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Inicio » Columnas Portadas

El horror del mundo

Mara NegrónMara Negrón Publicado: 30 de septiembre de 2011



Una escena del Cándido de Voltaire puede servirme para ilustrar el hiato temporal entre un sistema de pensamiento filosófico y lo real. Al principio de la travesía que obligado debe emprender, el anti-héroe de Voltaire presencia una escena de masacre como resultado de la guerra. Ante tal desastre y horror, cuerpos sin vida ensangrentados, mujeres violadas, Cándido, que todavía permanece fiel a la filosofía de su maestro del «todo está bien en el mejor de los mundos posibles», fiel pues a la creencia de que un cierto orden general terminará por imponerse, se oculta, y entonces comenta la narración:

Primeramente, los cañones derribaron unos seis mil hombres de cada parte, después la fusilería barrió del mejor de los mundos unos nueve o diez mil bribones que infectaban su superficie y, por último, la bayoneta fue la razón suficiente de la muerte de otros cuantos miles. Todo ello podía sumar cosa de treinta millares. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.  

Voltaire, valiéndose de su verbo ácido, se burla de la filosofía de Leibniz y pone en escena un mundo irónico en el que sus personajes pasan por casualidad de un lugar y de un encuentro a otro con el propósito de presentarnos un mundo librado al caos. Pero Voltaire no sólo se ríe de Leibniz. También muestra la tenacidad humana, o mejor dicho su testarudez o ceguera, que se refleja en el hecho de pretender que todo está bien, que queremos seguir pensando que todo está igual que siempre, que no queremos pues mirar y ver el horror. Asimismo, el filósofo ilustrado pone en escena un viejo sueño de la filosofía: la producción de verdades que ningún suceso puede alterar o desmentir. El drama es, según Voltaire, que en un mundo cambiante, una verdad o principio que se las dé de filosófico y pretenda el rango de inmutabilidad, de un orden absoluto, está abocado a darse de bruces contra la realidad.

En la escena que citamos, Cándido aún se encuentra demasiado sometido al sistema filosófico de su maestro Pangloss, y prefiere pasarle por encima al bulto de cuerpos ensangrentados a tener que aceptar que su filosofía de mundo no puede explicar la violencia, la muerte y la guerra. No obstante, establece la narración que Cándido «temblaba como un filósofo». ¿Cómo tiembla un filósofo? ¿O dicho de otra manera, qué es lo que le tiembla a un filósofo que quiere, a pesar del mundo, seguir creyendo en su filosofía? Tiemblan por supuesto los cimientos del sistema que organiza ese mundo. Eso produce horror, un horror que nos pone a temblar. Temblamos todos… filósofos declarados o no… pues el mundo que lucía ante nuestra comprensión como transparente, súbitamente se torna incomprensible. Cándido tiembla por el horror de lo que contempla, pero está dispuesto a justificarlo con tal de salvar el mejor mundo de sus posibles, su pequeño mundo de orden y de certezas. Cándido quiere salvar su pequeño sueño burgués.

No puedo más que confesar en este presente en el que escribo mi desasosiego ante la actualidad mundializada que se impone ante nosotros con la fuerza de los principios inexorables. Es decir, con el peso de aquello que aparentemente no se puede cambiar. No estamos ya en el mejor de los mundos posibles sino en el peor, al menos eso afirman los políticos que dirigen el mundo matemáticamente. Pero, de igual manera que no se puede afirmar el principio del todo está bien indiscriminadamente, tampoco podemos aceptar ese todo está mal, y todo se debe a la crisis económica. Yo quiero todavía creer en el cambio, no ya en el progreso, pero sí en la posibilidad de incidir en el devenir de la cultura.

Francisco José Ramos expresaba en este espacio hace unas semanas (“A propósito de la estética del pensamiento”) algo parecido a lo que aquí expreso, aunque interpreto en sus palabras un arraigo a la filosofía como un lugar que protege una experiencia privilegiada de la verdad. Se desprenden de sus palabras desasosiego y un deseo de indicar la buena senda que sería reivindicar la actividad filosófica. Yo, más dada al juego interpretativo que permite la estética literaria y pictórica, no busco verdades, aunque sueño con mundos mejores. A mí me tiemblan en este presente los sistemas filosóficos de los que me he servido para organizar mi mundo y tornarlo inteligible. No obstante, no experimento ese temblor como un fracaso. Ni tampoco aparece como fracaso el desasosiego de Francisco José Ramos. En mi caso, reivindico el temblor como una insatisfacción que me produce un desasosiego que es muy productivo para pensar y crear. Prefiero por lo tanto el temblor y la incertidumbre a la seguridad de las verdades inmutables, a las razones inexorables. Prefiero la postura volteriana que supone que un sistema filosófico que sólo se sostiene de espaldas a la carnicería de los hombres no piensa ni se piensa. Lo filosófico es suscitado por ese dolor y ese horror de lo que sucede ante nosotros.

El mundo del presente también repite sin cesar preceptos ordenadores, ya sean palabras o lugares comunes que los medios de comunicación nos presentan como verdades o situaciones inescapables. Por ejemplo, basta con evocar “la crisis” para que inmediatamente todo el mundo dé cabezadas de aprobación o haga algún gesto facial de pena que implica que ante eso no podemos hacer nada. Ante tal palabra «crisis», todos nos entendemos y no hay nada más que hablar.

Es esto lo que se pretende que aceptemos como una verdad inexorable y contra la cual me rebelo. Cuando abrimos los periódicos, más allá de los de Puerto Rico, y recorremos el espacio global, constatamos una cierta repetición. Los titulares y la información se repiten. Se observa un desgaste de la prensa escrita y una falta de análisis crítico generalizado. Entre los discursos y tomas de posiciones que se repiten encontramos lo que yo llamo la dictadura de los mercados, la crisis de la bolsa y de los bancos, los escándalos de corrupción, morales y sexistas, y las luchas de poder bipartidistas. Todo sucede como si la economía, la política y los partidos evolucionaran dentro de un libreto establecido que excluye, por razones misteriosas, la diferencia, aquello que puede de una manera o de otra producir algún afecto susceptible de humanizar la escena. Cierto es que nos comportamos ante la escena del mundo como si fuera un espectáculo. Pero más allá de esa muleta conceptual, todo sucede como si ese orden se nos impusiera, en particular el económico, el cual parece dictar las políticas de los estados desde Grecia, pasando por España y llegando al Puerto Rico de Fortuño. Así, reunirse con los tecnócratas políticos, universitarios o comerciales redunda en lo mismo: uno se encuentra ante una persona que enarbola la supuesta verdad matemática que está más allá de la izquierda y de la derecha. Ante tal despolitización, la mirada filosófica sospecha y la política se radicaliza. El mundo parece dividido entre los políticos tecnócratas y los indignados, entre los sedientos de democracia y de justicia y los sedientos de poder.

El resultado de esas políticas económicas que pretenden operar sin ideología, dejando hablar tan solo “los números”, es escandaloso. Despidos masivos (ya se ha hablado mucho de los 16,000 empleados públicos que la administración de Fortuño puso en la calle) –y él no es el único político que ha hecho esto-, la educación a todos sus niveles completamente descuidada –y no basta con habilitar los edificios y comprar computadoras para hacer como si se estuviera invirtiendo en la educación-, y la salud. La inflación y la recesión, aunque uno no tenga idea de qué son, hacen su trabajo cuando uno paga en el supermercado. En fin, que la precariedad amenaza la cotidianidad y deja sin futuro a mucha gente en el mundo. Ante esto tiembla la filosofía, es decir, no sólo el amor al saber en el sentido etimológico de la palabra «filosofía», sino el pensar que nos permite organizar el mundo, soñarlo y producirlo para poder reconocernos, proyectarnos, para poder entregarlo a las próximas generaciones.

Donde el acto filosófico no puede fallar, me parece, dudo y tiemblo, es precisamente en lo político. Es decir, hay que ser político de las formas más agudas e imaginativas, y por supuesto más allá de los partidos y sus arcaicas estructuras falogocéntricas. Debemos saber distinguir entre las fuerzas de la vida y las de la muerte. Lo inexorable en cuanto a asuntos humanos se refiere, si le creemos a Voltaire, no lo es tanto, y más bien somos culpables cuando ponemos en las manos de la providencia, de dios o de la crisis lo que sólo nosotros podemos decidir y transformar.

El mundo parece uniforme en sus males. Esa es la mundialización, es decir, una apertura que pretende generalizar los fenómenos de crisis actuales. La fuerza de homogeneización es ambivalente. Por un lado, supone una apertura al mundo, a los demás, pero por otro, hace desaparecer las particularidades de la historia política con su cortejo de acontecimientos siempre pintados en claroscuro. La historia, la geopolítica y la cultura del Caribe nos diferencian de Europa, de Estados Unidos, y aun de Latinoamérica, a pesar de compartir una lengua. Gran parte de los males que nos aquejan cotidianamente dependen de decisiones que son tomadas por los líderes de nuestros partidos políticos, y no por entidades que determinan en un Olimpo abstracto lo que padecemos. ¿Quién es responsable por todas las fallas graves de la Policía de Puerto Rico, recientemente señaladas? No se trata de negar la influencia del macrocosmos, sino más bien de retomar el camino de la protesta en la cercanía.

¿Por qué el discurso teórico filosófico siempre parece estar a la saga de su objeto del deseo?

Pues tanto trabajo se ha hecho para pensar la desigualdad, la justicia, la democracia, la violencia de género, la homofobia, pero la realidad siempre termina nublando la idea y la fuerza creadora que la hace posible. Quizá también habría que pensar que el olvido, y su contraparte siempre en bancarrota, la memoria, marcan las etapas de esta carrera hacia la vida y hacia la muerte. Quizá lo que más me une a la Ilustración a la Voltaire es la fe en la educación. No como proceso de aprendizaje, no como adquisición de destrezas, sino como ese proceso que hace posible la transmisión del archivo de una generación a la otra. Esto no hará imperecederos los discursos filosóficos ni las abstracciones como la democracia o la justicia, pero al menos servirá para la acumulación del saber.

Consideremos pues el temblor del mundo en este momento. Ante él no nos ceguemos. Muy por el contrario, debemos acogerlo, pensarlo y posicionarnos. Reivindico pues una filosofía del temblor, del desasosiego, del malestar.

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Mara Negrón
Autores

Mara Negrón

Desde la creación de la revista 80grados, Mara Negrón se unió al proyecto como columnista fundadora, contribuyendo un total de 17 excelentes textos caracterizados por su palabra intensa y radical. Hoy, entre aturdidos y sublevados aún ante la noticia de su partida, presentamos a continuación todos sus textos. Columnista Se doctoró en la Universidad París-VIII en 1989. Hizo su investigación doctoral bajo la dirección de la conocida escritora y teórica Hélène Cixous. En 1997 se publica su primer libro: "Une genèse au féminin: La pomme dans le noir de Clarice Lispector" (Ed. Rodopi). Desde 1996 es catedrática de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Comparte su tiempo de enseñanza entre los Departamentos de Humanidades y Departamento graduado de Literatura Comparada. Desde 2008, dirige el Programa de estudios de la mujer y género de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado "Cartago" (novela, Editorial Tal cual, 2005) y recientemente "De la animalidad no hay salida: ensayos sobre animalidad, cuerpo y ciudad". Además ha publicado numerosos artículos en antología y revistas internacionales. Actualmente, forma parte del comité editorial de la Revista Hotel Abismo.

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