El día de mi agresión
La madrugada del 20 de febrero de 2010 será inolvidable para mí. No sólo por la marca que me dejó en mi antebrazo, sino por la fuerte impresión que dejó en mi ser y cómo veo la realidad a partir de ello.
Me explico: Ese día me di cuenta de que los crímenes relacionados a género no se limitan a violaciones o a violencia de pareja, sino que también es necesario considerar que una mujer que viva sola es presa fácil y que la sociedad la penalice por ello.
El día de mi agresión, la Policía no recogió huellas en el lugar en el que ocurrió el crimen, pues dio por sentado que había sido un incidente de violencia machista, y prefirió llegar al hospital, quizás pensando en poder hablar conmigo antes de que muriera, para decir quién me agredió y así ser un número más en las estadísticas.
Así se perdieron las huellas digitales de mi agresor en un lugar repleto de dicha información. Creo que si hubiera muerto, la búsqueda del individuo hubiera sido más efectiva porque entonces sería considerada parte de la epidemia. Sin embargo, no fue así.
Soy una mujer soltera que felizmente llegaba a mi casa luego de una maravillosa noche con amigas y amigos, en el disfrute de la celebración de un cumpleaños. Una mujer que eligió llegar sola a su casa contando con que era un lugar seguro y de descanso, sólo para toparme dentro de ella con un intruso que parece considerar, como uno de los paramédicos y el resto de la sociedad, que “para qué vive sola”. Un intruso al que no le bastaron los golpes que nos dimos, ni el llevarse mi ATH, sino que tuvo que asestarme un navajazo de recuerdo.
No quería mirarme. En el hospital no tuve necesidad de ir al baño porque había perdido tanta sangre que no tenía mucho líquido que soltar. Casi cuando iba a salir de emergencia fue cuando fui al baño, pero con la suerte de que no había el tentador artefacto. La cara que ponía todo el mundo al verme me bastaba para saber que estaba destrozada. Me provocó miedo el que mi hermana Carmín me viera. Al verme, se mantuvo neutral por amor. Si puedo reflexionar sobre esto ahora es precisamente gracias al amor. Al de ella, del resto de mi familia, de Yolanda (la cumpleañera), a quien le debo la vida por socorrerme cuando llegué a su puerta semidesnuda y bañada en sangre. También al amor de mis amigas y amigos que me lo han demostrado a través de la discreción y la solidaridad, al de mis colegas y compañeras/os de trabajo por su comprensión y apoyo incondicional. Gracias a ellas y ellos es que puedo mirar el evento de forma más organizada y permitirme un aprendizaje.
En estos meses luego de la agresión, he aprendido varias lecciones, por ejemplo, que nuestro país es una dictadura en la que nos mantienen controladitas/os con la violencia del crimen callejero y de Estado (que muchas veces son lo mismo) y nos tranquilizan con la pastillita de la democracia. Que no hay intención alguna de atajar los problemas de seguridad de los/as ciudadanos/as porque así el Gobierno pierde el control que produce el miedo. Tiene que ser algo que tenga carácter espectacular para que todos los sabuesos salgan a su caza. O puede ser algo tan inofensivo como la huelga de la Universidad de Puerto Rico para hacer un despliegue de fuerza y recordarnos que hay que quedarse calladitos, que si se protesta o se reclama lo que son nuestros derechos, vamos a encontrar un macanazo.
Tan dictadura es que hace unos meses la prensa no podía entrar al Capitolio para ser los ojos y oídos nuestros (perdonando que a veces no han sido los mejores, ni más efectivos) y así monitorear el trabajo de nuestros empleados (los legisladores). Sí, nuestros empleados “honorables”, a quienes deberíamos botar (y nunca votar) como han hecho con más de 20,000 servidores públicos que no puedo asegurar sean buenos trabajadores, pero que no son tan malos como aquellos que se hartan a costa nuestra y sin supervisión.
Es curioso que ya no se escuche tanto esa frase de “terror” que relacionaba la independencia de Puerto Rico “con esas repúblicas”, pero creo que estamos evocando lo peor de ese terror.
Un país donde no hay buenos servicios públicos de nada, en el que las distancias de ricos y pobres se agudizan, un país endeudado hasta la médula, en el que la Policía hace su trabajo de reprimir cualquier protesta y se resuelve sólo uno de cada diez casos. Un país que cuando está progresando una investigación criminal le da vacaciones forzosas a los empleados por la Ley 7 para que consuman los días por enfermedad. Un país en el que los altos funcionarios públicos son descaradamente indiferentes a los reclamos democráticos o son corruptos, o las dos, mientras la población se acomoda y se acostumbra como Pablo Pueblo, adormecido con el premio de la loto. Todo en espera de las próximas elecciones, porque ahí es que surte efecto la pastillita de la democracia.
Pensaba que no formaba parte de las estadísticas. Creo que sí, soy un número más. De ese nutrido grupo de familiares de víctimas del crimen o, como es mi caso, la persona directamente perjudicada, a quienes de nada les vale vivir en una “democracia”, en la que “parece” que no existe libertad ni justicia.
* La autora ha publicado este texto en otros sitios pero solicitó que se incluyera en 80grados como parte de su gestión por contribuir a una vida de paz.