¿El fin del neoliberalismo?
Pero ¿es razonable pensar que ello marca o marcará el fin del neoliberalismo? Si se descansa sobre definiciones excesivamente empíricas sobre este fenómeno (es decir, aquellas que, como las ofrecidas por Harvey, se dedican a describir sus efectos más que explicarlo), el rol que comienza a configurarse para el Estado parecería apuntar al fin del neoliberalismo. En cambio, para aquellos que ven el neoliberalismo como una fase más en el desarrollo del capitalismo (sea superior o inferior, poco importa), pueden percibir las movidas (en especial aquellas dirigidas a salvar el capital financiero y demás empresas afectadas) como evidencia de las formas en que aún en un momento crítico como este, el capital sigue su marcha antropófaga. Ambas posiciones a veces se confunden y aparecen como teorías conspiratorias: de un lado, la pandemia es sólo una estrategia de subsumir aún más las estructuras estatales a favor del capital (también puede tratarse de un medio por el cual incrementar las tecnologías del yo sobre la población), mientras del otro aparece la teoría de cómo las compañías farmacéuticas crean situaciones como estas para incrementar sus ganancias.
Por más dispares que puedan parecer estas posturas, ambas parten del mismo postulado: dan por buena la estricta separación entre lo político y lo económico. De igual modo asumen que bajo el neoliberalismo lo político queda subsumido por la economía. El planteamiento se encuentra presente en un cúmulo de teorías que abordan el neoliberalismo, y donde la realidad social se presenta sometida a las “lógicas del mercado.” Se aprecia, por ejemplo, en los planteamientos que Lyotard hace en La condición posmoderna, sobre la reducción del conocimiento a su aspecto técnico y como este queda sometido a un “deseo de enriquecimiento”, el mismo que, eventualmente, gobierna el proceso de perfeccionamiento de las actuaciones generales del sistema (1989: 84). Dado el poder de esta “lógica del mercado” de acaparar la totalidad de la realidad social, lo político como eje de la convivencia queda desplazado. Cualquier acción en el terreno de lo político no logra impactar la sociedad en la medida en que esta responde a otra “lógica” (el Baudrillard de A la sombra de las mayorías silentes viene a la mente aquí). Esta subsunción de lo político a la economía es una de las grandes aporías del pensamiento posmoderno de finales del siglo pasado. No debe pasarse por alto algunas de sus consecuencias, como el velado escepticismo y desconfianza hacia la acción política de algunos, o el abierto desdén por ella de otros.
Estas posturas, sin embargo, llegan a un impasse cuando surge algún evento cuya naturaleza política desafía la hegemonía de lo económico. Para Perry Anderson (2011), el único desenlace justo para los eventos de la Primavera Árabe en el 2011 era la fusión de los reclamos de libertad con los de igualdad. Dicho de otro modo: no bastaba con exigir el fin de los regímenes opresivos en Medio Oriente. Era necesario una profunda recomposición que acabara de una vez por todas con las oligarquías (instaladas por potencias foráneas o cuya ligatura al poder venía dictado por la tradición) y promulgar el fin de los monopolios económicos de la zona. En Anderson, pues, como para otros y otras, la resolución de los conflictos políticos en esta época pasa necesariamente por una profunda transformación de las estructuras económicas. Una mirada más minuciosa a los eventos del 2011 revela, sin embargo, un barullo político en extremo complejo donde fuerzas económicas se topan (o tropiezan) con potencias sujetas a tramas un tanto distantes y dispares (como la religión u otras apetencias de corte pragmático/democrático). En este sentido, si bien el desenlace no culminó en una profunda sacudida de los cimientos económicos de la sociedad egipcia, no puede ni debe menospreciarse la conmoción que el mismo produjo en términos políticos (Kandil, 2011).
Lo que movimientos como la primavera árabe ponen sobre la mesa es el hecho de que el neoliberalismo no es estrictamente un asunto económico, ni tampoco político. Es una forma de pensar y proponer el vínculo entre lo económico y lo político. Esta relación ha estado al centro de la modernidad desde sus inicios. No es casual, pues, la relación entre liberalismo y su versión neo (aunque no se trate de lo mismo). Las raíces del liberalismo decimonónico se localizan en la voluntad de los europeos continentales de emular la estricta separación entre lo político y lo económico que los ingleses lograron a raíz de la revolución gloriosa (1688). De este momento, y basado en el derecho consuetudinario, lo económico (en el sentido atribuido a ello por los griegos; es decir, como la ordenada disposición de las cosas [Agamben, 2008]) se constituyó como el interés privado de los individuos; aquí yacen los cimientos de la “sociedad civil” hegeliana (al igual que del pensamiento ilustrado del siglo XVIII) (Meiksins Wood, 2018; Stone, 1989). En este sentido, el discurso liberal del siglo XIX no fue otra cosa que el intento de constituir la sociedad civil en la Europa continental a partir de la doctrina de estricta separación entre lo económico y lo político. Esta separación, sin embargo, llegó a su fin con la revolución de octubre de 1917 (Negri, 1994); a partir de este momento, la relación entre política y economía fue rearticulada. En el neoliberalismo, lo político (los antagonismos que constituyen nuestra existencia en sociedad) es reducido a la política (es decir, a formas concretas [institucionales] por medio de las cuales se organiza la coexistencia humana), con el propósito de “gestionar” la sociedad civil (Mouffe, 2014; Rancière, 1999). En este sentido, lo que caracteriza (o distingue) al liberalismo con respecto del neoliberalismo es el rol del Estado; si bajo el primero éste se dedicó a gestionar la separación entre lo político y lo económico a modo de garantizar la existencia de la sociedad civil, en el segundo, el Estado actúa como sostén administrativo (o garantizador) de la sociedad civil (Slobodian, 2018).
Debe recordarse la definición que, partiendo de las formulaciones originales de Hegel, Marx ofrece de esta sociedad civil: sociedad de libre competencia, en la cual “cada individuo aparece como desprendido de los lazos naturales” y donde “las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados” (1984: 33-4). Ello porque la libertad que le sostiene, en última instancia, es interpretada como derecho a la propiedad privada, donde cada cual tiene “derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (à son gré), sin atender a los demás hombres, independiente de la sociedad”. Este derecho a la libertad aparece consignado en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano estipulados en la constitución francesa de 1795. En conjunto, los mismos asientan al sujeto egoísta como axioma de la sociedad, suponiendo al individuo como uno “replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad”. Lo único que hace de este conjunto de individuos egoístas una sociedad es “la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta” (Marx, 2015: 77-8).
Es evidente la relación que sostiene la sociedad civil con la difusión y transmisión del virus causante del COVID-19. Al existir como una esfera completamente desvinculada de la política (y, de paso, de lo político también), constituida por individuos cuyo móvil sigue el imperativo kantiano, las acciones a su interior no tienen por qué ser recíprocas a sus supuestos pares, ni tampoco responder a cualquier otro imperativo foráneo a ésta. Su único deber es con la “libertad,” que es garantizada por el Estado. Este le sirve como soporte (por medio de su entramado institucional) pues sólo así el dogma del mercado puede existir. Salvo que, en la época neoliberal, el mercado dista mucho de su contraparte decimonónica: de haber sido un entramado de relaciones económico-privadas, ahora, en su fase fractal, aparece como sustancia del ser, desbocado por todas partes (Baudrillard gustaba de hablar de la epidemia del valor), dispersado de forma aleatoria. Así le representa las gráficas que suelen acompañar los relatos sobre la propagación del virus. Y lo hacen con un solo propósito: mostrar la naturaleza anárquica y caótica de la interacción humana en su estado “natural” (es decir, en la sociedad civil). Este es el razonamiento que ha servido como pie forzado a las narrativas sobre la celeridad con que se ha propagado el virus.
Ahora bien: esta virulencia de propagación del COVID-19 solo corrobora la existencia de la sociedad civil. En este sentido no deja de ser un evento “neoliberal” más, si se quiere. Ha sido, sin embargo, la respuesta a la virulencia la que pone en entredicho la continuidad del neoliberalismo, puesto que, a modo de contenerla, el Estado ha tenido que renunciar a su rol de gestor para asumir un papel mucho más proactivo en la regencia de la sociedad. Puede decirse, a grandes rasgos, que el reto del coronavirus ha supuesto un regreso al Estado policial del siglo XVIII a costa de la biopolítica moderna. Lo policial debe entenderse como articulación discursiva de una raison d´État; centrada, de acuerdo con Chemnitz, en “la conservación, el aumento y la felicidad del Estado” (citado en Foucault, 2006: 296). Persigue la continua realización del Estado; es decir, su perenne puesta en escena. Ahora bien, lo que aquí interesa no es esta incesante voluntad de ser del Estado, sino los modos que emplea en la consecución de dicho objetivo: la policía. Vista como discurso, esta implica el empleo de “leyes y reglamentos” que “se consagran a consolidar y acrecentar su poder y hacer un buen uso de sus fuerzas” (Von Justi, citado en Foucault, 2006: 359). Para ello resulta fundamental el desarrollo no sólo de un conocimiento, sino también de esferas de intromisión específicas. No basta con conocer cómo se conducen las personas en distintas instancias (trabajo, familia, consumo, etc.); se trata de actuar sobre ello. La enfermedad aquí merece especial atención, dado el rol cardinal que jugó la formulación de la policía ante esta: ya no es qué hacer en las epidemias, sino cómo actuar ante su realidad. La salud apareció como lo preponderante para la policía. Su atención se centró sobre todo aquello que podía propiciar la enfermedad: el aire, su circulación, al tiempo que el desarrollo de los espacios urbanos quedó subsumido a imperativos salubristas.
Hay dos asuntos pertinentes sobre el Estado policial a la hora de abordar la crisis del COVID-19. De una parte, es central reconocer su lugar en el entramado que conformó la sociedad disciplinaria decimonónica; de igual modo, resulta capital reconocer un cierto grado de autonomía con respeto a esta. O sea, su formación ni responde a ni es parte integral del ella. Foucault construye su genealogía e incluso señala el momento en que se produce la fractura que termina por encuadrar la policía dentro del dispositivo de la disciplina. Si bien el Estado policial fue una parte integral del liberalismo (vía el mercantilismo) su desarrollo ocurre, como mucho, en paralelo, pero con cierto grado de independencia con relación a la constitución de otros elementos (como lo económico) que formaron parte integral de la sociedad liberal decimonónica. La policía pudo haberse desplegado a raíz del crecimiento urbano, como una necesidad de regular y dar cuenta de las actividades de intercambio al interior del Estado; pero su instrumentalización en función de lo económico ocurrió más tarde. De aquí la posibilidad de ubicar una narrativa sobre su desarrollo al margen de procesos con los cuales entrará en relación en el siglo XIX.
En segundo lugar: es necesario recordar que esta función policial siempre estuvo ahí, a lo largo de la Modernidad, incluyendo tanto el período liberal como el neoliberal. Foucault (2015) hablaba de cómo el Estado moderno contenía tanto un poder individualizante (lo político) como totalizante (lo económico). Quiere decir que la sociedad disciplinaria del siglo XIX, transformada por las tecnologías del yo del neoliberalismo, se distinguió por contener en su interior una serie de dispositivos biopolíticos dirigidos a codificar y sistematizar la interacción entre las “actividades productivas, las redes de comunicación y el juego de las relaciones de poder” (Foucault, 2015: 332). Pero, sobre todo, este entramado disciplinario (Deleuze [1995] le llamaría, a propósito del propio Foucault, dispositivo) opera sobre sujetos libres, o sea, sobre “sujetos individuales o colectivos que tienen ante sí un campo de posibilidades, donde pueden tener lugar varias conductas, varias reacciones y diversos modos de comportamiento” (Foucault, 2015: 335). Puede observarse aquí que la función de la biopolítica, desde los tiempos de la sociedad disciplinaria decimonónica, estuvo dirigida a producir y reproducir la sociedad civil (esa de los “sujetos libres”), sea gestionando la estricta separación entre lo político y lo económico (liberalismo), o creando el sostén institucional para que se pueda recrear esta sociedad (neoliberalismo).
Ahora bien, lo que se presenta ante la pandemia es, precisamente, ese Estado policial que aún no se integra dentro de la racionalidad del mercantilismo (y mucho menos del liberalismo). Su función no es la de “operar” sobre sujetos libres. Lo que procura es conocer, gestionar y regular lo que hacen los sujetos a su interior. Prescribe conductas (que son, después de todo, formas de conducir), formula prohibiciones y sanciona. Ahí caen tanto las cuarentenas como las doctrinas de distanciamiento social. Pero en esto no hay nada nuevo. Lo que sobresale de estas actuaciones es su objeto: ¿con qué propósito? Ya no se trata de reproducir la sociedad civil, sino preservar la integridad del Estado, que es lo que, después de todo, procura proteger. Es decir, el Estado por sí mismo (o, lo que es lo mismo, una reformulación del clásico dictamen de Luis XIV, “el Estado soy yo”). La sociedad civil se fusiona así con el Estado, imponiendo una rearticulación forzosa en su relación con lo económico. La intención del presidente estadounidense de reabrir la economía choca de frente con el poder sancionador del Estado policial: casi de inmediato, las voces al interior de su administración desautorizaron sus declaraciones o, simplemente, las ridiculizaron. Al final, Trump no sólo tuvo que retractarse sino extender el periodo de distanciamiento social; es decir, la integridad del Estado se tomó por encima de lo económico.
En la pandemia, el Estado ha sido muy explícito a la hora de fijar su espacio de injerencia, lo cual más que comprender un adentro y un afuera, abre la posibilidad de un estado de excepción dado su alcance ilimitado y su facultad de desfigurar la distinción entre lo público (dominio de lo político) y lo privado (lo económico). Si la amenaza se posa sobre la figura del Estado, vale la suspensión de las garantías constitucionales a modo de poder salvaguardar su existencia. Esto involucra, como advierte Agamben (2006), la posibilidad de convertir la excepción en regla, y así fundir y confundir lo privado con lo público. En consecuencia, el Estado terminaría por decidir quién vive y quien no. ¿Pero es acaso este el fin último de la biopolítica? Este debate, tal como ha aparecido ante la pandemia, quizás ilustra sus límites. El sacrificio propuesto por Trump por el bien de la economía fue categorizado como un escándalo de grandes proporciones; no así la posibilidad de que los médicos deban decidir quién recibe cuido y quién debe ser abandonado a su suerte. Ciertamente, bajo la fórmula biopolítica, el Estado opera al amparo de la clase gerencial profesional que, a fin de cuentas, se apropia de este derecho sobre la vida, pero no a favor de la economía (es decir, en pro de la libertad). Lo hace en la medida en que ello involucra un cálculo estrechamente vinculado a la supervivencia del Estado.
Este abultamiento del Estado policial no involucra una mayor potencialidad de la biopolítica, como sugiere Agamben (2006). En todo caso apunta a la posibilidad de un Estado policial biopolítico donde el estado de excepción sea contingencia absoluta. Pero no debe pasarse por alto que la biopolítica es un dispositivo muy propio del liberalismo/neoliberalismo; una especie de bisagra que permitió en un momento particular articular la relación entre lo económico y lo político. El Estado policial biopolítico no articula nada. Es, en todo caso, el éxtasis de la política: todo se subsume a ésta en la medida en que lo económico colapsa en lo político. Badiou (2020) advierte que la nacionalización no es nada nuevo y que, en tiempos de crisis, se aplican medidas como estas con el expreso propósito de retomar la “normalidad” cuanto antes. Incluso las protestas que emanan desde el capital son perfectamente comprensibles y justificadas, dadas las circunstancias y el carácter anárquico de la sociedad civil. El rastreo de los movimientos y la recopilación de datos vitales de comunidades enteras, sin embargo, apuntan en dirección contraria. El potencial biopolítico de las tecnologías digitales de rastreo y su empleo a total capacidad, solo confirman la preeminencia del Estado policial en estos momentos. Muy en perjuicio de la sociedad civil.
Falta determinar cómo este paso al Estado policial biopolítico se presenta en los países de la periferia, donde las relaciones coloniales siguen siendo una realidad o forman parte de su pasado reciente. Resulta pertinente puesto que la figura del Estado en estos países ha tenido casi siempre una cara más administrativa (es decir, ejecutiva en el lenguaje republicano) que política dada la soberanía limitada que dio paso a su constitución como país. Su misión perenne fue, de una parte, mantener el control y ejercer el mando sobre la población autóctona (primero indígenas; luego en combinación con los esclavos) y, de la otra, “crear las condiciones para el aprovechamiento económico de la colonia” (Osterhammel y Jansen (2019). Todo esto en función de la lealtad a la metrópolis (donde realmente radicaba la esfera de lo político). Dada estas condiciones, el poder del aparato gubernamental/administrativo al interior de las colonias siempre fue autocrático (donde se produce una hibridación particular entre intereses tecnocráticos y corporativos) y, sobre todo, omnipotente (patriarcal, oligárquico y esclavista) (Negri y Cocco, 2006). Si bien ello choca con la doctrina liberal (pues no hubo necesidad de separación entre lo político y lo económico), este estado débil (como le llaman Negri y Cocco) fue pieza fundamental a la hora de transformarse en garante de la sociedad civil bajo el neoliberalismo por su naturaleza administrativa. El derecho aquí jugó un papel cardinal, pues fue por medio de este que se consolidaron las estructuras de dominación y explotación al interior de las colonias (desde la Ley de Indias española hasta la Ley Foraker estadounidense). El mismo curso siguieron las reformas neoliberales, amparándose en la fe que el último Hayek le atribuyó a la ley y la implementación de reglas particulares como corrector de los vicios que la democracia (lo político) introducía a la dinámica del mercado (Slobodian, 2018).
De aquí se desprende que el biopoder, en el caso del Estado débil, no opera, necesariamente, dentro de un marco institucional de libertad; su propósito no es otro que el dominio, regido, en la mayoría de los casos, por matrices raciales. Su naturaleza jurídico-legalista (que le otorga inmenso poder y prestigio a la profesión de abogado y les faculta un acceso casi exclusivo a las estructuras de poder político), responde aún a su naturaleza colonial. Por tanto, éste se orienta a organizar el terreno social a base de prohibiciones que fijan el campo de posibilidades dentro del territorio. La adopción relativamente expedita y fluida del neoliberalismo corresponde, en parte, a la desarticulación de estructuras biopolíticas basadas en el racismo sistemático del Estado débil populista; pero también recae en esta estructura biopolítica legalista, que facilitó rearticular la relación entre lo político y lo económico.
Un regreso al Estado policial del s. XVIII no es posible para el Estado débil. La policía nunca fue una parte sustancial de su constitución. Existe, pues, un grado de distinción con respecto a los países del norte global. Ello no niega el rol protagónico de la biopolítica en la respuesta a la pandemia. Todo lo contrario; quizás es aquí donde la biopolítica realmente se amplifique, a tal grado que suplante el frágil andamiaje constitucional por un control autoritario in extremis. Nada ajeno a las respectivas historias de los Estados débiles, cuya existencia durante su periodo populista constitucional dependió, en gran medida, de instrumentos castrenses para ejercer la función policial. Aquí entran las órdenes ejecutivas; el ejercicio del mando por decreto coloca a la cabeza la función ejecutiva mientras relega su contraparte parlamentaria y, por añadidura, suspende en gran medida las funciones judiciales de mediación. Por tanto, el ejercicio del poder es disgregado de las estructuras que le brindan legitimidad y ejercido en la forma más cruel y obscena posible. Resulta evidente el potencial que tiene este abultamiento de la biopolítica para recomponer las relaciones de dominación y presentarlas a flor de piel.
¿El fin del neoliberalismo? Quizás sea muy temprano para escribir su obituario o dar por contado su infeliz final. Badiou puede tener razón, después de todo. Pero puede que el campo de concentración deje de ser una metáfora (como alude Agamben) y se convierta en nuestra experiencia del espacio en un futuro post pandémico. De lo que no debe quedar duda es de la capacidad de la pandemia de reconfigurar las relaciones de poder y dominación en nuestro mundo. Y ello es, simplemente, espantoso.
Referencias
Agamben, G. (2006). Homo sacer. Valencia: Pre-Textos.
Anderson, P. (2011). On the Concatenation in the Arab World. New Left Review, 68, pp. 5-15.
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