El dilema del erizo o Las cuatro estaciones de Vanessa Droz
Solo en el tiempo se conquista el tiempo.
–T.S. Eliot
¡Soy una danza -¡eh, tocad!, el paroxismo me arrebata!
–W. Whitman
En 1847 la isla sufrió la peor sequía del siglo XIX. Los fuegos forestales, las defunciones, las enfermedades, el hambre, la escasez de madera, los ríos secos, la pobre higiene y hasta los ahogados en el mar por ir a darse un baño eran la orden del día. Ante la debacle, la Junta de Vagos y Amancebados comenzó a multar a los que desviaban cuencas de riego de forma indebida, a los que trabajaban en fincas no autorizadas, y hasta los que no hacían nada por nadie. Según el periódico La Gaceta del 29 de mayo de 1847, Gregorio Centeno fue multado por no haber ayudado a extinguir un fuego, y como no pudo pagar el monto sufrió un día de cárcel. Ese mismo año, en Luquillo y Fajardo escasearon los plátanos, y Juncos reportó ausencia de frutos menores. En Moca, una joven madre murió por ingerir yuca amarga y en Aguadilla la cosecha del café fue pobre. En Manatí andaba la gente triste porque había muchas familias de luto y en Yauco el saldo de niños muertos por la sequía fue de 185 -de julio a septiembre- y de 257 -de octubre a diciembre (Fernando Picó, Puerto Rico y la sequía de 1847, Huracán 2015)
Aun así, -a pesar del hambre, la muerte y la sequía- la isla no dejó de bailar. Ese año, el pueblo de Yauco fue el que más cobró licencias para bailes. Al revisar los cuadernos de licencias del municipio, el historiador Fernando Picó se percató que había varios nombres que se repetían: un cigarrero de apellido Páez, un tal Polomo -estanciero y comisario del barrio Jacana- y un sastre de apellido Pérez. Aquellos eran los nombres de quienes cobraban la entrada a los bailes, alquilaban casas, vigilaban, y contrataban músicos para despedir a los niños muertos. Esta aparente paradoja entre la muerte y el baile es quizás un ejemplo para describir el hilo que une el más reciente poemario de Vanessa Droz, Las cuatro estaciones: suite caribeña. Y es que calamidad, baile y poesía nunca han sido enemigos del tiempo ni del lenguaje. Bien dice Derek Walcott que, cuando un jarrón se rompe, el amor que vuelve a juntar los fragmentos es más fuerte que cualquier piedra. ¿No son eso también los poemas y los planetas: jarrones quebrados que se unieron al danzar sobre sí mismos? Me parece que con este libro-poema Vanessa Droz busca lo mismo que Walcott: juntar los jarrones rotos de las estaciones para ofrecernos una danza, un modelo para armar eso que llamamos Caribe.
La primera de Las cuatro estaciones es el verano, y en sus versos la voz poética no deja de insistir -a boca de volcán- que nuestra primera danza, el primer baile al que somos invitados, es al de la muerte. Unas millas más cerca del sol y nos quemamos, una vuelta más del cordón umbilical y nos asfixiamos, un minúsculo coágulo que viaja al pulmón, y adiós memoria. Del baile de la muerte nacemos todos, parece decirnos la voz lírica: “Los escorpiones lloran los decesos / de la danzante luna calcinada / y creen que han inventado la C / con su largo rabo de venenos”. En el poema, todo danza, todo busca ser bailado, y hasta lo que produce muerte -el veneno del escorpión- genera a su vez un canto y una letra. Nacemos de cara a un lenguaje prestado y nos movemos por él balbuceando algo que creemos nuevo. De aquí que el poema haga visible las letras que sobran o que faltan en nuestro constante balbuceo: la “M de casa”, la “C de huesos”, la “I de humo”, la “O de llamas”, la “R de ojo” y la “G de abismos.”
En el otoño, la estación más violenta según Octavio Paz, una voz parece decirnos que el baile además de vivificador, también es tramposo, porque -según un verso del poema-, el otoño imita la primavera. Si bien en las Geórgicas de Virgilio los instrumentos y el saber de la agricultura vencían el vaivén del clima, en Las cuatro estaciones no hay pico o pala que salve a la voz poética de la copia incesante que hace el tiempo de sí mismo. ¿Acaso las palabras no imitan también otras palabras? La duda principal de la voz lírica parece ser aquí la siguiente: qué pasos, qué palabras, o con qué letras debo jugar el juego del tiempo. No obstante, esa duda no congela la voz, sino que la obliga a nombrar o –lo que viene a hacer lo mismo- a bailar cualquier pieza: “Hay bailes, ¡tan, tan!, que se bailan / (los pies pegados al suelo), / hay bailes, ¡sun, sun!, que se cortejan / (más instrumentos, por favor!).” En el Caribe, las estaciones mienten mejor que nosotros porque detrás de la luz oblicua está la honestidad del fruto caído. El otoño no nos deja espacio para asumir la escasez del invierno y nos obliga a mentir un dolor. A Fernando Pessoa le pasaba lo mismo: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. Ante la máscara del tiempo y la del lenguaje, a la voz poética no le queda otra cosa que construirse un disfraz -que no es otro que el poema mismo. Solo así se logra personificar el otoño como “un mozalbete que baila”, que “tartamudea”, que “se queja y finge” el desasosiego como un ventrílocuo.
En el invierno, por su parte, no sólo se dan saltitos como notas de música para espantar la hipocresía del frío, sino que la brisa inicia una fiesta: “Mientras, la lágrima de la montaña / irriga de fulgores nuestras sienes / y un baile ancestral pide el degüello / de las dolientes bestias de la granja”. Es menester mencionar que en todo el poema la voz poética esquiva nombrar cualquier género musical específico del Caribe. La estrategia poética consiste entonces en utilizar el baile o la danza como titubeos metafóricos del poeta frente al lenguaje.1 Ahora, eso no significa -claro está- que no veamos a la poeta caer vencida bajo el influjo de dos pentagramas: con una mano toca las notas del tiempo en el Caribe –sus tramas-, y con la otra accede a los bemoles típicos de la condición cósmica de la poesía de cara al lenguaje.
Tal vez, por esa doble jugada, en la primavera todo es cautela. Aquí la voz femenina pide distancia buscando, quizá, protegerse de cierto folclorismo fácil o de cierta lírica decimonónica cuando dice: “Saludo a la primavera con luces de bengala y un felino / a mis pies. Sometida y perpleja, me defiendo de ella / con una lanza muda pero reverberante. La abrazo con la desconfianza que dan la felicidad y la benevolencia […] Me protejo, siempre me protejo”. Esa protección, ese miedo, es lo que devela la pregunta más importante de todo el poema: “¿Qué es una isla? / Qué un archipiélago que transita / por el ojo de un unicornio errante / y además enamorado?”. Este es, me parece, el centro del genial poema-libro que Vanessa Droz nos regala. En esos versos la voz poética parece preguntar lo siguiente: ¿cómo se debe amar el Caribe, siempre tan ambiguo e impredecible? ¿Desde qué coordenadas y qué distancias amo los huracanes, el calor, la inundación, la humedad, la sequía y el lenguaje que me impone el Caribe? ¿Qué celebro de la isla y qué deploro? O al revés: ¿cómo sé que la isla me ama? ¿Dónde se buscan las palabras para saber que la geografía o el lenguaje cuentan conmigo?
No es hasta que llegamos a la Coda que la voz manifiesta su desconcierto final: “El planeta baila, desprevenido, / en la posibilidad de sus campos, / en la inestabilidad de su gozo”. Lejos de solucionar el dolor con baile, la voz evoca una preocupación por el goce: por un lado, el baile evidencia los métodos caribeños de la división del tiempo y, por otro, nos brinda una violencia inescapable. Si a Rubén Darío, en El año lírico, solo le preocupaba la violencia del cazador frente al tigre, en Las cuatro estaciones el mambo es: cómo evito ser cazador cuando bailo o celebro el tiempo y, a su vez, cómo me convierto en un cazador honesto en la tierna y terrible órbita del poeta frente al lenguaje. Al menos, así lo atestigua el poema: “Sobre la dura tierra, / los huesos de la pelvis se acomodan / todos los días a sus nuevos trances, / ni qué decir del fémur o la tibia / que se mueven dentro del laberinto / para darnos, siempre a un mismo tiempo, / los astros y el baile y los temblores / de la tierra que nosotros, los nuevos / incesantes, pisamos, fastuosos / e hipócritas e ilusos y creyentes”. Instaurada en ese vaivén entre lo gratuito y lo útil, la voz poética de Las cuatro estaciones se pregunta una y otra vez lo siguiente: ¿cómo traduzco el dolor en gozo y con qué instrumentos? ¿Con qué animales? ¿Con qué frutos? ¿En qué estaciones? ¿Con qué palabras? ¿En qué casa y bajo qué dioses o astros?
Si en el Caribe las estaciones no están demarcadas por las murallas de la temperatura y el clima –y todo es una empalagosa primavera- entonces, ¿cómo determinamos quién es dueño de la abundancia y de la escasez? ¿Acaso será el poeta? ¿El científico? ¿El religioso? ¿El ministro de cultura? ¿El publicista? ¿Cómo se celebra lo que comienza y lo que termina? ¿Quién es el que decide cuándo comienza el baile o la fiesta a la hora de celebrar el paso del tiempo? ¿Acaso será el Estado, el Alcalde, la Policía, el Partido, la Ley, la Familia o el Diccionario? Aunque Las cuatro estaciones no busca localizar con fechas y datos sus preguntas frente al tiempo o al lenguaje, no estaría mal echar un vistazo –solo como un ejemplo- a las tendencias históricas y trágicas alrededor de las fiestas y los bailes en la isla. Para esto el trabajo de Fernando Picó en su libro Vocaciones caribeñas (Callejón, 2013) es esclarecedor. Hagamos un breve recuento.
El 7 de enero de 1931, durante un baile en casa de Marrero, en el barrio Toaíta de Cayey, un sujeto llamado Ramón Carrasquillo agredió con una navaja a Mateo Solivan infiriéndole una herida de 5 pulgadas en los testículos y otra en el costado izquierdo. El 4 de julio de 1926 se arrestó a Jerónimo Cruz, de 22 años, porque a las 2:00 de la tarde, mientras se celebraba un baile en la casa de Alfonso Oquendo, este junto a otros tres sujetos, le lanzaron piedras porque no habían podido entrar a la casa donde se celebraba el baile. El 6 de enero de 1931, mientras se efectuaba un baile en casa de Carmelo Flores, en el barrio de Quebrada Arriba, entró a bailar sin permiso un tal Cristóbal López, provocó al dueño y le dio una bofetada a Áurea Rodríguez. El 14 de junio de 1929, se informó que, como a eso de las nueve y media de la noche, mientras se celebraba un baile, entró a una casa la señora Paula Lozano, de 26 años, y quiso darle a un músico. Como no se lo permitieron, ella fue al patio, buscó piedras y comenzó a tirarlas hacia dentro de la casa por las ventanas y una de las piedras hirió en la frente a Angélica Rivera, la cual se hallaba bailando en esos momentos. A la mujer se le puso una venda en la frente, dice el Libro de Novedades de la Policía por aquellos años.
Sirva este resumen amarillista y noticioso para ejemplificar no solo la lucha del poeta con el lenguaje y el tiempo, sino para localizar posiblemente el lugar desde donde escribe la voz lírica de Las cuatro estaciones: “Al calor de la hoguera, escribo cartas / que comienzan con señas de peligro, / […] Escribo con la mano vendada, con los ojos / vendados, con el corazón vendado”. El dolor de esa voz radica en no saber a quién dirigirle las cartas que escribe, en cómo inventar un interlocutor para contarle el dolor y el gozo de estar en el mundo. Hay heridas que sanan detrás de una venda, que se inscriben visibles en el cuerpo como trazos en la piel, pero hay otras que no. ¿Cómo le hago para sanar el dolor interior que me excava? ¿Hasta dónde debo aceptar que el lenguaje ya tenga una palabra para el dolor y cómo debe el poeta encontrar una palabra nueva para designar el dolor que solo él siente? Todo es un truco, un asunto de cercanía y lejanía, nos dice el poema: “Todo muda, se esconde o reaparece / ante las citaciones de la esfera / y los chubascos acercan o alejan / los violines, su memoria lectiva”.
Ante este constante vaivén que nos propone el poema es imposible no recordar la parábola del erizo del filósofo alemán Arthur Schopenhauer. Cuenta Schopenhauer que en un día muy helado, un grupo de erizos tuvieron la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados. El problema era que cada vez que se aproximaban, sentían el dolor de las puyas de los demás erizos. Para alejarse del dolor algunos erizos se separaron de la manada y murieron. Pero otros regresaron. El dilema era saber hasta qué punto se debía aceptar el dolor del otro erizo para salvarse. ¡Cuán lejos debo estar para no morir y cuán cerca para salvarme, esa es la cuestión! Esta parábola puede esclarecer muy bien el dilema que propone Vanessa Droz en su más reciente poemario. Y es que cada verso, cada estrofa, y cada estación son piezas de un mapa que, por un lado, buscan descifrar la distancia óptima del poeta frente a la geografía del Caribe y, por otro, confiesan el fracaso de encontrar una posición lejos del dolor. Esa terrible y tierna oscilación fue la que llevó al poeta Luis Cernuda a decir que “los erizos inventaron el amor”. No creo equivocarme si digo que Las cuatro estaciones de Vanessa Droz es una danza, una suite caribeña, para celebrar el dolor y el gozo de estar en el tiempo.
- Algo muy similar sucede en el anterior poemario de Vanessa Droz, Estrategias de la catedral (Instituto de Cultura, 2009) en el que la catedral es una excusa para hablar del lenguaje y del cuerpo. [↩]