allá de estas playas, y que no sabemos cómo carajos arreglaremos.
No pude más que sentir estremecimiento preguntándome en voz alta mientas rascaba, sin necesidad, mi cabeza, ¿quién puede ser tan pendejo como para poner una bomba en la entrada del tren subterráneo?… una vía de transportación usada mayormente por los trabajadores, aunque fuera en una estación ubicada en una comuna que es dormitorio de la pequeña burguesía y arribistas de ese país.
Y precisamente por esa condición sociológica del lugar del bombazo, por allí pasan los miles de obreros de la construcción que elevan edificios que nunca más visitarán una vez terminados. Los trabajadores que mantienen cortaditas y bonitas las áreas verdes y las miles de “nanas” como llaman allí de forma vergonzante a las empleadas domésticas que les mantienen de pie, a ese sector social, no solo la casa sino también el hogar. Después, con la caída de la noche, huyen a su propio hogar en alguna población proletaria de Pudahuel u otra comuna al sur de la ciudad.
Esas fueron las víctimas del bombazo. No fue el neoliberalismo, el capital financiero o el buitre, los dueños del poder y el capital, un banco o una empresa que se harta los bolsillos con trabajadores sin contrato. Ni siquiera fueron los “milicos”, a pesar de que la estación se llama Escuela Militar. Una trabajadora municipal perdió un dedo, y otros obreros y obreras fueron las víctimas de la irracionalidad creadora del miedo.
Si la ultraderecha o algunos de sus esbirros uniformados fueron los responsables, les salió muy bien. Han logrado aterrorizar a toda la población y de paso poner a la llamada clase media contra un gobierno que tiene algo de sensibilidad social, como se acostumbra llamar ahora a los gobiernos de centro izquierda. Experiencia terrorista tiene la ultraderecha hasta para exportar. Educados y orientados por sus hermanos mayores, la CIA y otras organizaciones de tres letras que llevaban a sus mejores alumnos a la tristemente célebre Escuela de las Américas en Panamá, para graduar a algunos en Langley, Quantico o Benning.
Empezaron en el gobierno de Allende tumbando torres de alta tensión y matando funcionarios en cuidados operativos haciéndose pasar por una inexistente BOC (Brigada Obrero Campesina) para que los atentados se adjudicaran a la izquierda. Luego en dictadura, los soldaditos armados, mantuvieron el terror por diecisiete años, al extremo que hoy todavía ese pueblo no se atreve a descorrer todo el velo de la muerte, la tortura, el fusilamiento y el exilio de miles y miles de compatriotas desarmados. Esa será la prédica, aterrorizar a la población para que crean las cosas al revés… Que “todo gobierno de izquierda trae terror y destrucción”. Quieren un país con miedo y lo están consiguiendo.
Por otro lado, si fue la ultraizquierda, esta ya no es la enfermedad infantil como la llamó Vladimir Ilyich, sino un tumor canceroso que hace retroceder todo lo poquito que se ha ido ganando en estos veinticinco años. Todos ahora tienen miedo, el país completo por esto que, sí, esto es terrorismo y no acción político-militar. Jamás ese país, el pueblo, hasta en los días más aciagos de la dictadura de Pinochet, tuvo temor de una organización popular y revolucionaria. Aun cuando el fallido atentado contra Pinochet en el 1985 provocó una sangrienta reacción de venganza de los militares y su policía política, nadie en ese país sintió temor o miedo de las organizaciones revolucionarias que combatían con las armas en la mano a la dictadura. Más aún —y allí aplica lo que llamo el “silencioso y clandestino respaldo” de la población— por lo bajo lo único que se escuchaba era el lamento de cómo había quedado vivo el dictador, pero nunca miedo o temor.
Eso es lo que diferencia al terrorismo de la acción directa. El terrorismo provoca miedo, temor y aleja el respaldo de los sectores sociales. La acción directa pone masa de apoyo detrás de los que la ejecutan. Lo del subterráneo es terror puro, que hasta puede provocar que las autoridades civiles cedan a las intenciones de los militares de aplicar la controvertible ley antiterrorista que implica suspensión de los derechos ciudadanos fundamentales y poder reprimir sin castigo hasta a aquel que grita libertad en la calle o calificar de terrorista al estudiante que pide, en la misma calle, educación de calidad, pública y gratuita.
Hoy, incluso algunos medios de comunicación que se habían mantenido quietitos solo engordando sus billeteras con el “show business”, empiezan a asomar sus fétidas lenguas por medio de periodistas de encargo gritando que la culpa es del movimiento estudiantil. El epítome de la satanización. “Esos cabros han molestado harto. Aquí está nuestra oportunidad de ponerlos en cintura”, debe haber sido la conclusión de los cónclaves entre funcionarios, militares y banqueros”. Qué gran parecido con la última huelga de la UPR y “los pelúos y revoltosos”, solo que aquí les faltó la bomba.
Finalmente, también el día y mes en que se hizo el atentado es sintomático. A menos de una semana de conmemorarse, este 11 de septiembre, el aniversario 41 del sangriento golpe militar de unos soldaditos rastreros contra el gobierno democráticamente constituido de Salvador Allende. Ya salió la lengua hedionda de Patria y Libertad, igual que en el 70, a gritar y llamar a los patriotas chilenos a defender la nación de aquellos vendidos a la sinarquía internacional. Dicen que no permitirán ideologías extrañas y foráneas en las columnas de la nacionalidad.
A eso deben responder y enfrentarse los luchadores sociales y los revolucionarios. Hacerle entender a ese pueblo que una organización popular y revolucionaria jamás irá contra los civiles. Jamás usaron ni usarán el terror para conseguir dar los saltos hacia delante como enunciaba un teórico popular chino. Nadie del pueblo trabajador debe temer de los que luchan en la calle por transformar este putomundo. Nunca se irá contra la población, ni siquiera en los momentos en que esta aún no respalde los objetivos revolucionarios. Eso… debe estar clarito. El que no lo entienda, como dicen en La Perla: “Se parquea”.