El día que todos fuimos Oscar López Rivera

Los artistas integrantes de Agua, sol y sereno emplazaron un Oscar López gigante y… «todos fuimos Oscar López». Foto por Ricardo Alcaraz.
Los espacios, sabemos, no son neutrales. La Plaza de Armas y la Casa Municipal fueron, por demasiados años, ciegos uno al otro, traicionando la lógica misma de sus comienzos en el Cuadrángulo: habilitar el encuentro entre las instituciones y sus constituyentes. Sabemos ya, también, del fracaso de esa utopía moderna y de la enemistad que los fue habitando. La plaza optó por ser espacio vivido, encuentro de singularidades y comunidades diversas desde la familia tradicional hasta esos otros sujetos y familias cuyo nombre, LGBT, obligamos a que la LEY reconociera esta semana. Sin pedir permiso, ni llenar formularios, ni pagar IVU, la Plaza fue ocupada, de vez en cuando, por expresiones alternativas o de oposición cultural y política al inhóspito recinto que las desoía. La plaza optó por los colores, por las texturas tropicales del hilo, la mezclilla y el algodón, por el café a cualquier hora, por guindalejos de collares y pulseras confesamente artesanal. Optó por hacer despliegues de cultura y arte sorteando el paso caprichoso de gatos y perros realengos, de desechos de palomas, del reclamo de propiedad de los bancos de esos otros sanjuaneros, los deambulantes.
Mientras, el municipio dejó de ser casa para convertirse en piedra dura y homogénea, en la cual un séquito uniformado en poliester y corbatas, cuidaba del obediente orden y silencio del que sabe que esa casa no es la suya. Escribe Italo Calvino en uno de sus cuentos, «Un rey escucha», sobre un tirano sentado a perpetua en su trono, imposibilitado de desplazarse y que solo escucha, a través de un complicado laberinto, adulaciones, conspiraciones, rumores, quejas y lamentos y, sobre todo, de los ecos de los que antes y después de él lo reemplazaran.
Como el personaje de Calvino, San Juan tuvo su incumbente. La plaza, las calles de su ciudad, su gente, solo existieron para él en tanto extensión de su dominio, del cuerpo corpulento y narcisista de su ambición de poder, de su terca y necia creencia de que trono y tirano se corresponden y del aguijón de la duda paranoica del que sabe que toda tiranía es usurpación y que la memoria de lo justo arresta el olvido, Y, de este persistir, solo será la de la gran obra que se ve y que ya enmohece de banalidad y futilidad junto con las torpes páginas de sus anuncios en revistas y carteles de publicidad. Con su partida se marcharon, también, la falacia de su riqueza, generosidad y talentos. Solo quedaron las arcas vacías y los detritus del dispendio y la corrupción así como el tufo de cobardía y menosprecio de sí que yace tras el gesto burdo del “bully”. No me llamo a engaños, el voto popular lo colocó allí y todos creímos en la invencibilidad del Minotauro.
Pero también es cierto que desde la medianoche del martes hasta esta madrugada la Plaza de Armas y la Casa Municipal de San Juan se reconocieron y compartieron sus bienes. Incluso, intercambiaron sus lugares. El altillo del palacio ejecutivo abrió sus puertas y ventanas y recibió a los comensales que subían sin protocolos invadiendo pasillos escaleras y salas. Los jóvenes de Agua, sol y sereno hicieron calistenia en las paredes interiores. La firma OLR se multiplicaba en la sala de exhibición de los cuadros del preso más antiguo del continente quien, como el personaje de El proceso de Kafka, todavía aguarda por conocer su delito. Los calabozos oscuros y subterráneos con los que palacios y las prisiones custodian sus secretos infames se levantaron en medio de la plaza transformados por Nick Quijano en cárcel pública en donde, en ejercicio de su voluntad y dignidad, y sin distinción de clase, raza, género, ideología política y religiosa, todos fuimos por quince minutos Oscar López Rivera.
Quince minutos en los cuales la solemnidad y la algarabía fueron cómplices, y en los que el muñeco inmenso, como inmenso es el peso de 32 años de prisión y la dignidad y la sabiduría de su penitente, hizo que lo que consideramos una estampa muchas veces socorrida -la ejemplaridad del dolor transmutada en inocencia-, una de esas instancias que Carlos Monsivais celebraba como cursilería sublime, se transfigurara en una emoción contagiosa como suele suceder cada vez que escucho, en comunión con otros, «Verde luz» de El topo, «Oubao Moin» cantado por Lucesita Benítez o «El niño yaucano» por Danny Rivera. Siempre he sido cursi, y qué?
Nunca resulta excesivo recurrir a Walter Benjamin y a una de las demandas de sus Tesis para una filosofía de la historia: el imperioso deber de rescatar una imagen que relampaguea justo en el instante de su evanescencia, antes de que se la trague el olvido. Esos 15 minutos pronto se irán diluyendo en nuestros deberes y afanes cotidianos. Pero esa noche luminosa en la que volvimos a ser gente, para parafrasear a José Luis González, supimos que ya no es posible regresar sin culpa ni vergüenza a las noches oscuras del tirano, que hacerlo sería comprometer un pacto ciudadano que allí ocurrió, un evento más allá y más acá de cualquier otra ley que no sea la justicia.