El Caribe como resistencia
Esta entrevista fue realizada por María Teresa Vera-Rojas y Magdalena López
María Teresa Vera-Rojas y Magdalena López: En un contexto mundial como el actual, con populismos emergentes sostenidos en discursos militaristas, xenófobos, nacionalistas e incluso racistas y misóginos, ¿qué es lo que la experiencia político-cultural caribeña tiene para aportar en términos de crítica y de reinvención de sentidos de comunidad alternativos?
Arcadio Díaz-Quiñones: ¿Por dónde empezar? No sé si puedo responder satisfactoriamente. Comparto la angustia de muchos ante las guerras, el racismo, la desigualdad, la misoginia y la xenofobia que nos rodean. $1500 personal loans. Hay momentos en que no parecen quedar referentes confiables que nos hablen de justicia o libertad. ¿Con qué idioma hablar del desamparo en que se encuentran millones de seres humanos en los campos de refugiados, en permanente estado de excepción? A esto se añade el triunfo de Trump en los Estados Unidos, con consecuencias tan destructivas para la democracia norteamericana, y a escala planetaria. Por supuesto que el Caribe es muy diverso, una región atravesada en el pasado y en el presente por una compleja red de intereses y valores políticos. Su historia abunda en ejemplos de violencias atroces: la muerte que acecha en la esclavitud, las ocupaciones militares, dictaduras, racismos y actitudes sexistas y homofóbicas.
Tendríamos que destacar, además, el terror organizado en Guantánamo por los Estados Unidos. Sin embargo, hay mucho que aprender de la pluralidad cultural, racial, y de las expresiones religiosas del mundo multiétnico y multilingüe del Caribe insular y continental. La región cuenta con una larga historia de resistencias: la lucha por crear repúblicas modernas de ciudadanos, o la Revolución Haitiana. También la historia representada por abolicionistas radicales como Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones, autores del extraordinario Proyecto de 1867, en el que pedían “la abolición inmediata, radical y definitiva de la esclavitud”. Otros referentes simbólicos decisivos son las tradiciones contestatarias feministas, socialistas, y antiimperialistas del siglo XX. Dicho resumidamente, esas luchas constituyen una reserva moral y política para repensar la democracia. Señalaría también la capacidad de las culturas campesinas y proletarias caribeñas para “reinventarse” como comunidad y construir nuevas redes en múltiples lugares de las diásporas. Recuperar su memoria y potenciarla es una tarea política. Al mismo tiempo, pienso que sería necesario dar largos rodeos por la literatura, la canción, la danza, las prácticas artísticas, y por las creencias mítico-religiosas del Caribe. De esa inagotable riqueza se sigue nutriendo el pensamiento crítico. Me refiero, para dar sólo un ejemplo, a la forma en que Alexandra Vázquez reflexionaba recientemente sobre la poética de los manglares de Maryse Condé en su novela Across the Mangrove (Traversée de la mangrove). Atravesar los manglares, con sus raíces bajo el agua salobre y las formas de adaptación y acomodamiento, posibilita una profunda meditación sobre la diversidad lingüística y cultural del Caribe y sobre las zonas afectivas, viejas culpas y penas que suben lentamente como la marea. Se trata de una zona de refugio, acogedora y peligrosa a la vez. Es asimismo una forma de estar en el mundo, donde siempre hay relatos, rumores, o esbozos de narraciones. Por cierto, la imagen de los manglares también fue recreada con maestría por el artista puertorriqueño Lorenzo Homar en su clásico grabado “El Unicornio”. Homar nos hace ver la utopía insular a través del naciente paisaje marino en el que naturaleza y cultura se entrelazan. Es el espacio del arte, el aquí y el ahora de la utopía, contrapuesto a la pretendida racionalidad de los proyectos modernizadores. Su “Unicornio” es la imagen de un lugar sagrado, re-descubierto en los versos de un poema de Tomás Blanco: Y el unicornio en la manigua alzado, / listo para la fuga, alerta y tenso. Otra metáfora de larga duración en el Caribe es la del naufragio. Tiene uno de sus puntos más altos en La isla que se repite, del escritor cubano Antonio Benítez Rojo: “Todo caribeño, al final de cualquier intento de llegar a los orígenes de su cultura, se verá en una playa desierta, solo y desnudo, emergiendo del agua salada como un náufrago tembloroso”. Se trata de un sobreviviente que porta una verdad y se enfrenta al desafío de contarla, como quien mira el mundo por primera vez. Esas imágenes nos permiten intervenir críticamente y seguir pensando en alternativas al corazón de las tinieblas en el que nos encontramos hoy.
MTVR y ML: ¿En qué medida la crisis del humanismo y el cuestionamiento de conceptos como modernidad, hegemonía, ideología y nación han afectado y/o transformado los estudios acerca del Caribe hispano?
ADQ: Muchísimo. En efecto, los procesos sociales, económicos y políticos desde finales del siglo XX han transformado profundamente el mundo en que vivimos. El fin de la Guerra Fría, y los debates teóricos e historiográficos suscitados por el triunfo del orden neoliberal y por los desplazamientos masivos de migrantes y refugiados han llevado a redefenir algunos conceptos o a reconocer sus límites. Pero hay distintas formas de cuestionar, ¿no? Derrida habló de manera muy inspirada sobre unas nuevas Humanidades que deberían ocuparse de la historia de la democracia y de la idea de soberanía. En ese sentido, para los estudios caribeños –y no sólo el hispano– han sido decisivos los debates antropológicos y el giro de los estudios postcoloniales. Bastaría recordar los nombres de Clifford Geertz, Edward Said, Gayatri Spivak, Homi Bhabha, o Dipesh Chakabrarty. Así ocurrió con el cuestionamiento postmoderno de la historiografía “nacional”. Pensemos, además, en el trabajo tan fértil de Stuart Hall y sus reflexiones sobre los tiempos y los espacios de las diásporas, o en el de Jesús Martín Barbero sobre la forma en que se mueven las cartografías. Lo cual no significa que los conceptos mismos se hayan descartado. A veces vemos su efecto prolongado en el tiempo. Siguen en discusión, aunque desestabilizados, como parte de un amplio espectro de modos diferentes de pensarlos. Es lo que se observa con la cantidad de estudios y nuevos enfoques sobre la diáspora puertorriqueña y sus estrategias de supervivencia. Hasta los años 70 era un tema marginal y por lo general ignorado, salvo por los escritores y los músicos que sabían que era una historia que merecía ser contada con todos los detalles afectivos y políticos. Otro ejemplo sería el renovado estudio de la historia intelectual, frente a la tradicional “historia de las ideas”. La nueva historia intelectual ha impulsado el estudio de tropos y textos, la consideración de los lenguajes políticos, y de los contextos de producción y recepción. Por cierto, hablando de modernidad, ¿cómo se pensaba? Para Durkheim, por ejemplo, era la anomia, el desarraigo. Fredric Jameson postulaba que la modernidad no era sólo un concepto, sino un tropo narrativo que permitía relatos alternativos. En ese sentido, nunca he olvidado las palabras del historiador cubano Manuel Moreno Fraginals en su gran libro El ingenio sobre la violencia fundacional del capitalismo azucarero: “En su sangriento despertar el azúcar era un paso hacia adelante”. Hoy, para el estudio de la esclavitud y de Haití, es esencial el libro de Sybille Fischer, Modernity Disavowed. Por otra parte, somos deudores de las reflexiones sobre la biopolítica elaborado por Foucault y Agamben, del poder sobre las vidas, y del concepto de “vidas precarias” de Judith Butler. Yo diría que uno de los cambios significativos es justamente el énfasis puesto en el vínculo entre modernización y violencia. Pienso en dos libros recientes, muy relevantes para el Caribe. Me refiero, en primer lugar, al de Jean Franco, titulado Cruel Modernity, la historia latinoamericana de la tortura, los desaparecidos, el feminicidio, la necropolítica. Como parte de esa crueldad, la autora insiste en otro aspecto: los códigos machistas de las fuerzas represoras militares, pero también –sin ponerlo todo en el mismo plano– en los grupos guerrilleros. Destacaría la importancia que Franco le otorga a la elaboración de la memoria de la tortura y de los desaparecidos en textos escritos, en la fotografía y en el cine. El otro libro es el de Claudio Lomnitz, El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, una investigación en profundidad sobre los anarquistas mexicanos que actuaron al otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, y luego fueron incorporados al gran mito nacional de la Revolución Mexicana. Se trata de una historia de exiliados, con una producción discursiva compleja, debates y rupturas. Es una historia de prisiones y de muerte. Ese estudio brillante nos obliga a repensar otros conceptos: frontera, ideología, Revolución. Una pregunta crucial planteada por Lomnitz, especialmente crítica para quienes estudiamos el mundo caribeño en y desde los Estados Unidos: ¿Puede narrarse la historia de los anarquistas mexicanos en los Estados Unidos desde las convenciones de la historiografía nacionalista? Otra: ¿Cómo contar la historia de mujeres y hombres radicales –quienes a menudo vivían en pareja– que actuaron en la frontera, y contarla desde la academia norteamericana a principios del siglo XXI? La respuesta no es fácil. Lomnitz centra la atención, además, en los prejuicios machistas de las izquierdas. En el mismo capítulo en el que habla de la experiencia «comunista» real, vemos que la utopía de la «familia» anarquista coexistía con los viejos prejuicios homofóbicos. Su énfasis en la frontera lleva a pensar de nuevo la relación con la diáspora en el mundo caribeño, la diáspora no como una condición sino como la posibilidad de nuevas prácticas y sociabilidades. Una de esas prácticas es la traducción. Nada de esto quiere decir que se abandonó la categoría nación, pues, de hecho, el discurso nacionalista es muy intenso en las diásporas.
MTVR y ML: ¿Tiene validez seguir pensando lo caribeño en los marcos del hispanismo académico?
ADQ: Yo diría que no… Pero depende, desde luego, de cómo se practique el “hispanismo académico”. Depende también de los contextos sociales y de las tramas de poder en los que ese “hispanismo” se desarrolle, e incluso de qué se entienda por “España”. En el mundo caribeño, la cultura, la política y las instituciones hispano-católicas han jugado un papel decisivo, desde 1492, gracias a la larga duración de la monarquía española. El “eurocentrismo” del mundo académico norteamericano, dicho sea de paso, por lo general no incluía ni a España ni a Portugal y sus imperios. Y en el 1898 es claro que en los Estados Unidos dominaba la noción de superioridad intelectual de la civilización “sajona” frente al mundo hispánico. Conocer la historia y la literatura españolas, en toda su diversidad, seguirá siendo, pues, necesario. El hispanismo cuenta con grandes tradiciones literarias y artísticas, con un inmenso capital de “heterodoxos”, y con redes académicas extensas. Es un capítulo de la historia intelectual, cultural y política que merece estudio. El problema para el mundo caribeño –y latinoamericano, y para el propio mundo español– sería quedarse ahí. Precisamos otros saberes e instrumentos. El hispanismo borraba muchas experiencias, espacios, tiempos y lenguas, empezando por la violencia fundadora. También ignoraba la presencia de otros imperios. Era lo que ocurría en mis años de formación en la Universidad de Puerto Rico a finales de los 50, años extraordinariamente complejos, dominados por el maniqueísmo de la Guerra Fría, que coincidía con el apogeo del Estado Libre Asociado y la gran migración de puertorriqueños a los Estados Unidos. Entonces el “milagro económico” puertorriqueño coexistía (no de forma pacífica) con la militarización total de la isla, y con la vigilancia y represión de los críticos independentistas. Pues bien, tuve excelentes profesores de literatura española e hispanoamericana, puertorriqueños y algunos exiliados republicanos españoles. Pero rara vez se mencionaba a África o sus culturas y sus diásporas, o la compleja heterogeneidad lingüística y racial del Caribe. Estudiábamos la abolición de la esclavitud de una manera esquemática, pero no la esclavitud misma ni la larga duración de sus consecuencias, a pesar de que toda América se convirtió en una inmensa colonia penitenciaria. Se trataba, además, de una visión simplificada de “España”, aceptada en la patria imaginada por algunas élites criollas. No obstante, las marcas de lo silenciado y lo deformado estaban por todas partes. Lo cierto es que en España, en América Latina y en los Estados Unidos se practicó un hispanismo que explícita o tácitamente establecía jerarquías en las que lo “hispánico” se juzgaba superior y lo demás se colocaba en un lugar subalterno o como parte de un mestizaje ideologizado. Durante años dediqué mucho tiempo y energía a estudiar esa tradición para el estudio que titulé “Hispanismo y guerra”. Me interesó particularmente el poder cultural que retienen los imperios, aun después de su final político. No puedo negar el vínculo autobiográfico con ese material. Por otra parte, podría decirse que escritoras y escritores como Aimé Césaire, Julia de Burgos, Fanon, George Lamming, José Luis González, Derek Walcott, Jamaica Kincaid, Édouard Glissant, Luis Rafael Sánchez, Manuel Ramos Otero, Pedro Pietri o Edwidge Danticat y Junot Díaz –para nombrar sólo algunos –se dedicaron a elaborar un lenguaje que les permitiera nombrar lo que quedaba sin decir. Forman todo un linaje. Dieron esa batalla en las lenguas imperiales heredadas, como lo hizo el gran C. L. R. James, historiador del jacobinismo antiesclavista y anticolonial haitiano. James también estudió la caribeñización del cricket en Trinidad como ejemplo de apropiaciones culturales: el deporte como un teatro en el que se juegan los antagonismos entre colonizador y colonizado, y entre raza y clase. Y escribió sobre el calipso. En mi caso puedo decir que fue la poesía de Luis Palés Matos, cuando yo era estudiante universitario, la que me hizo pensar en el archipiélago, en la esclavitud, en la violencia, en el racismo, y me incitó a leer a las escritoras y escritores del Caribe. En su libro Tuntún de pasa y grifería, de 1937, Palés evocaba los nombres y las múltiples cartografías de las diásporas africanas. Palés –quien venía de las vanguardias y de la convicción de la “decadencia de Occidente”– me llevó a cuestionar el hispanismo y a pensar otras formas de memoria social y cultural. Desde el título mismo, el Tuntún era un desafío. Toda la tensión de su poesía afroantillana se jugaba en ese ten con ten de abolengo que te hace tan antillana, una mitad española y la otra mitad africana. Todo eso plantea otra pregunta: ¿Qué pasa cuando es la poesía o la ficción, y no las ciencias sociales y la historia, lo que nos hace cuestionar el mundo que nos rodea? Palés me inspiró a imaginar el Caribe, sobre todo las islas, y siempre el Mar, con sus “voces”, un espacio y un tiempo diferentes, lugares en los que se han cruzado lenguajes, razas, historias e imperios. Me ayudó a leer a grandes estudiosos caribeñistas como lo fueron Sidney Mintz y Gordon Lewis. En respuesta a la pregunta que ustedes formulan, diría también que hoy esa compleja experiencia histórica podría pensarse, como lo hace el historiador Serge Gruzinski para toda América, como una primera globalización que transformó la vida de los pueblos originarios y también la de los esclavos que fueron traídos de África. Felizmente, ya contamos con varias generaciones de estudiosos que han ido transformando considerablemente las premisas teóricas, las categorías y las preguntas que se formulan sobre el Caribe, y se han ido generando nuevas investigaciones. Uno de los más vigorosos es el trabajo que viene realizando Nelson Maldonado-Torres en torno al “giro decolonial” y el pensamiento de Fanon.
MTVR y ML: ¿El desplazamiento, la migración, el exilio sería el lugar característico del intelectual caribeño? Si lo es, ¿que entrañaría esta especificidad?
ADQ: Ciertamente hay numerosos ejemplos de exilios voluntarios o forzosos que han moldeado la vida de los intelectuales del Caribe. Esas experiencias han tenido un gran peso en la configuración misma del campo intelectual y de sus prácticas. Entre otras cabría mencionar la importancia del bilingüismo, a veces trilingüismo, y de la traducción. Además, ya en el siglo XIX puede constatarse que los discursos en torno a la nación –o el Caribe y aun de América Latina– se elaboran o se reformulan a menudo desde un “afuera”, y desde alguno de los centros imperiales. Algo parecido ocurre con los lugares de publicación: Nueva York y Filadelfia, o Londres y París. El exilio genera en los escritores y los artistas otros mapas afectivos, críticos y políticos, como vemos en la poeta puertorriqueña Julia de Burgos o en los exiliados republicanos españoles que se radicaron en el Caribe. Los sucesivos exilios marcaron asimismo la historia del libro y de las editoriales, por no hablar del periodismo. En el caso de algunos escritores, suponía la pérdida no sólo de la biblioteca sino también de los lectores. Ángel Rama publicó un ensayo notable sobre “La navegación riesgosa del escritor exiliado” y el desafío de escribir simultáneamente para públicos diversos. Hay casos en que el exilio es una condición deseada e inspiradora. George Lamming tituló, con cierta ironía, Pleasures of Exile al libro en el que habla de los placeres y también de las paradojas y los conflictos culturales y políticos con las metrópolis y las lenguas imperiales. Para Aimé Césaire el país natal se convierte en un cuaderno de retorno, es decir, en poesía, en escritura. En un bello texto sobre “Anábasis”, Alain Badiou nos dice que como verbo, dicha palabra significa a la vez “embarcarse” y “volver”, un final y un comienzo. Ese doble movimiento es central en el imaginario del exilio y en las formas en que se entrelazan la imaginación y la memoria en las diásporas. En Princeton, durante varios años enseñé un seminario sobre “Exilio e intelectuales”. Leíamos textos extraordinarios de James Baldwin, Hannah Arendt, Edward Said, y María Zambrano, quienes hablaban, desde perspectivas muy diferentes, de lo que se pierde y de lo que se gana en los exilios. José Martí, para quien el exilio llegó a ser la condición del poeta y del revolucionario, era un ejemplo particularmente significativo. Su primer exilio, deportado muy joven a Madrid, ocurre después del impacto traumático de la guerra en Cuba y de la prisión en La Habana en 1868. En varios ensayos he citado una carta de Martí, escrita durante un fugaz retorno a La Habana después del Pacto del Zanjón de 1878, en la que le contaba a su amigo mexicano Manuel Mercado que su vida se había empobrecido por el clima represivo y el paisaje provinciano de la colonia: “¡El destierro en la patria, mil veces más amargo para los que, como yo, han encontrado una patria en el destierro. Aquí ni hablo, ni escribo, ni fuerzas tengo para pensar!”. Martí se destacó después por su pasión –anticipadamente “poscolonial”– del universo plurilingüe y pluriétnico de la Nueva York de finales del XIX, de las tradiciones culturales norteamericanas, y del movimiento abolicionista. El exilio marcó profundamente la vida y la obra de otros escritores caribeños: Cirilo Villaverde, Eugenio María de Hostos, Ramón Emeterio Betances, Lola Rodríguez de Tió, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, C.L.R. James, o Fanon. Los exilios de intelectuales que vienen del mundo colonial llevan, como plantea Said, a la búsqueda de alianzas en las metrópolis, y a la construcción de nuevos nexos con los países de origen. Para algunos escritores el encuentro con los lectores de su país natal se produce tardíamente, sólo después de la muerte y de largas ausencias u olvidos de sus textos. Así Martí y Hostos, y también Betances. Por otra parte, se ha estudiado menos el impacto de los exiliados en las metrópolis imperiales, mucho más importante de lo que se ha pensado, o al menos que lo que se ha escrito. Y no sólo en las capitales de los imperios. Pienso, por ejemplo, en el cubano Virgilio Piñera en Buenos Aires, o en Alejo Carpentier en Caracas. O en el puertorriqueño José Luis González, joven escritor comunista exiliado en México durante tantos años, queien jugó un destacado papel como traductor y editor de la literatura puertorriqueña. González se ocupó de dar a conocer, en pequeñas editoriales mexicanas, los textos de René Marqués, César Andreu Iglesias, Pedro Juan Soto, y otros. Además, fue el traductor de la biografía de Trotsky de Isaac Deutscher. En el ámbito puertorriqueño, hoy hablamos menos de exilios y más de diásporas, de comunidades que postulan a veces otra genealogía y diversas filiaciones intelectuales. Construyen sus propios archivos, y cuentan con artistas, maestras y maestros y escritores que debaten tanto en inglés como en español. Pensemos en la gran poesía de Pedro Pietri, y en las idiosincrasias de las voces y memorias de su Puerto Rican Obituary, o en el entretejido de voces que nos interpelan en La guagua aérea de Luis Rafael Sánchez, y en los ensayos de Juan Flores. O, más recientemente, las singularidades de las voces que se van modulando en la obra Identities Are Changeable del saxofonista Miguel Zenón. Ya hay más de cinco millones de boricuas en los Estados Unidos, mientras que en la ínsula son un poco más de tres millones. Pero la gente se sigue identificando como puertorriqueña, sin importar donde resida. Muy complejo, ¿no? Lo mismo ocurre –a pesar de diferencias importantes– con los dominicanos, haitianos, cubanos, venezolanos, y todo el Caribe.
MTVR y ML: ¿Qué implica pensar lo político en el Caribe desde un obrar no épico, desde un bregar que no es ajeno a la experiencia del fracaso?
ADQ: Para mí es una pregunta crucial, y difícil de responder. Llevo muchos años pensándolo. No sólo el Caribe, desde luego. Se trata de enfrentarse con el lenguaje mismo, con lo que nos hacen las palabras, lo que ellas permiten. Recientemente, en las muchas conversaciones que sostuve con Pedro Meira Monteiro cuando él traducía al portugués mi ensayo sobre la brega para la antología brasileña, volví a esa pregunta. En su introducción a ese libro, Pedro me ha hecho ver aspectos en los que yo no había pensado lo suficiente. ¿Qué significa resistir en condiciones de extrema desigualdad de fuerzas? ¿Qué significa perder? Más que la épica, en el sentido de guerra heroica, me han interesado las palabras que nos permiten actuar y sobrevivir con dignidad personal y colectiva. No se trata de pasividad. La brega, a veces, ayuda a esquivar los golpes. La pregunta que ustedes formulan se refiere a lo político, y, en efecto, creo que los relatos épicos, como en el caso de la Revolución Haitiana o la Cubana, concebidos como movimientos inequívocamente emancipadores, no siempre permiten entender otras luchas, igualmente centrales pero zigzagueantes, que se dan en la vida cotidiana. Con esto quiero referirme, por ejemplo, a la lucha de los migrantes. Cuando escribía sobre la brega, pensaba en las “armas del débil” del libro de James C. Scott, o en “las tretas del débil”, para recordar el gran texto de Josefina Ludmer, sobre las relaciones de género y poder, y en las formas de negociar identidades o de cambiar el lugar que se nos ha asignado. Titulé el ensayo “De cómo y cuándo bregar”, con el verbo en infinitivo, es decir, la acción en potencia, y pensando en la cautela y la prudencia necesarias. Usé materiales letrados, pero la brega se despliega ante todo en el habla, con palabras pronunciadas, cuyo significado está en relación con lo no dicho y con la posición del interlocutor presente o imaginado, que maneja el mismo código cultural. En el bregar hay mucha teatralidad, y también mucha reticencia, lo cual deja vibrando en el aire toda una serie de equívocos. No es lo popular “carnavalesco” de Bajtín. El carácter proteico, o incierto, del género ensayo me resultó útil, quizás porque la brega misma es un constante ensayo. Centré la investigación en pequeños relatos escuchados, con atención a los cambios de tono, a las elipsis y los silencios. A veces se trata de la resistencia corporal y espiritual a los fantasmas que nos rodean y que intentamos evadir. Son estrategias que ayudan, en situaciones de clara desigualdad, a evitar el combate frontal y, en sus mejores momentos, a seguir adelante, con dignidad. Me sigue fascinando cómo en esa sabiduría popular del bregar se entrelazan la fuerza y la fragilidad. Y la posibilidad del fracaso, junto a la posibilidad de empezar de nuevo. Pero hay ocasiones en que nos sentimos defraudados por la brega, cuando queda enredada en su confusión. En el ensayo señalé, por ejemplo, cómo el discurso de Luis Muñoz Marín se apropió del verbo bregar, traduciéndolo a su proyecto modernizador y buscando identificaciones favorables con amplios sectores, lo cual logró. Pero la brega del desarrollismo puertorriqueño terminó sumando decepciones, a pesar de la legitimidad electoral que había alcanzado. Sin poder real de maniobra, la brega del Estado Libre Asociado, como queda claro hoy, acabó siendo un humillante fracaso. Por otra parte, hay un aspecto que no podría llamar “épico”, pero que aún no ha recibido la atención que merece. Me refiero a la larga experiencia militar, sobre todo de los hombres puertorriqueños, en las fuerzas armadas norteamericanas: desde la Primera Guerra hasta Corea, Vietnam e Irak. ¿Cómo funcionaba ahí la brega?
MTVR y ML: Tomando en cuenta la impronta de Edward Said en su trabajo, ¿podría ahondar en la manera en que relaciona escritura y compromiso? ¿De qué modo, además, ofrece una recuperación de cierta memoria progresista o de izquierda, pero también su crítica? ¿Cómo confluyen en sus reflexiones la denuncia de la impronta imperial en la literatura al mismo tiempo que ilumina la importancia de lo popular en expresiones tan diversas como la tradición oral y la música?
ADQ: Son varias preguntas, ¿no? Todas importantes. Empezaré por Said, a quien tanto admiré, al estudioso y al activista, sus ensayos y sus intervenciones en el espacio público, y su modo de reflexionar sobre la complejidad del vínculo entre literatura y política. Sus libros abrieron perspectivas nuevas, y su labor como profesor de literatura en Columbia University fue muy fecunda. Admiré la lealtad de Said a la causa palestina, nada fácil en los Estados Unidos ni en una ciudad como Nueva York. Y su lealtad crítica, siempre reflexivo e íntegro, que le llevó a enfrentarse con algunos líderes palestinos. Tuve la suerte de conocerlo personalmente y de escuchar sus conferencias. En mi libro Sobre los principios le rindo homenaje y reconozco la impronta de su reflexión sobre los “comienzos” de su gran estudio sobre Beginnings: Intention and Method, de 1975. El lugar de la literatura y la filosofía en esas exploraciones, tanto como los ensayos de Ángel Rama y de Raymond Williams, me estimularon a repensar las representaciones discursivas de las tradiciones intelectuales caribeñas. Yo diría que en toda la obra de Said hay una extraordinaria sensibilidad histórica descolonizadora, que es al mismo tiempo ética y política. Es lo que él llamó, en otro brillante libro suyo titulado The World, the Text, and the Critic, una crítica “worldly”, “mundana”. No la llama “revolucionaria” sino “secular”, una crítica atenta a las formas de exclusión y de silenciamiento. Para Said, no hay escapatoria posible de la política, no hay saberes desinteresados ni torre de marfil. En sus últimos ensayos reclamaba insistentemente un humanismo más democrático Y el deber del intelectual es hablar y actuar en oposición a los dogmas, tanto de los centros imperiales como los de la comunidad a la que pertenecemos. Pero, sobre todo, hablar desde sus propios saberes, combinando la denuncia y la esperanza. En su otro libro, Cultura e imperialismo destacó la importancia de los viajes de ida y vuelta en el mundo colonial y de la búsqueda de alianzas intelectuales en las capitales de los imperios. Pero, en respuesta a la pregunta sobre la cultura y las tradiciones populares, diría que estoy más endeudado con escritoras y escritores puertorriqueños como José Luis González, cuyo retorno a Puerto Rico en los años setenta produjo un encuentro personal e intelectual de largo alcance. Tendría que hablar mucho de lo que significaron para mí las conversaciones con González: su voz, su ironía aguda, su pensamiento provocador. Para la cultura de izquierda era un intelectual central, pero incómodo. De los años setenta destacaría asimismo la riqueza de las lecturas y las discusiones en el Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP), un colectivo de universitarios que se reunía fuera de la Universidad de Puerto Rico. Ese “afuera” indicaba ya una vocación por lo público, pero a la vez permanecía dentro del mundo universitario. CEREP era un espacio alternativo de formación cultural y política. Formaba parte de los debates intensos en el interior de la cultura de izquierda, en medio del espanto de Vietnam y de las luchas contra el servicio militar obligatorio en Puerto Rico, y también de las dictaduras en Chile y la Argentina. Eran años de represión de los independentistas puertorriqueños, e incluso de asesinatos, como los del Cerro Maravilla. Yo venía de la literatura, y en los intercambios de CEREP me encontré con un grupo de historiadores, sociólogos y politólogos como Marcia Rivera, Gervasio García y Luis Rivera Pagán. Fue todo un aprendizaje: una manera de pensar las clases sociales, las cuestiones de género, el desarrollo del capitalismo. Leíamos a Raymond Williams y a E. P. Thompson, y discutíamos con especial pasión lo nacional popular, para evocar a Gramsci. Los setenta eran, además, años de gran efervescencia en la diáspora boricua, y las movilizaciones de los Young Lords en Chicago y en Nueva York, años en los que cristalizaron instituciones como el Museo del Barrio, Hostos Community College, y el propio Centro de Estudios Puertorriqueños en Nueva York, con nuevos intelectuales como Frank Bonilla, Ricardo Campos, y Juan Flores. Un testimonio formidable de ese momento es el libro de las Memorias de Bernardo Vega, editado por César Andreu Iglesias: era la memoria de la diáspora y de los tabaqueros puertorriqueños. Recuerdo con alegría que en 1978, como profesor invitado en Princeton, organizamos un coloquio sobre Puerto Rico: identidad nacional y clases sociales en el que participaron Juan Flores, Quintero Rivera, José Luis González y Ricardo Campos en el que se habló largamente del libro de Bernardo Vega y de la memoria de las izquierdas. Ese coloquio se publicó poco después. Lo que estaba pasando en los años setenta era una gran explosión cultural, de exploraciones y riesgos que transformaban el concepto de “cultura”, y nos transformaron a todos. Nos sentíamos parte de un movimiento, si no de una revolución sí de una “sublevación” en el sentido de la distinción que establece Didi-Huberman, un deseo de emancipación. En aquella época aprendí mucho de las ficciones, la poesía, o los ensayos de Luis Rafael Sánchez, Rosario Ferré, Olga Nolla, Ángela María Dávila, Juan Sáez Burgos, y Manuel Ramos Otero, quienes publicaron por aquellos años textos que muy pronto se convertirían en clásicos, y de los trabajos y las discusiones con los historiadores y sociólogos. Los nuevos escritores ejercieron una crítica de los imaginarios nacionales y de sus exclusiones. Tendríamos que hablar de las canciones y los cantores de aquellos años, como El Topo o Lucecita Benítez. Por cierto, José Luis González escribió un ensayo luminoso sobre el “Lamento borincano” de Rafael Hernández, un bolero más conocido como “El Jibarito”. González lo sitúa como la primera canción protesta, compuesta en otra época de desesperación. De esa literatura y de los debates de los años setenta viene, pues, mi interés por la creatividad de la cultura popular y las sonoridades caribeñas.
MTVR y ML: ¿Cómo brega un profesor boricua de literatura latinoamericana en una universidad estadounidense como Princeton?
ADQ: Es una pregunta que me hecho muchas veces. Hoy, al cabo de los años, creo que mientras escribía las páginas sobre la brega me estaba cuestionando cómo yo mismo vivía los dilemas y las –-¿cómo llamarlas?– incompatibilidades de esa doble pertenencia. ¿Por dónde empezar? Un profesor boricua en una universidad no sólo estadounidense pero de élite que se encuentra a veinte minutos de la ciudad de Trenton, y un poco más lejos, de Camden, lugares donde en los años setenta y ochenta sobrevivía una comunidad puertorriqueña muy pobre, que está y ha estado ahí durante muchos años, pero invisible (todavía hoy) para muchos de los princetonianos, por la distancia de la clase social y por el racismo. La historia de la institución se remonta a la época colonial y revolucionaria, y también a la esclavitud y al imperio. Sus comienzos fueron marcados por las tradiciones intelectuales presbiterianas y por la Ilustración escocesa. Woodrow Wilson fue su presidente, antes de llegar a la Presidencia de la República. Princeton, como es sabido, fue un bastión blanco y masculino hasta la segunda mitad del siglo XX. Fue a finales de los años sesenta cuando admitieron las primeras mujeres y las “minorías”, como resultado del affirmative action. Creo que en Princeton he aprendido algo de las élites políticas y sociales norteamericanas, de cómo se perpetúan y cómo se renuevan. Me fascina observar las formas peculiares que tiene la institución de construir su propia memoria, y de renovar los modos de legitimar las relaciones –o complicidades– con el poder económico y político. Al mismo tiempo, practican un respeto genuino por la inteligencia y por saberes muy diversos. También me ha interesado ver cuándo y cómo se transforman sus tradiciones, y cómo emergen sus heterodoxos y disidentes. En todo caso, la palabra “élite” dejó de ser una idea abstracta. Entendí mejor el libro de Arno Mayer, The Persistence of the Old Regime. Por otra parte, durante mis primeros años en Princeton, bajo el gobierno de Reagan, se desarrolló la guerra criminal contra la Revolución sandinista. Y en 1983, poca gente lo recuerda hoy, ocurrió la invasión norteamericana de Granada y la liquidación del movimiento liderado por Maurice Bishop, quien fue asesinado. En Princeton viví también la Guerra del Golfo de 1991 y los movimientos políticos contestatarios en el interior del mundo académico. ¿Qué significa pertenecer? Por supuesto que hoy, décadas después, me sigo enfrentando a esa pregunta, y ahora me veo forzado a pensarlo con cierta intensidad. Pero enfrentar, como sabemos, no es resolver, y la visión que yo pueda tener de la institución no coincidirá con la visión que se tenga desde “dentro”. He pensado en los usos del bregar, de sus logros y sus fracasos. ¿Qué se gana y qué se pierde? No puedo dar una respuesta rápida y tajante con relación a Princeton. Pienso que mi relación ha tenido fases e intensidades distintas. A lo largo de los años, aprendí lecciones importantes de mis estudiantes y de mis colegas y amigos. Si tuviera que hacer un balance, empezaría por decir que desde el principio tuve la fortuna de conocer a personas que admiré especialmente, como Karl Uitti, Sylvia Molloy, James Irby, Vicente Llorens, Albert y Sarah Hirschman, Natalie Davis, Sheldon Wolin, y al historiador Stanley Stein. Me da mucho gusto nombrarlos aquí. Un poco después, otras felices coincidencias: mi encuentro en Princeton con Ricardo Piglia, con la novelista Toni Morrison, con Rolena Adorno, y colegas como Hilda Sabato, Michael Wood, Roberto Schwarz, David Carrasco, Cornel West, Eduardo Cadava, y Jeremy Adelman, con Lucía Melgar y Fernando Acosta, y con ellas y ellos otras experiencias de lectura. Habría mucho que decir sobre el papel de la amistad en los proyectos intelectuales y políticos. Para mí, Princeton ha sido ante todo la docencia, los lazos intelectuales y afectivos entablados con tantas alumnas y alumnos: leer y conversar sobre Julia de Burgos, Palés Matos, José Martí, la poesía de César Vallejo y la de José Emilio Pacheco, los cuentos de José Luis González o Rosario Ferré, y La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez. Recuerdo, y con mucha gratitud, los diálogos con estudiantes en mis seminarios sobre “Literatura y Nación en el Caribe”, “Literatura y memoria”, “Guerra y Literatura”, o “Las islas en el imaginario literario y político”; y los cursos que enseñé en colaboración con Jeremy Adelman y Pedro Meira Monteiro y, más recientemente, con Germán Labrador. Al mismo tiempo, como puertorriqueño he tenido que “bregar” con el legado imperial de la institución. Las disciplinas humanísticas en Princeton han estado durante mucho tiempo bajo tutela “europea”, y tuve que “bregar” con los prejuicios académicos hacia América Latina y lo caribeño, y específicamente con el desconocimiento de Puerto Rico. Llama la atención ese silencio, aunque ello no ocurre sólo en Princeton. Creo que se debe a que tarde o temprano hablar de Puerto Rico lleva a hablar de la colonia. O a reconocer la militarización de la isla, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, y a plantearse lo que ha sido la represión contra los nacionalistas e izquierdistas puertorriqueños. Algunos prefieren no tocar el tema, porque hacerlo obligaría a estudiar el poder que tiene el Congreso de los Estados Unidos sobre ese “territorio no incorporado”. Ese silencio convoca otras ausencias. El propio imperialismo norteamericano era uno de los temas más reacios a ser tratados. Recuerdo que a principios de los años 80 se enseñaban cursos sobre The Roman, French or British Empires. Pero –y es muy revelador– nada sobre the American Empire, que era el que más me interesaba. Se daba por sentado que no había tal cosa. En los años noventa organicé un encuentro titulado El Caribe entre imperios, que después publicamos en Puerto Rico. Era otro modo de hablar de y desde Princeton, con una visión más compleja. Además, y según lo que con frecuencia son absurdas compartamentalizaciones de las disciplinas académicas, lo puertorriqueño no era parte ni de American Studies ni de Latin American Studies. No es extraño que estén completamente ausentes del análisis los críticos izquierdistas puertorriqueños, vigilados muy de cerca por el FBI desde la década de 1930, como sabemos por el inmenso archivo que ahora podemos consultar. Se trata de un archivo que representa un caso especial de traducción policial que aún aguarda estudios detenidos. En fin, Puerto Rico brillaba por su ausencia. En ese sentido, contrastaba claramente con Cuba. Porque en la academia norteamericana, al igual que en el imaginario político, Cuba ha ejercido desde el siglo XIX una fascinación muy grande, pero no así la República Dominicana o Haití, por ejemplo. Y en la segunda mitad del siglo XX Cuba estaba asociada a la épica del guerrillero heroico. La Revolución de 1959, sobre la que se proyectaban las más variadas expectativas, fue constitutiva de la “nueva izquierda”, como nos ha recordado Rafael Rojas en su reciente libro, Fighting for Fidel. De Puerto Rico, en cambio, casi no se hablaba, y –nunca ha dejado de sorprenderme– muchos lo veían sólo a través de la mirada mediático-turística, o de las poderosas imágenes creadas por West Side Story. Tristemente, esa invisibilidad se ha hecho más dramática en los últimos años a la luz del descalabro político provocado por la crisis “financiera” que se vive hoy en Puerto Rico, y del colapso del Estado Libre Asociado. Por cierto, que Brasil casi no existía tampoco, a pesar de que en Princeton se encontraban dos figuras tan extraordinarias como Stanley Stein y Albert O. Hirshman. Pero, retomando el hilo: lo cierto es que en mis clases y seminarios en Princeton siempre pude pensar y hablar, “bregar”, con esos problemas. Hoy prefiero recordar la huella que dejaron en mí los largos diálogos con mis estudiantes y con amigas y amigos con quienes compartía un campo de problemas y lecturas. Con el apoyo de colegas muy generosos, llegué a ser Director del Programa de Estudios Latinoamericanos. No olvido que en noviembre de 2001, en medio del furor belicista generado por los ataques del 11 de septiembre, celebramos un simposio sobre –y contra– la ocupación de la isla puertorriqueña de Vieques por la Marina de los Estados Unidos. Se llevó a cabo a pesar de las amenazas de bombas que recibimos, gracias a la firmeza del apoyo de la entonces Presidenta de Princeton, Shirley Tilghman. También recuerdo, aunque he querido borrarlas, experiencias de racismo y desprecio a lo largo de los años. Pero, en último término, y para decirlo con las palabras clave Voice and Loyalty de Hirschman, he intentado que mi voz y lealtad estén con el mundo puertorriqueño al cual pertenezco.
MTVR y ML: Si, como usted sostiene, la historia intelectual del Caribe está conformada por gestos utópicos preocupados por determinar una y otra vez los comienzos de la tradición, ¿en qué consistiría, por el contrario, pensar los “finales” de los relatos culturales y políticos caribeños?
ADQ: En el principio fue el Verbo… Quizás en el Final también. Sí, ahora me interesan especialmente los Finales, el desenlace de la trama, las temporalidades históricas. En eso estamos. Es un tema literario, filosófico y político, y, por supuesto, religioso. Lleva a pensar los tiempos del nacimiento y de la muerte, y la posibilidad del re-nacimiento. En el clásico ensayo El mito de Sísifo, Albert Camus declara, en la primera oración, que el suicidio es el problema más serio de la filosofía. Y sabemos que el culto a la muerte y la tradición del sacrificio es central para algunas creencias políticas y religiosas. Por otra parte, el horror genocida ha buscado la “Solución Final”, como lo hizo el régimen nazi con su maquinaria de exterminio. Lo contrario sería la pasión del Nunca más argentino, y los juicios a los militares. Un ejemplo caribeño que me interesa: el “final” del imperio soviético y la caída del Muro de Berlín, con consecuencias tan graves para el Estado Revolucionario en los años noventa, fue definido eufemísticamente por el gobierno cubano como el “período especial”. Me doy cuenta de que el tema no tiene fin… Hace poco escribí un breve texto sobre “Finales”, muy tentativo –inacabado, como lo permite el ensayo– que leí en Puerto Rico. El temor –y el deseo– del Fin está profundamente arraigado en el imaginario popular, en la canción, y, desde luego, en la tragedia y la ciencia ficción. Lo conversé mucho en otra época con amigos escritores como José Luis González, Luis Rafael Sánchez y Ricardo Piglia. Pero es más que un “tema”. Cuando en 2006 –al final, y retrospectivamente, como ocurre casi siempre– decidí titular mi libro Sobre los principios, pensaba que el término principios condensaba mis investigaciones sobre las formas en que se habían construido algunas tradiciones intelectuales caribeñas, que con frecuencia se van armando contra otras tradiciones. El título era un homenaje a Said, y también a Hannah Arendt, cuyo libro The Human Condition me había marcado mucho. Arendt, como evocando el Génesis, escribe: “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar”. En ese libro ella también nos invita a pensar el concepto de natalidad, que es justamente la posibilidad de nacer nuevamente. Está en el centro de su pensamiento sobre lo humano, como la muerte; uno sirve como soporte del otro. La natalidad se vincula a la toma de la palabra en el espacio público. A la vez, cuando Arendt delineaba la relación entre el pasado y el futuro, postulaba que el “final” de una tradición no significa necesariamente que su poder haya concluido. Quedan siempre formas de continuidad y posibilidades de permanencia. En ese sentido, se me quedó grabado lo que escribió el intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña en 1935, que funciona como premisa de casi toda su obra: “Ninguna revolución deja de recibir la herencia del régimen que cae”. Puerto Rico hoy ha entrado en una nueva crisis en la que se está desarmando el entramado cultural e ideológico que parecía legitimar la colonia. En ese contexto, una pregunta sería: ¿Anuncian los Finales la posibilidad de “nuevos comienzos”? La esperanza, dicen, es lo último que se pierde.
Publicado en los Cuadernos de Literatura de la Universidad Javeriana en 2019–Vol. 23 Núm. 45 (2019) y en la página del autor.
Foto «Dignidad» de José Orlando Sued.