El lado obscuro
De acciones y pensamientos insensatos hemos estado poblados por siglos. Tal vez no es incierto afirmar que la racionalidad crítica-práctica aparece, cada vez más, solo como un fragmento de un amplio texto escrito en clave irracional. Los antiguos mitos han sido sustituidos por modernas mentiras en las redes sociales, el ocultismo por conspiraciones misteriosas y los emperadores irascibles por presidentes incoherentes. Saturada de estupideces humanas, crueldades y obscuridades, nuestra época parece estar en franca involución.
“La estupidez es objetiva”, decía Adorno, para acentuar el carácter independiente y desapasionado de un juicio; pero, también, es objetiva cuando opera en contra de los propios intereses de quienes ejecutan la estupidez. Que el presidente innombrable de Estados Unidos retire a su país del Acuerdo de París sobre el cambio climático, uno de los mayores logros a favor del ambiente que afecta a todo el planeta, es objetivamente una imbecilidad. Que niegue el calentamiento global y sus fundamentos científicos es una doble imbecilidad. Cuando ese mismo presidente niega hoy lo que dijo ayer, o porque no lo recuerda o porque no recuerda que los otros recuerdan, incurre, igualmente, en la estupidez objetiva de la que hablaba Adorno. Si promueve la polarización de su país para asegurar el apoyo de su base electoral, que es cerca de un 35%, y a la vez enajena al 65% de la población electoral, entonces parece que incurre en una fría y calculada idiotez. Este comportamiento irracional no es, sin embargo, patrimonio exclusivo de este ser sin juicio. Lo podemos observar en varios representantes de los crecientes gobiernos populistas en América Latina y Europa del Este. Bastaría recordar tan solo el nombre de Bolsonaro en Brasil. Pero, sobre todo, los sin sentidos parecen ir creciendo, para tristeza de muchos, en las relaciones interpersonales, en las empresas privadas (incluso educativas) y en las formas de convivencia. El “buen sentido” del que hablaba Voltaire en la Ilustración está eclipsado.
Hay ciertos signos que parecen coincidir cuando se exacerban esos comportamientos colectivos desenfrenados. Las cumbres del irracionalismo concuerdan frecuentemente con los momentos en que el desequilibrio del poder es abrasivo y evidente. Siendo una hipótesis que habría que validar empíricamente, solo puedo dar cuenta de su lógica. En primer lugar, el irracionalismo está enlazado, histórica y lógicamente, a otros “ismos” polarizantes, como son el dogmatismo, o la creencia en ciertas ideas inamovibles (dogmas) que, como verdades absolutas, se defienden a capa y espada; el tradicionalismo, o la adhesión a las instituciones y costumbres del pasado; y el tribalismo, o el sentido de pertenencia a un grupo primitivo, la tribu, en el que comparten creencias ideológicas, religiosas u otras. Son “ismos” divisivos, polarizantes y emotivos. Segundo, las relaciones de poder son asimétricas de ordinario, pero mantienen una estabilidad relativa cuando se establecen balances apropiados. Así, por ejemplo, las tres ramas constitucionales, dentro de una forma republicana de gobierno, tienen teóricamente poderes similares, pero de facto existen grados de asimetría, ya que el Ejecutivo, al tener un poder más concentrado en la figura del Jefe de Estado, tiene más peso decisional. Esto no impide una estabilidad razonable y fluida, si prevalece una cultura institucional de freno del poder, lo que presupone prudencia en su ejercicio. Procurar esos balances, aunque se reconozcan asimetrías evidentes es, pues, crucial, porque obligan a la negociación y a la flexibilidad. Los balances de poder exigen pragmatismo y mesura para adelantar las agendas. En cambio, el desbalance radical, o desequilibrio del poder, solo estimula la imposición de posturas de quien controla la relación. El poder está tentado a imponer su verdad. Se torna intolerante e intransigente. Despide, revoca, anula, suprime, deshace, grita y, también, excepciona como modo de mostrar su autoridad. Estamos, pues, ante “Yo el Supremo” de Augusto Roa Bastos. Y, tercero, aunque no exista una necesidad lógica para esto, si perteneces a una tribu, defiendes dogmática y acríticamente lo que crees y, además, tienes un poder sin límites y frenos, entonces las consecuencias serán, seguramente, los desmanes del irracionalismo.
No es casual sino causal que el irracionalismo brote ante los desbalances crudos de las relaciones de poder. Lo vemos con demasiada frecuencia en las relaciones de pareja y en las relaciones de trabajo entre supervisor y supervisado. Los perfiles sicológicos de las personas embriagadas por ese poder unilateral se hacen perfectamente visibles y se repiten en los diferentes escenarios. Los conocemos bien y todos se parecen. Manifiestan arrogancia y voluntad de dominio, a veces matizada por algún toque de falsa humildad. Creen tener una intuición privilegiada, por lo que piensan que les asiste la razón sin argumentar; es decir, su posición les otorga la razón. Tienden a ser irascibles y pierden la compostura con facilidad, sobre todo, ante la oposición crítica o ante el “desafío” de su contraparte, presumiblemente débil, en la relación de poder. Dicen o sostienen una idiotez objetiva y creen que están diciendo o descubriendo algo importante. Escuchan muy poco y piensan que se debilitan si hacen concesiones o admiten errores. Disfrutan con sus subalternos porque se ríen cuando él se ríe, se emocionan cuando él se emociona y aplauden cuando él aplaude.
Vivimos tiempos que se inclinan demasiado hacia lo obscuro. El lado animal de lo humano, más instintivo y emocional, que dispara la rabia, el miedo y la reacción defensiva, es dominante. Si las desigualdades en las relaciones de poder son, en efecto, una de las causas sistémicas de estos momentos de expansión de irracionalismo generalizado, entonces será preciso examinar la complejidad de lidiar con estos desbalances y conductas sin sentido. Por el lado de las causas, es imprescindible analizar, y también resistir, el marco legal e institucional que perpetúa los desbalances de poder. Por ejemplo, que las veintiséis personas más ricas del mundo controlen la misma cantidad de riqueza que 3.8 billones de seres humanos, que es la mitad de la población del planeta, no se explica si no es porque existe un marco institucional que protege la inequidad. Por el lado de los efectos, los sistemas educativos parecen ayudar muy poco, lo que hace todo más complicado. Para estos la irracionalidad existe porque existen individuos irracionales, lo que es trivialmente cierto. La educación parece estar muy ocupada en el otro lado del cerebro, el de la lógica y la ciencia, el de los negocios y la eficiencia; no en el lado límbico de las emociones. De pronto, se rasga las vestiduras y proclama la enseñanza de valores. Pero resulta que ese sistema solo sabe educar por los lóbulos frontales, que es por donde siempre lo ha hecho. No recuerda que ya Aristóteles, hace 2,500 años, cuestionó el enfoque intelectualista socrático en la enseñanza de valores, porque era inefectivo y dejaba intocada la formación de hábitos. Saber lo que se debe hacer no conduce a hacer lo que se debe. La racionalidad práctica se enseña a largo plazo y existen estrategias fundamentadas para modificar aquellos patrones de conducta repetitivos, que están siempre acompañados de creencias distorsionadas. El enfoque cognitivo e intelectualista es muy estrecho y, por sí solo, inefectivo.
Mientras tanto, permaneceremos pellizcando la superficie de las causas y sufriendo las inclemencias de sus consecuencias. O, por el contrario, estaremos mitigando los efectos con leyes, encarcelamientos y autoritarismos igualmente irracionales, mientras se continúan reproduciendo imperturbables sus verdaderas causas.