El imperialista ausente: la convergencia de las artes como exploración paradójica de lo puertorriqueño
El imperialista ausente, de entrada, nos inserta en el terreno de la sinestesia, no en el sentido de figura retórica que trastoca los sentidos, sino como estrategia discursiva que provoca, desde la intertextualidad, una convergencia entre la literatura, las artes plásticas, el cine y la música. El punto de partida es la música y el cine con los epígrafes de Lena Horne, Olga Guillot y Patricia Neal, que evocan el amor y la coquetería. Luego, una cuarta cita nos trae al terreno de la patria y la familia. Me refiero a la cita de Números 10:31 que lee: “Y él respondió: yo no iré, sino que me marcharé a mi tierra y a mi parentela”. Esta tierra y parentela es la patria y la familia, esa metáfora fundacional de la literatura canónica puertorriqueña que, según afirma Juan Gelpí en su obra seminal, Literatura y paternalismo en Puerto Rico (Editorial UPR, 1994), sirvió la función de “imponer un consenso, una cohesión, a través de una retórica en la cual se privilegian metáforas totalizantes que colindan con instituciones disciplinarias: la familia, la escuela, la casa” (p. 5). Gelpí añade que desde lo totalizante de la imagen de “la gran familia” se insertaba una “lucha retórica contra la dispersión”, o lo múltiple (p. 132). El intento de borrar diferencias en la construcción de la ficción de la identidad nacional puertorriqueña es lo que Yolanda Martínez-San Miguel ha denominado “la mismidad” (p. 251, Caribe Two Ways, Ediciones Callejón, 2003). La novela de Martínez Maldonado convoca las metáforas canónicas en su epígrafe y en sus páginas inserta una búsqueda por el padre ausente que en ocasiones se equipara a la patria, a la nación. No obstante, la fragmentación, la paradoja y la convergencia de artes son constantes en su acercamiento a la temática lo cual produce un efecto de ruptura y ampliación.
En la novela se va hilvanando la historia fragmentada y en tránsito entre lienzos, películas y canciones, de un hombre puertorriqueño y su búsqueda, no solo por su padre ausente sino por hallarle sentido a la existencia.
El narrador afirma: “Mi padre había muerto en un cuadro, tal vez uno pintado por Nick […] Mi padre, que repetía sus secretos frente a un espejo que parecía una ventana y reflejaba lo indecible. Secretos que él mismo no sabía porque estaban tan ocultos en su memoria que no podían flotar hasta su conciencia, mucho menos hasta mí” (p. 12). Desde este fragmento nos insertamos en la búsqueda de los secretos del padre ausente. Veremos según nos adentramos en la trama que esos secretos son las preguntas sin respuestas del mismo narrador: ¿Por qué se fue?; ¿Tanto miedo le pueden tener los padres a los hijos que le huyen, primero a sus sueños y, luego a su imagen? (p. 217); ¿Por qué unos tienen éxito en la vida y otros no?; ¿En qué historia, en qué legado se encuentra nuestro progenitor? (p. 251), entre otras.
El narrador, en ocasiones irreverente y antipático, se queda resentido con su padre que en su niñez lo abandonó y migró a Nueva York, y reclama: “No estuviste allí para curar mis cortaduras, ni para detener el hilo de sangre de mi rodilla abierta, cortada por el estribo del viejo automóvil que tanto te seducía” (p. 14). El narrador va intercalando referencias al arte plástico no solo puertorriqueño sino al arte de varias épocas y países, para enfatizar la ausencia y contarnos su vida.
Cuando encuentra el amor con Marina, una compañera de estudios con quien se casa, y pasa la luna de miel en Nueva York, nuevamente estamos ante la disyuntiva paradójica del secreto deseo de hallar a su progenitor y a su vez, el terror de que, en efecto, ese encuentro se manifieste en las calles de la Gran Manzana, o “la otra isla de Puerto Rico”, como alguna vez le llamó Manuel Ramos Otero o ese otro pueblo de la Isla como afirmó Luis Rafael Sánchez.
La narración se da en forma fragmentada, no cronológica, pues comienza con el final, la muerte del padre. Luego, nos inserta en la niñez para llevarnos a la adultez, donde encuentra a ese primer amor tan fructífero con quien forma una familia. Pero después, ocurre un inesperado giro: el narrador nos afirma que ha repetido la historia de su padre, se ha ido él también a vivir a Nueva York, abandonando a su esposa y tres hijos.
El narrador, consciente de cierta repetición de destinos, lo articula desde la imagen: “Yo me sentaba en el borde de la barra y pensaba en mis hijos. Quería ver a mis hijos en un cuadro de alguien, tal vez de Renoir o de Velázquez. Me miraba en el espejo de la barra y veía ahora aquella composición en la que Marina estaba rodeada por nuestras dos hijas y el chico. Ellas sonreían; él reía como si lo más gracioso del mundo acababa de acontecer. Mas el chiste era yo. Allí sentado, al filo de la noche, tomando, solo, mirando un espejo entre humo y copas de licor” …(p. 39). Luego, continúa su reflexión sobre la familia y lo que debe ser, nos presenta esa metáfora trillada para invadirnos con el intertexto de una de las familias más disfuncionales de la historia literaria universal, la de Hamlet de Shakespeare, para afirmar que la suya no es tan interesante y complicada como la de ellos: “¡Qué aburridas son las familias burguesas!” (p. 40).
El narrador admite que repite la historia de su padre en prácticamente todo: “Vivía huyendo como tú. Escondido de mis hijos como tú. Contando historias que rechazaban las revistas, escribiendo poemas que destruía. Maldiciendo lo que hacía, que era parecido a lo que tú hacías. Por lo menos reconocía lo que le había hecho a Marina y mis hijos. Tú no sabías lo que habías hecho. Tú andabas por California en el pináculo de tu vida” (p. 42). Las diferencias principales entre ambos (narrador y padre), son que su padre muy exitoso en Hollywood, ahora era un guionista famoso y millonario, mientras, el narrador se ganaba la vida componiendo jingles en inglés para una compañía de publicidad en Estados Unidos. Tanto el lector como el narrador se preguntan, ¿por qué repite la historia de su padre?
Un cambio inesperado en la voz narrativa nos trae como narradora a Marina, la ahora exesposa de quien hasta entonces había sido el narrador exclusivo de la novela. Este cambio de voz nos trae otro matiz a la historia. Ella cuenta que: “admiraba tu ambición de emular a tu padre, de publicar donde lo hicieron Hemingway, Fitzgerald, O‘Hara, Dos Passos, Carver, Updike pero, por qué no escribías en tu propia lengua y comenzabas por aquí en SIN NOMBRE, o en alguna publicación latinoamericana”… (p. 73). Resulta, que tanto el padre como su hijo escribían en inglés. Este interesante dato nos trae a otro tema vinculado a la producción literaria puertorriqueña que en la Isla privilegia el español como idioma para articularse. No obstante, como bien ha señalado Yolanda Martínez-San Miguel en su obra crítica Caribe Two Ways, en la literatura caribeña la migración es un elemento prácticamente inevitable y por ello, la ficción misma se convierte en la “lengua materna” tanto de los que escriben en inglés como los que lo hacen en español (p. 370). Hay un episodio interesante en la novela cuando el narrador se encuentra con un amigo escritor y dialogan sobre este tema de la escritura y el idioma (p. 82-86).
La voz de Marina, que aparece en varios fragmentos de la novela, además de reafirmar la obsesión del narrador con la ausencia de su padre, trae a relieve los problemas de comunicación, como uno de los temas secundarios de la novela, el cual se inserta, en particular, en el ámbito de las relaciones que sostiene el narrador, tanto con Marina como con Cloe, su segunda esposa.1 La presencia de Marina, su voz y su vida, son cortas, pues su muerte por el cáncer, trae otra muerte que dará un giro absolutamente sorprendente e inesperado a este relato.
El padre del narrador fallece y sale en todas las estaciones de televisión que afirman que Puerto Rico y Hollywood están de luto. Para su sorpresa, su padre, que solamente había aparecido en dos ocasiones luego del abandono en su niñez, ahora le dejaba una herencia. En su viaje a Hollywood conoce la vida que tuvo su padre, sus amigos entrañables y leales, los productores X, Y, Z. En la cena con los nuevos conocidos, después de la lectura del testamento de su padre, el autor hábilmente reproduce la escena como parodia de “El Velorio” de Francisco Oller. Entonces, ellos le preguntaron al narrador que si él escribía y le piden que les comparta algún escrito. El narrador, Junior, como le decían los amigos de su padre fallecido, les compartió el manuscrito de su novela corta “El imperialista”. Entonces, a partir de la página 116 comienza la novela dentro de la novela.
De momento, nos encontramos en una película que parece una fusión entre James Bond y Traffic con Benicio del Toro. Los personajes son de diversos orígenes y trasfondos; Ian y María Bright, un inglés y una mexicana ambos agentes dobles de la KGB y MI 6 (el Servicio Secreto Inglés); Oscar y Valeria, narcotraficantes latinoamericanos; Iván y Pepe Paco, amigos de infancia y ambos músicos, el primero trompetista y el segundo cantante, uno mexicano y el otro mexicano puertorriqueño, el cual se hará tan famoso como Luis Miguel. Ambos músicos se encontrarán involucrados en el desarrollo de una serie de intrigas, conspiraciones políticas de comunistas y narcotraficantes entre Miami, Latinoamérica y Europa. Uno de los músicos perderá la vida y el otro correrá peligro, a causa de la misma figura paterna que atrae y repulsa a la vez, un tal Rupert / Rodolfo agente doble de la KGB y el Servicio Secreto Inglés. Luego, de leer el manuscrito de Junior, los productores y el nuevo agente del narrador, Raven, lo embarcan en la aventura de ser guionista de Hollywood para su nueva serie televisiva The Internationals. Se repite la historia del padre en el hijo. De tal palo tal astilla.
Se podría afirmar que esta novela tiene tres partes aunque no esté dividida así formalmente. La primera parte está dominada principalmente por intertextos de artes plásticas y literarios y se concentra en la búsqueda implícita del padre ausente, pues el narrador constantemente afirma que lo ha olvidado. En la segunda parte, salpicada de humor, predominan las referencias al cine y la música y, en ella, nuevamente se insertan varias figuras paternas problemáticas que oscilan entre la presencia y la ausencia. La tercera parte es una fusión onírica de ambos textos anteriores (parte 1 y 2): la historia del narrador y la historia del imperialista. La narración ahora adquiere matices, no solo ontológicos y metaliterarios, a lo Miguel de Unamuno y Niebla, sino que nos llevan al desenlace donde convergen las artes de la narración y la imagen plástica y cinematográfica. Y es aquí, en la tercera parte de la novela, que el narrador afirma: “comienzo a preguntarme […] si mi búsqueda por el ser que me creó es un intento de resolver el misterio de la capacidad creativa” (p. 235-36). Señalando a que la novela también es una exploración de la creatividad y los efectos de la convergencia de las artes.
Es en esta tercera parte de la novela que el narrador se lanza más abiertamente a la búsqueda de respuestas sobre el por qué su padre lo abandonó y ahora, como requerido por su contrato de guionista, debe explicar con mayor detalle a esa figura paterna de su nueva serie, “el personaje mítico que oscila entre la mortalidad y la inmortalidad” (p. 226): Rupert / Rodolfo. Y es desde los sueños, como nos afirman las referencias a los ojos abiertos o cerrados y a despertar o dormirse, que se va mezclando una ficción con la otra; y Junior se encuentra frente a frente con los personajes de su propia novela, quienes le dan pistas en torno a dónde encontrar a su padre.
La búsqueda es múltiple: es por el padre, más presente ahora desde su muerte; es por la patria, ese origen mitológico; es por la vida misma, el origen ontológico. La búsqueda es compleja y paradójica y pone a relieve la relación conflictiva con su padre: “Todo comenzó en las calles de San Juan, o en Manhattan, o las de Hollywood o las de París, o Cannes, o Niza, o Madrid, o Casablanca, o Marrakech. Tal vez todo lo vislumbró Junior como un antídoto a la búsqueda desenfrenada del imperialista ausente, de su padre ausente, de esa vida paralela a la suya” (p. 261); “¿Es el imperialista ausente el padre que siempre nos sacrifica?” (p. 264); “La situación me acerca a mi padre de forma que me repele y me atrae por otro. ¿Se estará repitiendo la historia de Dédalo e Ícaro? […] que su padre lo rescató de algo, sólo para dejarlo acercarse al sol y a la muerte” (p. 266-67). En esta búsqueda, se intenta construir una patria-padre desde las palabras, desde el arte y la sinestesia, y se convierte en una narrativa ontológica que trasciende lo puertorriqueño y se inserta en lo múltiple a través de sus abundantes intertextos que interpelan a las producciones culturales de varias artes y de diversas épocas y culturas.
La convergencia de las artes o lo que llamo sinestesia, es la praxis creativa que el autor inserta como estrategia discursiva que multiplica esa búsqueda doble de hallarle sentido a la vida y de comprender los orígenes. La madre patria, esa paradoja que es madre y padre a la vez. Ese devenir de un país que no puede completarse en su proceso por la ausencia de algo imprescindible: la soberanía. Como afirma Pepe Paco, el cantante mexicano puertorriqueño, Puerto Rico es un “edén, demasiado pequeño para él, demasiado diamante en bruto, demasiado explotado por el imperialista ausente, demasiado dispuesto a dejarse dilapidar por la disputa de los diputados que no entienden del desprecio que es no ser lo que se es” (p. 273).
En el medley de canciones que Pepe Paco canta en la tercera parte de la novela se reafirma que la búsqueda del padre-patria, realmente trasciende lo puertorriqueño pues él intercala versos de canciones puertorriqueñas y mexicanas; versos que enfatizan la nostalgia por la ausencia y la alegría por el regreso o la presencia. Esta mezcla de música mexicana y puertorriqueña apunta a una hibridez que hermana las paradojas que explora el protagonista con la de otros latinoamericanos. Se podría afirmar que El imperialista ausente es un texto paradójico en el sentido de que simultáneamente convoca y repite los elementos del canon literario paternalista para luego, subvertirlos en una narrativa ontológica de convergencia de las artes, la cual desde su búsqueda por el padre-patria halla un lienzo que, en función de espejo, refleja una imagen multiplicada al infinito inalcanzable, intocable, por siempre en juicio su autenticidad.
En la novela se crea la ficción del padre-patria y se plasma, eternizada en la obra “Eukarysto” del artista puertorriqueño, Nick Quijano. Con este gesto, la novela se acerca a la tradición canónica, ya que la imagen de la pintura de Quijano es la de un jíbaro quien, desde lo que el narrador llama una ventana, ofrenda los plátanos, ese “pan nuestro de cada día”, esa “mancha” que nos identifica con ese lugar imaginado, el archipiélago expandido. La imagen del jíbaro tan presente en la literatura, el arte y la cultura puertorriqueña se plasma como símbolo que dialoga con otros textos; visuales (Ramón Frade León, Campeche, y Oller) y literarios (Manuel A. Alonso, Llorens Torres, entre tantos otros). La gran contradicción es que, con este encuentro o hallazgo, se concretiza la paradoja que se propone a través de toda la novela; que el padre-patria es también el imperialista ausente. Esto invita a reflexiones más profundas. Ya que implica que no hay un “ellos” y un “nosotros” que diferencia a los imperialistas de los colonizados.
Por otra parte, la presencia de personajes de diversos orígenes y sus travesías internacionales y los abundantes intertextos que producen la convergencia entre la literatura, las artes plásticas, el cine y la música apuntan a una visión globalizada que amplían el contexto de la exploración de lo puertorriqueño, sus complejidades y paradojas, siempre en tránsito de cuadro en cuadro. Además, abren la obra a una propuesta que trasciende la temática de la identidad y la inserta en la exploración de lo que el narrador llama “la capacidad creativa” del ser humano, manifiesta en todas las artes: “me marcho a un museo, al del Barrio, al MET o al MOMA, y considero escaparme de este mundo a donde no se restrinja la vida, por el contrario, a donde esté coloreada como debe ser. La vida, te lo aseguro, es solamente de colores” (p. 47). Por eso, al concluir la lectura queda latente una invitación implícita a un despertar desde la imagen de la obra de Nick y la voz del narrador, quien afirma en la última página: “Entonces abro los ojos” (p. 295). Pero, ¿a qué despertamos? Eso lo decide el lector.
- Aunque no lo exploro aquí, la mujer es un elemento importante en la novela. El manejo paradójico del tema del padre ausente también se percibe en el tema de la mujer. Marina y Cloe aparecen como personajes en la novela dentro de la novela: María y Valeria. Por otro lado, la presencia de Lena Horne y Olga Guillot desde los epígrafes y a través de toda la novela apunta a una casi omnipresencia. Por tanto, evidentemente la mujer no está ausente. [↩]