El discurso feminista de Ana Roqué Géigel de Duprey: notas liminares
Me propongo comentar varios asuntos que llaman mi atención tras la lectura de la investigación de la doctora Elga del Valle La Luz titulada La transformación y afirmación del discurso feminista en las publicaciones fundadas por Ana Roqué de Duprey: 1894-1920, tesis de grado presentada en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe que ahora se convierte en libro.
Primero, debo referirme a la perspectiva teórica en la cual la autora apoya la arquitectura de sus planteamientos. En términos generales Valle La Luz recurre con habilidad a una serie de recursos interpretativos vinculados a dos tradiciones en apariencia contradictorias. Por un lado, la historia social y económica que penetró la práctica investigativa durante las décadas de los 1960 y1970, uno de los momentos más significativos de la discusión de lo femenino en la historiografía puertorriqueña. Por otro lado, la nueva historia cultural a veces conocida como antropología histórica, cuya aproximación se hizo patente en las miradas posteriores a las décadas subsiguientes 1980 y 1990.
En ese sentido, en su elucidación conviven varias operaciones que dialogan de forma constante. De una parte, el análisis de clase, que le permite ubicar social e ideológicamente a la figura bajo estudio sobre la base de la evaluación de su pensamiento y su acción social, juicio que se completa, por decirlo de algún modo, con el análisis textual del discurso. En ese procedimiento la apelación al materialismo histórico tiene que ver más con las relaciones bidireccionales entre texto y contexto que con la situación de la figura bajo estudio en una jerarquía de clases concreta y cuantificable. A ello añade la autora numerosas operaciones propias de la microhistoria social y cultural pergeñadas con otras que remiten a la tradición antropológica y, en especial cuando enfrenta el corpus textual o el archivo imaginario de Roqué alrededor de su producción periodística, camina de la mano de la crítica literaria. Esa diversidad no me sorprende y, por el contrario, me parece algo para celebrar que espero ver reproducido en otros investigadores e investigadoras en el futuro.
Su esfuerzo ratifica que no es práctico reducir la explicación de un problema historiográfico a los criterios de una sola mirada teórica. El riesgo de interpretar desde un solo punto de vista radica en que podría generar una mirada sesgada propensa a las deformaciones lo cual afectaría los propósitos del saber. Desde mi punto de vista, la historia social y económica y la nueva historia cultural, por sí solas, no la armarían para concebir el objeto de estudio en toda su anchura o profundidad. Circunscribir la mirada a lo social o a lo cultural imposibilitaría recuperar la inmensa complejidad del tema bajo estudio. Ana Roqué Géigel o de Duprey y el feminismo de principios de siglo 20, y la interrelación voy a decir dialéctica o de mutua determinación entre ambos polos, no serían bien apropiados desde un punto de vista solamente. La hibrides metodológica es uno de los valores de este texto que no debe ser pasado por alto.
Otro de los logros de esta reflexión historiográfica tienen que ver con el tono y la textura que posee. Me refiero metafóricamente a la disposición de los hilos conductores del texto. En primer lugar, la investigadora se ocupa de (re)unir los componentes discursivos de clase los cuales voy a identificar como distintivos de la materialidad; y los culturales que voy a vincular con la inmaterialidad. La imaginación historiográfica siempre ejecuta ese proceso a la hora de producir una explicación. Una vez organizados, Valle La Luz ofrece un panorama de la forma en que aquellos se imbrican con el propósito de comprender el discurso de un personaje complejo.
No me parece necesario aclarar que la complejidad en historiografía no está en la cosa o el objeto de estudio. Desde mi punto de vista, esa condición depende de la capacidad de historiador para producirla o construirla sobre la base de su ingenio y creatividad. En ese sentido, una vez pone a dialogar una diversidad de índices diversos con el objetivo de entender las contradicciones de Roqué, la investigadora echa las bases de una “nueva complejidad”.
Uno de esos índices es el impacto que produjeron los eventos del 1898 y el llamado “cambio de cielo”[i] en el discurso de las mujeres y en el desenvolvimiento de un feminismo de nuevo cuño. Otro, íntimamente relacionado con el primero, es el forcejeo dualista con visos maniqueístas entre la tradición hispánica y la sajona que emanó de aquel fenómeno político, cultural y humano. La convivencia de valores modernos o sajonófilos innovadores, es decir, identificados con la tradición sajona como el feminismo; con un conjunto de valores tradicionales o hispanófilos ancestrales o seculares identificados con la tradición hispánica, facilita la comprensión de la nueva complejidad que marca a Roqué como activista y como creadora.
Como se sabe, no fue sino al palio aquel contexto que cobró sentido cierto feminismo enquistado en el sufragismo propio de un arriba social cargado de prejuicios patriarcales, masculinistas y de clase que tan bien se manifiesta en Roqué. Para quienes investigamos el primer tercio de siglo todo ello tiene gran relevancia. En torno a ello solo voy a llamar la atención sobre dos asuntos.
El primero, el hecho de que los sectores considerados desde el gran relato de la nación emergente como políticamente conservadores e incluso retrógrados por su identificación con los valores estadounidenses, me refiero a los republicanos, la burguesía agraria y la burguesía intermediaria propensos a la defensa del anexionismo o el estadoísmo, validaran el sufragio femenino. El segundo, el hecho de que los sectores considerados desde el gran relato de la nación emergente como políticamente de vanguardia por su identificación con el mito de la autonomía del 1897 reconvertida en self government o territorio incorporado, independentistas y nacionalistas, opusieran resistencia a la reforma.
A pesar de que me consta que las opiniones en uno y otro sector no eran homogéneas, había presuntos conservadores que se oponían a la reforma y había presuntos vanguardistas que lo favorecían. La situación expresa una contradicción mayor en el seno de la elites políticas y culturales de aquel periodo. En ese caso la teorización social y económica y la cultural deben conversar con intensidad con el fin de que la complejidad señalada sea entendida a cabalidad.
Los pretextos filosóficos de los sectores que he denominado conservadores y vanguardistas para justificar o no justificar el sufragio, poseían un pasado común remoto. El mismo enraizaba en el tema de la probable racionalidad y paridad entre hombre y mujer, varón y hembra, desde una perspectiva ilustrada. Los rastros de ese debate pueden trazarse en numerosos textos difundidos durante la segunda parte del siglo 19 los cuáles signaron esa discusión a lo largo del siglo 20 hasta al menos el año 1932.[ii] La conexión de Roqué con aquellas fuentes, dada su formación cultural, es probable y valdría la pena explorarla para comprender la fisonomía del feminismo puertorriqueño de la primera parte del siglo 20.
El segundo asunto sobre el cual voy a llamar la atención es que Valle La Luz llama la atención sobre la contradicción, aparentemente insalvable, entre ser criollista e hispanófila y feminista. Discursivamente la contradicción está allí, pero la praxis de Roqué demuestra una vez más la hibrides o porosidad de aquellas dos posturas. Roqué era hispanófila y feminista, lo que eso significase en su contexto. Aquellas formulaciones se habían estructurado, sin lugar a dudas, acorde con su ubicación de clase y su cultura formal e informal.
Desde mi punto de vista la disposición de la autora a aceptar esa vacilación e incertidumbre enriquece la historia del feminismo en la medida en que confirma que cualquiera interpretación homogeneizadora o ingenuamente progresista debe ser descartada. Su mirada ofrece elementos suficientes para entender, como lo he hecho en varias de mis investigaciones sobre otras figuras femeninas de periodo entre siglo[iii]s, la heterogeneidad de lo femenino y el feminismo en aquel contexto.
Cuando me enfrento a este asunto de inmediato llegan a mi memoria la pasión, presente en su correspondencia con su sobrina sangermeña, que mostraba Dolores “Lola” Rodríguez Astudillo de Tió por las ofertas de la tienda por departamentos Macy’s en el Nueva York de fines del siglo 19; o la nostalgia romántica que expresaba la sufragista Olivia Paoli Marcano de Braschi en sus notas autobiográficas por la ausencia de la esclava y amiga que le ayudaba a peinar su largo cabello. Ambas mujeres simbolizaban un feminismo y una sensibilidad articuladas desde un arriba social que espera ser comprendido, como sugería Marc Bloch, de un modo empático. Pero también me remite a la figura legendaria y transgresiva de Luisa Capetillo Perón a quien imagino practicando gimnasia sueca y yoga en un Puerto Rico que apenas conocía aquellas prácticas; o al mito hormiguereño de la activista Modesta Díaz Segarra, sufragista, primera alcaldesa y amante de los deportes, práctica que había sido hasta su tiempo un coto en lo fundamental masculino.
Esa reflexión me confirma la heterogeneidad de la condición femenina y su carácter fluyente, reflejo de la intersección de consideraciones de clase, de cultura, de raza, es cierto, pero también por hábitos y emociones que estarán siempre fuera del control de la racionalidad a la que apelan los historiadores. Estudios pormenorizados como este coadyuvan a elucidar el palimpsesto del pasado. Invito cordialmente a la lectura de este este libro y felicito a Elga del Valle la Luz por el esfuerzo.
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[i] Tomo el concepto de Irma Rivera Nieves (1999) Cambio de cielo. Viaje, sujeto y ley. San Juan: Postdata.
[ii] Ejemplo de que llevo dicho son los poco conocidos libros Joaquín María Sanromá (1867) Educación social de la mujer. Madrid: Imprenta y Estereotipia de M. Rivedeneyra; y Enrique Soriano Hernández (1880) La mujer. Discurso histórico filosófico. San Germán: Imprenta de J. Ramón González. Dictada en el Círculo de Recreo el 27 de junio de 1880.