El luto imposible
Considerada así desde la muerte, la vida es sin duda producción de cadáveres.
-Walter Benjamin
La inminente demolición de la antigua penitenciaría estatal de Puerto Rico, conocida como el Oso Blanco -abandonada desde el 2004- ha generado una interesante controversia en torno a su valor histórico, a su mérito arquitectónico y al uso que se le daría al espacio luego de la demolición. Inaugurada a principios de la década de los treinta para reemplazar la antigua cárcel colonial del siglo 19, La Princesa, el Oso Blanco se construyó como otro signo de la modernización civilizadora de la isla, como un “prometedor” centro de rehabilitación, con una biblioteca y un huerto de cultivo en su gigantesco patio central, el más amplio de la isla. El hacinamiento progresivo y el deterioro de las condiciones de sobrevivencia de los presos la convirtieron en escenario de recurrentes atrocidades, en una de tantas pesadillas del progreso. El Oso Blanco está ubicado prácticamente en el centro del área metropolitana entre Río Piedras y San Juan, en una finca de doscientas cuerdas, al principio aisladas de las zonas de comercio y vivienda; hoy los muros de su fortaleza prácticamente colindan con los otros muros cada vez mas acechantes del urbanismo salvaje del hiper-desarrollo.
Miguel Rodríguez Casellas, arquitecto y ensayista, se refiere a la polémica en torno al Oso Blanco en un artículo reciente en esta misma revista:
“El Oso Blanco, aparte de lo que muchos consideramos como elegante mezcla de estilos, desde un revivalismo de múltiples mediterraneidades a indicios del Art Deco, hermosos juegos de escala, patrones ornamentales, etc., hay asuntos de su famosa clientela, entre notorios criminales, gangas y presos políticos, que hoy vemos de maneras mucho más generosas de lo que lo hicieron los encuadres muñocistas, y que son parte importante de nuestra complicada historia. A lo mejor usted no tiene o tuvo familiares convictos, pero para un amplio sector de nuestra ciudadanía que sí los tiene o ha tenido, este sitio es un monumento al sufrimiento, a los aciertos, pero más que nada, desaciertos de la filosofía de crimen y castigo desde el mollero estatal. Borrar todo eso, de un puercazo mecánico o implosión de dinamita, a favor de causas simpáticas —“la cura del cáncer”— es quizás una pérdida aún mayor que la gracia estilizada del inmueble, que ya de por sí, los que sabemos del asunto, defendemos.”
La idea de sustituir la cárcel por una llamada ciudad de las ciencias, para el uso específico de un centro de tratamiento de cáncer -lo que Rodríguez Casellas llama “una causa simpática”, uno de tantos proyectos aplazados y re-propuestos por las distintas administraciones gubernamentales de turno, atempera el proceso de demolición y re-uso del terreno bajo la temperatura de las tecnologías de la salud tan caras a las fantasías del bio-poder. Podría postularse que la transformación de una colonia penal en una supuesta ciudad de las ciencias revela el traspaso de dos sujeciones emparentadas aunque distintas: de la manipulación y dominio del cuerpo del reo a la manipulación y dominio del cuerpo del enfermo, o del paciente. De este modo el Oso Blanco es una ruina de la soberanía de la necro-cultura desplazada por un artilugio de la soberanía del bio-poder. El cuerpo del reo colonizado, un cadáver en vida, o, para decirlo de otro modo, un muerto social, es escamoteado por el cuerpo utópico del paciente al que se la ha prometido una vida duradera. Sin embargo, ese utópico cuerpo del progreso de la ciudad de las ciencias apenas encubre el cadáver del reo. Propongo hablarles del hurto de ese cadáver, de su escamoteo, y de cómo un cadáver hurtado para complacer el goce tiránico de la mirada soberana, lo que pretende es expulsar ese cadáver del escenario del luto. No se trata, en última instancia, de robarle a la ciudadanía, mediante una demolición, una memoria central de la criminalidad, sino, más aún, se trata de demoler la tumba de sus cadáveres, profanar el cementerio que la misma mirada soberana hizo construir. El hurto del cadáver, así como la conveniente desaparición de la memoria de aquellas transgresiones que provocaron su muerte, produce a su vez un luto imposible, una incapacidad para el deudo, al que podríamos llamar el historiador de cadáveres, de apalabrar el hueco de la ausencia de sus cuerpos, una ausencia que reclama nuestra mirada más, mucho más, que ninguna estructura.
Rodríguez Casellas apunta a la pertinencia de lo que llama “Una perdida aún mayor que la gracia estilizada del inmueble” al referirse a la memoria histórica compuesta de los múltiples relatos de las gangas, los presos políticos, los notorios criminales.
El propio Gobernador de Puerto Rico ha señalado recientemente que no echará de menos al Oso Blanco, un edificio que le causaba pánico cuando pasaba frente a él en su niñez, un mal recuerdo de la memoria de la violencia. De un modo muy particular la borradura del mapa urbano de la estructura carcelaria sería un intento de infartar el luto por la pérdida de esos actuantes de la violencia transgresora, una manera más que tiene el Estado de seguir matándolos por los siglos de los siglos, no ya solo por el hecho de haberlos condenado a la muerte social que significa la reclusión del encarcelamiento, sino de matarlos otra vez para la posibilidad del recuerdo. Si antes fueron convertidos en muertos en vida, en fantasmas aislados y eliminados de la escena vital, ahora se trataría de erradicar cualquier posible eficacia mortificante de esos cuerpos murientes, la capacidad que esos cadáveres pudiesen tener, desde el otro lado de la muralla penitenciaria, de seguir muriendo ante y para nosotros desde el interior de sus confinamientos.
Si el poder soberano que se identifica con el bio-poder se cifra en el control de la vida en su acepción más precaria y elemental, un tipo de soberanía asociada con las sociedades desarrolladas del primer mundo y su acceso ilimitado a los bienes del tecno desarrollo, habría que hablar también, como lo propone Achille Mbembe, de una necropolítica o necro-poder encargados del control de la muerte, una política de guerra que se atribuye la autoridad de matar, el poder de decidir quién vive y quién muere. Es esa la soberanía que se ensaña particularmente en el cuerpo del colonizado, el cuerpo que hay que aislar, sujetar y eventualmente exterminar reduciéndolo a esa cárcel que Kafka ha llamado en un escalofriante relato La colonia penitenciaria. Si el bio-poder reclama para su autoridad el subterfugio del perfeccionamiento y la prolongación de la vida como base de control del tecno-estado primermundista, (lo que vemos por doquier en la fármaco-economía) el necro-poder trafica con el miedo al cuerpo racial, genérica o sexualmente marcado, el cuerpo de ese Otro permanente de la civilización, en perpetuo estado de naturaleza, un cuerpo inherentemente transgresivo para la “norma”, el cuerpo del colonizado.
Ese mismo Oso Blanco que ahora se quiere demoler para erigir en su lugar un centro de investigación científica es ya una potente alegoría benjaminiana: una estructura de la distopía de la colonialidad del poder subyace apenas escondida dentro de la estructura utópica de una promesa inconclusa del desarrollo. Benjamin sostiene que la ruina es el espacio idóneo del pasado y de la historia, de la que él llama historia natural, que es la historia de los residuos o los excesos que el olvido del pasado no podrá encubrir nunca del todo. Las ruinas son los ecos balbucientes de un pasado inconcluso, de un pasado que sigue reclamando justicia. Habría que hablar del Oso Blanco como una particular ruina urbana, una ruina natimuerta, cuya posible filiación con la historia natural, con su ser-piedra en continuo estado de erosión, es doblemente frágil: frágil como edificio y aún más frágil como ruina. En vez de defender restauraciones, el historiador y su vigilante ojo descolonizador tendría que defender la supervivencia de la ruina como tal, es decir, la potencia del retazo, del pedazo, del muñón, del fragmento de un cuerpo despedazado, de las piernas, los brazos, los órganos de un cuerpo esparcido ante la ciudad que lo acosa. Es ese el casi-edificio por el que vale la pena luchar.
Hasta qué punto los intentos conservacionistas de los arquitectos, a pesar de sus buenas intenciones, no constituyen, en última instancia, un gesto más cómplice que radical. La celebración de la gracia de las preciosidades moriscas o art deco, o incluso la adaptación del edificio para las posibilidades del re-uso contribuirán, en el fondo, a la veladura de la abyección que le es propia a la estructura y gracias a la cual la estructura en ruinas significa más como amenaza que como lección. La amenaza del pasado no cabe en la mullida cárcel de la pedagogía.
¿Cuál sería el modo más apropiado de preservar una ruina en franco proceso de aceleración? ¿Hasta qué punto el embalsamamiento de la piedra, su conversión en una momia elegante, útil y discreta, abonaría de otro modo al mismo ejercicio de la desmemoria conveniente del Estado? Hay ruinas que habría que proteger de su restauración, cualquiera que esta sea.
Eduardo Lalo ensaya una estrategia alterna en su luminoso texto El deseo del lápiz (Ediciones Tal Cual, 2011), que es una meditación en torno a la cárcel y a la celda como el verdadero espacio del acto creativo y es también un paseo o procesión por el interior de la penitenciaría de el Oso Blanco. El texto se compone del ensayo escrito y de otro ensayo fotográfico concurrente que retrata las dependencias de la cárcel y sobre todo los grafitti de los presos, sus dibujos, mensajes, declaraciones, testimonios, versos y apotegmas. Es decir, en vez de escribir para preservar el edificio, escribir para preservar el acto de la escritura, que en el texto de Lalo se acerca más a la marca que a la grafía fonética, lo que incluye cualquier indentación expresiva que surja de la potencia transgresora, que es, ni más ni menos, la potencia misma de la expresión creativa. Esa marca es una marca de tinta, pero también es una marca de semen y de sangre, una marca del cuerpo. La escritura de Lalo sería a su vez otra marca alzada para develar las marcas indentadas en las paredes de los muros de la prisión, que no son otra cosa que los muros del Estado (entendido este como cualquier régimen de poder), los muros de la soberanía detentora de un cuerpo eminentemente asesinable. La lectura para Lalo sería entonces una arqueología de la ruina, no solo del edificio de piedra, sino aún más del edificio de la ley muerta. Ese resto que queda es “el que la ley no pudo subyugar ni reformar”. (p.20) Para demoler esa huella no hace falta una puerca ni una pala mecánica. Basta, nos dice Lalo, con una mano de pintura “ordenada desde las más altas esferas”, es decir, una mano soberana, con el poder de borrar las indentaciones de las marcas de los cuerpos sobre la superficie de la piedra. La mano soberana toca y mira desde lo alto. El deseo del lápiz abre otra puerta para repensar lo que significa preservar una estructura. Me declaro adepto a la escuela Lalo de preservación histórica.
Habría que preguntarse hasta qué punto el cuerpo colonizado, el cuerpo recluido en la colonia penitenciaria, es solo un objeto para la mirada de la mano soberana. ¿Acaso mira de vuelta el objeto también, acaso haya un poder desobediente y transgresor que devuelve la mirada? Esa parecería ser la propuesta del cortometraje Mi santa mirada, del joven cineasta Álvaro Aponte Centeno, elegido como cortometraje finalista en el Festival de Cannes el año pasado. El filme (de 16 minutos de duración) capta un hecho breve, apenas un instante en la vida de la narco-cultura local. Samy y Choco son dos hermanos que viven en el residencial Torres de Sabana en Carolina. Samy, un ser taciturno y de pocas palabras, ha decidido traicionar al bichote del caserío, Papo. Delata a otra ganga el paradero de un botín que se encuentra en el barrio La perla del Viejo San Juan. El atraco se malogra y Papo el bichote logra arrancar de los labios de un cuerpo yacente el nombre del traidor. El cortometraje comparte la reticencia de Samy. Programáticamente exento de melodrama, nunca sabemos el porqué de la traición, aunque reconocemos sus espacios afectivos: la sala de la casa de Samy y su hermano en el residencial, donde una toma larga nos lo muestra en cálido estado de recogimiento frente a un enorme televisor, el rostro del hermano menor cuando despierta en la mañana y un hermoso caballo blanco que vive en el mismo residencial y constituye el único objeto de la ternura de Samy. Los actos de herrar sus patas, bañarlo, besarlo, mirarlo con cariño, constituyen el remanso de la narración. De hecho, el primer sonido que se oye en el filme es el de la clavadura de la herradura en la pata del caballo, un sonido suave, seco, flotando en la pantalla negra junto a la entrada del título en letras blancas. En varios intervalos se inserta una secuencia fuera de foco, con el caballo como un espejismo cabalgando por el monte, con el jinete Samy, apenas reconocibles como líneas semi abstractas, con un acompañamiento musical electrónico atonal, como salido de otro planeta, o del inconsciente. Vale la pena notar que Álvaro es hijo de Rafael Aponte Ledée, quien compuso la música con su colaboración.
El residencial público Torres de Sabana es una prisión paralela a la de cualquier penitenciaría estatal. Michel Foucault ha señalado cómo, desde el advenimiento del ojo panóptico, (el ojo virtual que lo somete todo a la disciplina de su supervisión) a fines del siglo 18, cualquier enclaustramiento ordenado por un poder disciplinario asume la forma del encarcelamiento, ya se trate de una cárcel, un salón de clases, o hasta un traje de marca. Papo el bichote le llama “el castillo” al residencial y no hay duda, por la seguridad con que se pavonea por sus dependencias, que él ostenta la representación visible del poder soberano. Los caseríos dominados por el ordenamiento rizomático de la narco-cultura son alegorías vivientes del necro-poder. Los cuerpos allí apresados son los cuerpos de animales de un modo particularmente elemental: son cuerpos nacidos para morir. La vida del animal, a diferencia de la del animal humano, nos dice Heidegger, no está interrumpida o intervenida por la conciencia ética de un ser para la muerte. Ese ser, para el cual la muerte se convierte en su proyecto de vida, es el ser humano en su dimensión existencial. Por el contrario, el animal que vive sumido indiferenciadamente en el claro del ser es no para sino de la muerte, vive disparado ineludiblemente hacia, o más bien, desde, el instante de su defunción. De cierto modo los cuerpos que habitan la penitenciaría colonial del caserío Torres de Sabana llevan marcada en la frente la fecha exacta de su muerte. Son cuerpos sacrificados ante el altar de la Estadística.
¿Dónde localizar la posibilidad de otra mirada que no sea la mirada soberana que se auto-asigna la potestad de matar, de condenar un cuerpo a la fecha de su defunción o de su condena penitenciaria? ¿Existe la posibilidad de otra mirada, Mi santa mirada, la llamaría el filme de Aponte Centeno, una mirada salvadora o redentora? Esa sería, me parece, la exploración central de este cortometraje. El filme, parco y distanciado, emite lo más cercano a un juicio ya en los créditos finales, cuando los cuerpos de Samy, Choco y el caballo yacen ensangrentados sobre la superficie del pavimento, los de Samy y Choco lanzados desde la azotea del edificio. Sobre la pantalla negra aparece una cita de Franz Fanon sobre la colonialidad del poder: “La ciudad del colonizado es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa”. La cita comienza precisando un lugar específico para la ciudad del colonizado, pero al mismo tiempo señala que el lugar donde transita, donde nace y muere la vida del cuerpo colonizado es cualquier lugar, o más precisamente, un no lugar, o como lo llama Lalo en su ensayo, un inespacio.
Inmediatamente después de la cita escuchamos la entonación de la Terruca, un poema de Virgilio Dávila musicalizado por Braulio Dueño Colón, de un prestigio casi exclusivamente escolar: “Es el móvil océano gran espejo, donde luce como adorno sin igual, el terruño borincano que es reflejo, del perdido paraíso terrenal”. La música de esta aparentemente tierna e inocente canción es, de hecho, una marcha, un himno militar que conmina a los niños-escuchas a que acaten su mandato. Y el mandato, la orden, es la orden de la utopía, una voz aniñada que ordena que Puerto Rico sea, para la imaginación obediente y cumplidora, no otra cosa que un paraíso terrenal. No hay nombre más adecuado para la cárcel de un colonizado que el paraíso terrenal, o sus sinónimos sucesivos: isla del encanto, The Shining Star of the Caribbean, lo mejor de dos mundos, el Centro de Todo.
¿Sería ese el paraíso con el que soñaba Samy cuando miraba tiernamente a su caballo, un corcel que lo llevaría a un afuera del caserío, a encontrarse con su tierra soñada? Podría decirse que uno de los logros más importantes de este cortometraje tan engañosamente sencillo es que nunca resuelve quién es el dueño del pronombre posesivo que puede decir “mi santa mirada”, no sabemos realmente quién es el yo de ese Mi. Pareciera deambular entre la mirada de Samy, la mirada del caballo y la mirada del lente. Acaso la mirada que le responde a la mirada soberana de la mano necropolítica, esa que puede borrar de un zarpazo los frágiles grafitti de los presos, sea realmente una trans-mirada, y en eso consista precisamente su trans-gresión, en no poder ubicarse como perteneciente a un sujeto pacificadora, utópicamente identificable. Aun la mirada de El deseo del lápiz de Lalo aspira a una identificación posible entre la mirada presidiaria del grafitti y la mirada creadora del ensayista. El ensayo pareciera decir: ambos, ustedes y yo, hablamos ahora a través de mi mirada. Pero en el filme de Álvaro Aponte Centeno Mi Santa mirada es un espacio incómodamente indeterminado, plural, transeúnte, presumiblemente infectado por el aguijón de muchas santas miradas, acaso refractadas todas ellas por la mirada de ese animal, ese caballo blanco que tiene grabada en su frente la fecha exacta de su muerte.