El lavacarros

Jesse Costa/WBUR
Intercambiamos frases por primera vez el día que tuvo un altercado con el hombre joven a cargo de que los muchachos empleados hicieran bien el trabajo y fueran responsables, mientras terminaba mi carro. Su reclamo, a voz en cuello y frente al silencio y desembarazo de sus colegas, fue en apoyo a un compañero que se había ausentado porque estaba agotado; una excusa no válida para el supervisor de turno. La discusión nos dejó muy en claro a los presentes las condiciones de explotación de su empleo: sueldo de miseria por un trabajo duro, sin receso para comer si hay clientes en turno, con descuentos a las ganancias del día para compensar las ausencias, con hora de entrada pero no de salida, y posible despido por ausentarse los días asignados a trabajar.
El muchacho era un líder innato y brillante. Con ideas claras, argumentos contundentes y seguridad y firmeza al plantearlos. Calló al supervisor, pero siguió rumiando su enojo e inconformidad mientras exprimía con fuerza el trapo del secado. Cuando recogí la llave le dije que apoyaba sus planteamientos y lo felicité por atreverse a verbalizarlos. “Pues vamos a ver si cuando vuelva por aquí me encuentra”, me contestó con ironía.
Tras el altercado, siempre y cuando le tocara trabajar con mi carro, intercambiábamos comentarios breves y triviales. Lo poco que decía se centraba casi siempre en argumentar con convencimiento el punto en cuestión. Hablaba mientras trabajaba, sin mirar a los ojos. Su trato hacia mí permaneció inalterado, igual al primer día que coincidimos: distante, seco, un tanto hosco. Lo interpreté como un rasgo de independencia, un reclamo de respeto y un recurso para proteger su autoestima.
Hace tres semanas repetí el ritual del lavado. El muchacho no estaba cuando dejé el auto, pero cuando regresé lo vi encogido en un extremo del banco dispuesto para la clientela del car wash, bajo un toldo que protege del sol candente. Me senté a una distancia prudente, pues me llamó la atención que dos hombres que esperaban por sus carros estaban de pie, inquietos, alejados del área de sombra, bajo el calor del mediodía. Lo saludé y cuando intentó contestarme giró hacia el costado del banco y vomitó repetidas veces. “Ay, maldita sea. Coño, me siento mal. No puedo trabajar así”, le decía cada cinco minutos al supervisor, que lo miraba a distancia haciendo gestos de impotencia, sin responderle.
“¿Míster, usted me puede cruzar del puente de aquí, de Trujillo Alto?”, me preguntó. En lo que me repuse del asombro que me provocó su solicitud, siguió vomitando. “¿Qué tienes, la influenza?¨, le comenté, tratando de hacer tiempo para pensar mi respuesta. “Chacho. Tengo escalofríos, dolor en to’ el cuerpo y una fiebre que me tiene la cabeza que me va a explotar. Pero no me puedo ir caminando. No tengo fuerzas… ¿Usté’ me hace el favor?”, y pausó en espera de mi contestación. “Por favor”, me rogó con la voz quebrada.
Su rostro cetrino, sus ojos apagados y su voz débil y casi inaudible me habían despertaron una alarma de amenaza a mi salud. Por otra parte, se trataba del muchacho al que le había imaginado posibilidades de una vida mejor; al que me lo había figurado como una víctima de la indiferencia, la desigualdad y el destino –si es que eso existe-. Me sentí atrapado en la situación. No quise ser cómplice de sus desgracias y lo monté en el carro. A un kilómetro de nuestro punto de salida tuve que parar para que controlara sus arqueadas, pues ya no tenía qué eliminar de su cuerpo deshidratado. “Déjame llevarte a la sala de emergencia del hospital. Mira, estamos al frente”, le dije, preocupado de que sufriera un percance mayor en mi carro. “No. Déjeme después del puente. Mi mujer me prepara un té de yerbas que me alivia”, me cortó, bañado en sudor y tiritando. Crucé el puente y entramos al pueblo. “Si me puede dejar frente a casa, se lo agradezco. Dele a la derecha y siga directo. Es en la segunda entrada a la izquierda.”
Me detuve en la intersección de la calle; se bajó y me extendió la mano. Aterrado, le ofrecí la mía, y le sostuve la suya el tiempo mínimo necesario para que no se sintiera rechazado. Se bajó, cruzó frente al carro. “Es la tercera casita a la izquierda. Pa’ lo que necesite”, me dijo. Subí el cristal de la ventanilla y lo vi alejarse tambaleándose como un borracho. Seguí, y tan pronto estuve lo suficientemente lejos me estacioné y saqué las toallas húmedas en desinfectante que utilizo para limpiar accidentes en el carro. Me froté las manos y los dedos meticulosamente, con pena, rabia y vergüenza.
Ayer llevé el carro a lavar. Seguí el ritual y cuando me acerqué al supervisor, para pagarle, me espetó: “¿Sabe que al chamaco que usté’ le dio pon lo encontraron muerto después de cuatro días?”. Sacudido por el impacto de la noticia, le pregunté de qué había muerto. Frunció los labios en un mohín de desconocimiento, negó con la cabeza y los hombros y siguió contando los billetes que me daría de cambio. Sacudido, me subí al carro y cuando quise dedicarle una reflexión, me di cuenta de que nunca le había preguntado su nombre.
1 de diciembre de 2018