El malentendido

Para Carlos Pabón, por el aliento.
Para Laura Zaragoza, por Cuba.
La Bienal de La Habana se celebró ese año principalmente en el Morro. Hubo algunos eventos afuera, pero fueron pocos. Varios artistas puertorriqueños exhibían en esa edición. Pablo tenía que fotografiarlos dentro del contexto de la Bienal y enviar las fotos al periódico en Puerto Rico.
Tratando de encontrar el sitio donde se llevaron a cabo los fusilamientos en La Cabaña, le entra una llamada de Odalis. Lo deja vibrar varias veces. No quiere contestar. No quiere invertir energías discutiendo con ella.
Le gustaría contarle lo que ha visto, hablarle sobre la gente interesante que ha conocido, decirle que la extraña y que la ha imaginado acá caminando con él por el malecón de noche. De lejos, siempre la imagina más suave, más enamorada, pero sabe que van a terminar discutiendo. Llevan así ya un rato largo. Es extenuante.
“¡Hola! ¡Que lindo oír tu voz!” – saluda Pablo.
“Empiezas con una mentira. Te he llamado tres veces y te he dejado mensajes de voz y textos. Si hubieras querido oír mi voz podías haber llamado. ¿No?” – Odalis.
“¿Vamos a hablar o pelear? Coño, sácame el guante de la cara.” – Pablo.
Aparta el teléfono de la oreja y hace el amague de tirarlo pal carajo, pero no lo hace. Sigue así, sin oírla por un rato.
“¿… estás ahí? Okey, ahora también te vas a quedar callao. Bueno, pues cortaron el Netflix, pero como no has querido ponerle pago automático… Es más, ¿por qué no aprovechas el viaje y te quedas por allá?” – Odalis. Enganchó.
Pablo siente coraje… alivio… tristeza. Todo mezclado.
El periódico lo había enviado en avioneta por la ruta más barata -San Juan- Turks and Caicos – Santiago de Cuba – La Habana-. Pablo protestó, pero al final cedió porque de verdad quería ir a La Habana. Estaba abrumado tanto con los mitos celebratorios como con las mentiras mezquinas sobre Cuba. Quería saber.
Ese viaje barato le regaló un vuelo a menor altura que le permitió descubrir colores, rocas, largos comienzos de costas y las extendidas planicies de las islas sedimentarias que componen a Turks and Caicos. Por la ventana de la nave vio un mar de colores hermosos que iban desde azul turquesa pasando por verde casi chatre hasta un marrón con una aura amarillenta que a veces parecía tierra. El tiempo de viaje y del viaje también fueron diferentes. Ambos eran más lentos. Como decía Paul Virilio: “La velocidad es la vejez del mundo…”
Se emocionó mientras la avioneta se acercaba a la pista del aeropuerto José Martí. Era por la tarde. La luz venía suave del oeste. ¡¡… Por fin, La Habana!!
Pablo se encojonó por la hora y media perdida con la oficial de la aduana que le preguntaba estupideces sobre las cámaras, pero se le quitó enseguida al ver los carros antiguos en el parking frente a la salida del aeropuerto. Fascinado, como un nene chiquito, se acercó a mirar y a preguntar sobre las piezas gringas originales y luego sobre cómo inventaban con piezas de Europa del Este. Almendrones los llaman.
No tomó fotos del viaje hacia La Habana. Ni en las avionetas ni en, ni desde, el almendrón que lo acababa de dejar en el Hotel Meliá que queda cerca del malecón, las Galerías Paseo y el Nike Store. No subió el equipaje al cuarto. Lo dejó todo en el lobby y caminó con prisa hacia el malecón. Por fin estaba allí. San Juan no tiene malecón.
Luego llegó hasta el Floridita seducido por el clisé turístico. Entró medio despistado tropezando con el conjunto musical que tocaba cerca de la puerta. Le impresionó lo bien que se oía y la belleza de la rubia que tocaba el violín. De frente, al entrar, estaba el salón principal con muchas mesas y sillas. Todas ocupadas. A su izquierda hay una barra con abolengo. Se coló rápidamente en un espacio recién desocupado y vio la efigie de bronce de Hemingway al final de la barra. Se dio un palo doble de ron Santiago, se tomó un obligado selfie con Hemingway de fondo y se fue.
Al otro día trabajó fotografiando cómo Rafael Trelles limpiaba paredes con máquinas de agua a presión arrancándole al sucio murales maravillosos sobre los edificios de San Agustín (La Lisa).
Después de terminado el trabajo, Pablo tomó la guagua hacia Centro Habana. Ya era de noche al bajarse frente a su hotel. Entonces se las encontró de frente. Una se llamaba Clara. La otra no quiso dar su nombre. Clara le dijo que eran dos por el precio de una. Pablo se detuvo. Recordó que la noche anterior desde la azotea había visto un grupo notablemente grande de mujeres – jineteras, supuso – caminando frente al hotel. Las invita a un trago en el especie de Hard Rock cubano que quedaba al lado.
Después de las miles explicaciones de que no busca sexo, de que sólo quiere hablar… y de que ellas, entre risas, no le crean y le adjudiquen el síndrome de ángel salvador, Clara le dice:
“No soy una mártir. No me gusta lo que hago, pero lo hago porque necesito. Yo no soy una puta. No me gusta para nada el fiesteo y la jodedera de las putas. Soy una madre con necesidad. Y no te hablo desde el discurso de la víctima. No. Es supervivencia. A veces me siento orgullosa de lo bien que hice quedar al mamao de la embajada de tal país en la super fiesta donde hasta llegó Fidel. Me gusta verme bonita y que me miren. Y si pudiera darles a mis hijos más cosas como ingeniera, lo haría. Pero no puedo. No apoyo la explotación de las mujeres. Ni la de los hombres. Fíjate, no tengo chulo. Lo mío es lo mío y ningún cabrón me lo quita. Es pá mis hijos. Que sí, que preferiría hacer otra cosa. ¡Claro! Pero baby, la vida es la vida. ¡Ay la vida!”
Más tarde desde su habitación en el piso 12, Pablo miraba el malecón que, con sus pocas luces, parecía un cuadro pintado entre brumas. Pensaba en las promesas y esperanzas fallidas de una revolución que indudablemente viró el mundo al revés en esta isla tan parecida y tan diferente a la suya. Promesas y esperanzas que estallan en los relatos de Clara y su amiga sin nombre.
Deben haberse tirado varios machos borrachos y estridentes esta noche. Y habrán vuelto a sus casas donde sus madres cuidan a sus hijos. Y habrán echado los billetes en la lata que esconden en alguna esquina secreta de sus cuartos.
Recordó que en algo Clara está clara. “Yo no soy una puta. No me gusta para nada el fiesteo y la jodedera de las putas.” Deseó tener esa misma claridad en la relación con Odalis. Todo sería diferente. Pero no sabe qué carajo lo impide. Es tan difícil hablar. No se entienden en nada. Sospechan y discuten por cada punto, por cada coma, por cada suspiro. ¿Cómo puñeta un amor que comenzó tan lindo se convierte en esa mierda tan jodida?
Mañana vuelve a Puerto Rico. Mañana la verá de nuevo en el 3b del 234 de la calle Feria en Santurce. Mañana volverán a discutir con rabia, con dolor, con tristeza, con saña. Luego será ese silencio insoportable mientras beben café; mientras se esquivan; mientras se encierran por turnos en el baño a llorar, a gritar con fuerza, pero bajito. Mientras, dándose la espalda, duermen tiesos para evitar mover la cama. Mientras Pablo imagina y desea que ella imagine y desee que él la imagina y desea.
Pero no. Sólo existe ese silencio que jode tanto, que lacera tanto, que dice tanto.
Dormido sobre la ventanilla del avión soñó que…
Yolanda Morales fue su noviecita de octavo grado. Era la más alta de la clase y él, el más bajito. Ser noviecitos era realmente hablar montones por teléfono en las tardes. A veces oían discos completos antes de enganchar. En el salón se sentaban cerca y a veces él la acompañaba a su casa.
Una noche en un baile de marquesina Pablo ve a Yolanda hablando entusiasmada con Manuel, el nuevo estudiante nuyorican. Se pasma. De la sorpresa pasa a la sospecha y entonces a la rabia. Yolanda y Manuel solo hablaban de que su hermanita llegaba la próxima semana de Nueva York.
Más tarde se encuentran en el medio de la marquesina donde todo el mundo baila apretaíto el solo de “A Whiter Shade of Pale” de Procol Harum. Ella lo mira con seducción. Él con miedo y coraje mongo. Ella le toma la mano y lo acerca. Él se deja acercar y se entristece de nuevo y se le aguan los ojos. Ella lo abraza y lo aprieta. A él le gusta un montón y vuelve a sentirse seguro. Alguien apaga la luz. En la semioscuridad bailan como si nunca fuera a terminar. Él le coje las nalgas. Ella le besa el cuello y sigue hacia su boca. Él la besa con deseo. Tiene una erección. Ella se pega más y lo busca con su vientre. La mamá de Milagros prende la luz. Se separan.
Manuel los ha estado observando. Pablo se da cuenta y se encojona de nuevo. Le humilla imaginar a Pablo mirándolos mientras se besaban. Y así sin pensarlo la coge con Yolanda. Le grita sin razón qué por qué está coqueteándole a Manuel. Ella, sorprendida e indignada, le dice que no pasa nada con Manuel. Él sigue cuestionándola. Entonces ella también se encojona y le dice que está loco. Que la deje en paz.
Pablo abre el portón y sale. Desde entonces el amor malentiende.
Ya de vuelta en Puerto Rico, las garatas y los silencios no llegaron a tres días. Su última noche se dio bajo el cielo de una de esas lunas rojas inmensas. Odalis, con rabia y pena, tiró la puerta tan duro al irse pal carajo que despegó el marco. Se montó en su Yaris con la poca ropa que pudo agarrar mientras discutían y salió chillando gomas hacia la calle Hipódromo.
Pablo quedó en medio de la calle hecho sombra debajo de aquella mágica luz lunar que iluminaba la tristeza de ambos. Y en un azar difícil de entender, desde el apartamento de una vecina, oyó a lo lejos una linda melodía que decía; “Voy a clavar mi sombra en la pared pá que cuando muera, siga de pie…”[1]
Volvieron a hablar brevemente por teléfono para coordinar cuándo Odalis iría recoger sus cosas. “Coordinaron”. Sin embargo, ni en eso pudieron entenderse. Tuvieron otra pelea al encontrarse en el apartamento porque confundieron el día y la hora. ¡Carajo!
Así las cosas, el nuevo itinerario estaba escrito en la pared. Salir a joder y a beber con los panas solidarios. Compartir la tristeza y reír juntos. Chequear sin cesar a Odalis en Facebook e Instagram. Creer que la puede olvidar. Superar el terror que le produce la posibilidad de encontrársela en el billar, la Placita, la librería, el Watusi, La Factoría. Tratar de volver a la casa lo más tarde posible. Volver a hacerse disponible en el mercado de la soltería. Volver a salir. Volver a beber. Volver a chequear Facebook y Instagram. Vencer la inseguridad de meter mano de nuevo. Intentarlo. Guiar de vuelta a la casa pensando en Odalis después de un peposo polvo con alguien que apenas conoce. Así se repiten sus días y sus noches hasta el cansancio. Dormido en el sofá de la sala ni la intensa luz de las ventanas lo despierta. Ni la alarma del celular. Parecía un fin sin final.
Lo salvaron 16 horas de vuelo sin escala. Desesperantes. Horas que se sienten en el entumecimiento del cuerpo. Desaparece el tiempo. Todo parece una repetición. Hasta pensar, cansa. Llegar a Dubái a las 9 am y perder el vuelo a Jordania por cinco minutos, ¡está cabrón!
Pablo viajaba a Jordania y de allí a Erbil en Kurdistán (Iraq) para reunirse con unos contactos de la Administración Autónoma de Siria del Norte y del Este (Rojava) que lo llevarían hasta donde lo recogerían las YPJ (Yekîneyên Parastina Jin), Unidades de Protección de la Mujer. Este ejército de mujeres había sido importantísimo en la derrota de a pie, por tierra, de Isis. Le divirtió enterarse que además de temer la valentía, capacidad militar y compromiso del YPJ en combate, los cabrones de Isis pensaban que si los mataba una mujer no irían al paraíso y perderían sus prometidas 72 huríes (vírgenes). En Rojava, el miedo era de ellos y no de ellas.
Pablo había sido contratado por Al Jazeera para documentar con sus fotos el intento de construir esta nueva utopía donde supuestamente hombres y mujeres luchan por su igualdad, se niegan a construir un estado nacional y a imponerse el capitalismo construyendo economías justas, afirmando un planeta sustentable y ecológico. Organizándose y gobernando desde las comunidades y los municipios con la participación todos.
En la ruidosa camioneta recordó a Clara y su amiga en La Habana. Aquella noche bebió con dos ingenieras que joseaban por la comida de sus hijos y una cierta autonomía de su espacio propio en su isla, aunque pareciera que no. Esta noche atravesaba el desierto con este ejército de mujeres kurdas, yazadíes y cristianas hacia una zona de guerra. Algo había de parecido en ambas situaciones. Algo que no podía descifrar, pero sí intuir.
Entonces se dedicó a su trabajo. Las retrató disparando de noche y de día. Las retrató en sus cooperativas de mujeres. Las retrató como codirectoras y copresidentas de todas las organizaciones de Rojava. Las retrató bailando y cantando en fatiga militar con sus coloridos paños en sus cabezas. Las retrató decidiendo en las asambleas comunitarias. Las retrató durmiendo a sus hijos e hijas. Las retrató vivas. Las retrató muertas.
La noche del desierto es fría y está repleta de estrellas. Es hermosa. El desierto de Rojava es de polvo y piedra anaranjadiza. No es el desierto de las dunas ondulantes de las películas. Pablo descubrió que después del alboroto de las batallas y los ajetreos del día, el desierto es también silencio. No el silencio agresivo, ya tan lejano, de él y Odalis. Ni el silencio de borracho aturdido. Este silencio sanaba. Aún en medio de la guerra.
Pablo oyó ese silencio. Entonces se le ocurrió, de manera extraña, que quizás conviviendo con una puta podría tener una relación sin malentendidos. La relación sería una simple transacción. Clara y cierta.
CRUZANDO LA FRONTERA DE VUELTA A KURDISTÁN
Pablo piensa: “En el silencio no hay palabras… aunque uno piense en palabras. No, no es eso…”
ATERRIZANDO EN SAN JUAN
Pablo piensa: “Deseo un silencio sin garatas, sin discusiones, sin estar aclarando lo que ella no entendió bien o lo que yo dije mal. Sin tener que estar constantemente dando o pidiendo explicaciones.”
EN SU APARTAMENTO
“Puerto Rico me agota. Aquí no puede ser.” – Se decía mientras chequeaba el depósito del pago de Aljeezera a su cuenta de banco y reempacaba en su apartamento varias maletas con ropa y 4 Pelicans repletas con su equipo fotográfico.
EN EL AEROPUERTO JOSÉ MARTI
“Ha pasado bastante tiempo. Lo sé. Pero no debe ser tan difícil encontrarla. Jangueo un rato, pregunto por la escena, la busco en las calles y hablamos…” – Pensaba Pablo mientras le explicaba a la misma funcionaria de la otra vez por qué llevaba tantas cámaras fotográficas.
Esta vez no se detuvo a mirar los Almendrones. No se detuvo en el malecón. No bebió en el Floridita. Pese a que se dio cuenta de que la ciudad había cambiado, no se distrajo. Se bajó en Centro Habana, por el malecón, y subió su equipaje al 4to piso de la casa donde se hospedaría. Se bañó con el agua fría cubana. Más tarde, desde la cama pudo ver por las puertas abiertas que dan al pequeño balcón la luna reflejada en el mar de esa curva que coge el malecón yendo para Habana Vieja.
Recordó que la última vez que vio a Clara fue en la calle Amargura entre Cuba y Aguacate. Ella cruzó a lo lejos. Pablo andaba con Laura, la exnovia del hijo de su mejor amigo y para nada se le ocurrió ir detrás de ella.
Ahora es diferente. La busca.
Dos semanas más tarde la vio frente a una de las tiendas MLC[2] por 1era y A en La Playa. Pablo había ido a comprar ron y café. Salió corriendo y la detuvo en la acera. Ella andaba con dos adolescentes. Clara se aleja. Pablo trata de explicarle su rollo sobre el silencio, los malentendidos, Odalis, el desierto y que ella y él podrían… Clara, aunque no lo recuerda, sabe de qué la conoce. Vive todo el tiempo con el temor de encontrárselos en la calle, en la escuela, en la tienda. Apresuradamente le da la espalda, hala a sus hijos y se va caminando rápido.
Esa noche sentado medio borracho y solo en una mesa de La Casa de la Música, Pablo pensó “Que se joda tó.” Tiene dinero para vivir bien cabrón, casi de rico en La Habana, como por tres años con los chavos que hizo en Siria, la venta del carro y sus ahorros. Si no se puede con Clara pues que se joda y a joder. Que venga todo el ruido del mundo. Que se joda el silencio. Quiso aturdirse otra vez. No saber.
Dos noches más tarde, haciendo fila en la Fábrica de Arte Cubano se le acerca una mujer como de 37 años. Mulata blanca de 5’ 4” de alto, nalgas poderosas, buenas tetas, sonrisa alegre y mirada inteligente, achinada y profunda. Pensó en un polvo rico y rápido. Le debe llevar más de 20 años. A ninguno de los dos le importó mucho. Entraron juntos. Pagó todo. Al salir tomaron un taxi. Ella le pidió subir a su casa. Pablo accede. Con una bellaquera hija de puta suben la escalera besándose. La abraza al cerrar la puerta. Se le pega bien cabrón para que sienta su erección. Ella echa palante. Se le pega y roza con fuerza. Se desvisten. Chichan como si no hubieran chichado nunca. Parece un escena de película americana.
Más tarde, Lucía desnuda sobre la cama le pide que mire por el balcón lo linda que se ve la luna reflejada en el mar de esa curva que coge el malecón yendo para Habana Vieja mientras admira con ternura la suavidad de la piel de Pablo. Pablo la abraza.
Al despertar de la agradable siesta posorgásmica, Lucía se levanta, mira su celular y luego a Pablo. “Son 2,400 CUP, o sea 100 dólares americanos.” Pablo le paga. Quedan para mañana. Ella se va. Se ganó la lotería. Esta es una mujer especial. Es lo que buscaba. Le enterneció lo de la luna.
Se encontraron en el muelle de La lanchita de Regla. Lucía estaba fabulosa. El pelo lacio suelto y caído hacia su derecha. Su olor parecía expedir feromonas con ternuras de Ilán-Ilán.
Sin saber por qué, los golpes rítmicos del agua en la lancha le recordaron a Pablo haber leído algo del fusilamiento de tres jóvenes que intentaron secuestrar una lancha como ésta para llegar a Estados Unidos. Agarró la cámara y tomó muchas fotos queriendo atrapar esa luz que imaginaba como única testigo de algún vestigio del secuestro.
Ya en Regla subieron por un camino de piedra pasando la iglesia. Allí preguntaron cómo llegar a la Colina de Lenin donde hay una escultura de bronce con su rostro. Pablo le tomó varias fotos. Algunas serias y otras cómicas e irreverentes.
Después de un rato largo de fotos y risas se sentaron sobre un pasto blandito desde donde se veía la bahía ya entrada la tarde. Pablo sacó un vino y queso y comenzaron a hablar.
“Ofrezco pagarte tres veces lo que haces en la calle. No es solo por chichar. Quiero que salgamos a aburrirnos juntos, a museos, conciertos, al cine, a caminar por ahí, a cocinar en la casa, a echar la siesta juntos. Podrás seguir con tus cosas, amigos, actividades. No participaré de ese espacio y tiempo tuyos a menos que me lo pidas. No te faltará nada. Pago puntualmente. Lo que no quiero es discutir, estar en desacuerdo, malentendernos. Es simple y claro. Yo pago, tú cobras. Salimos, disfrutamos, nos reímos. No es una cárcel. No necesitarás estar joseando en la calle ni en bares.” — Le dijo Pablo.
La Habana le ofrecía el mejor “deal” en ese sentido. Lucía era increíblemente su mejor oferta.
Ella pidió tiempo para pensarlo.
Lucía nació en Santiago. Es oriental. Su padre quiso ser músico profesional. No llegó a serlo. Fue maestro de español en la secundaria, miembro del partido y músico de barrio. Su madre fue trabajadora social. Y claro, ama de casa. Cosía sin patrones la ropa de todos en la casa como una artista innata. Creía que así les enseñaba a sus hijos la lindeza de esas cosas cotidianas con tufo de futuro.
Lucía no vino a La Habana a vivir en uno de esos barrios llega y pon como los que describe Padura en sus novelas y Silvio en su documental de los conciertos por los barrios, donde el oriental sin permiso de mudanza a La Habana deja de existir legalmente. Tampoco vino a vivir a una casa con piso de tierra sin agua corriente ni electricidad. Sin embargo, vive ahí en Romerillo por el final de Playa.
Inteligente y culta, sabe que La Habana la redujo al estereotipo de la mujer linda y pobre que se hace puta para sobrevivir y de paso tratar de obtener algo más. Ropa, diversión, sueños. Sin embargo, desde ese lugar asignado ella ha tratado de construir alguna autonomía, alguna gestión. No es una pendeja que se deja joder fácilmente.
Lucía, superada la sospecha, entendió que la oferta de Pablo era razonable, beneficiosa y le permitía más espacio y tiempo para ella. Pidió tres meses de adelanto. $6,000 dólares. Pablo accedió.
En su primer día de trabajo fueron al cine. Le gustó mucho la peli. Sergio, Sergei es la historia del último cosmonauta soviético y de cómo un profesor cubano, y negro, le salva la vida con su radio de onda corta desde La Habana. La pasó bien. Luego metieron mano en el apartamento. Fue bueno. No quiso quedarse y volvió a su casa con piso de tierra.
“Por fin conocemos a tu “‘novio’ puertorriqueño” – gritó Alicia desde una de esas mesitas de la Casa de la Bombilla Verde mientras Lucía entraba con Pablo. “Asere, ¡coño, pero que bonito es!” – dijo Mario con su mariconería usual. Pablo sorprendido, pero cool. Era la primera vez que conocía parte del mundo de Lucía.
“Yo también me llamo Pablo. Pablo, el cubano. Pá diferenciar… ja,ja,ja” – dijo Pablo, el cubano.
“Hola. Yo soy Elena. Conozco a Lucía desde Santiago.” La agarra y la aparta un poco. Le pregunta a Lucía que quién va a pagar. Lucía le da dinero y le pide que ella lo haga. Se les acerca un hombre.
“Hola. Soy Vladimir.”
Se saludan moviendo las cabezas. Lucía le dice a Pablo al oído que Vladimir fue su novio hace como 5 años. Pablo lo chequea con la mirada.
Margot grita “Llegaron tarde, el elefante estuvo aquí hasta ahorita. Se lo perdieron. Digo, te lo perdiste, Pablo.” Lucía le explica a Pablo que hay una escultura de un elefante que mueven de sitio en sitio.
Pablo observa y oye. Lo usual. Lo que han hecho, lo que no han hecho. Los chismes del trabajo, las angustias de la burocracia. Noticias de los últimos que se fueron pá Yuma. Margot le pregunta qué hace en Cuba. Pablo le dice que es fotógrafo y que está en sabática. Vladimir, como con sospecha, le pregunta cuál es su proyecto de sabática. Pablo se inventa que está haciendo un ensayo fotográfico de la arquitectura decimonónica de La Habana. Lucía dice que se pasa fotografiando edificios viejos. Pablo, el cubano, le dice que él fue buen amigo de Eusebio Leal. Pablo se queda mudo. Lucía interviene y le dice a Pablo el cubano que el primer sitio al que fueron a orientarse fue a las oficinas de Leal. Pablo concuerda con la cabeza. Lucía entonces cambia el tema y le pregunta a Elena cómo está su mamá en Santiago. Preguntarle eso es como darle manigueta. Se enciende y empieza a despotricar contra el sistema sanitario de Santiago.
En la Casa de la Bombilla Verde principalmente se toca trova vieja, nueva y la por venir. Una muchacha negra de mirada triste comienza a tocar la guitarra y a cantar Demasiado de Silvio. Todos callan.
Al terminar la canción, Lucía le pide a Pablo que la acompañe. Salen. Caminan por unas callecitas hasta el banco con la estatua de Lennon. Se le sientan al lado y se besan. Lucía le pregunta qué le parecen sus amigos. Pablo dice que están cool. Que no ha tenido mucho tiempo para juzgar. Aunque el Vladimir ése le parece un pendejo. Ríen. Caminan por la calle 6 hasta el malecón y cogen un cocotaxi hasta casa de Pablo. Les encanta la brisa en la cara. Hacen el amor varias veces hasta dormirse.
Entonces Lucía soñó que tenía patas y cola de león y alas de pájaro en la orilla de un mar nocturno. Juan apareció de entre las palmas con una pequeña antorcha. Tenían 17 años y andaban enamorados. Adolescentemente enamorados. Lucía está convencida de que ella es la primera persona del mundo que siente algo así y que nadie lo puede comprender. Juan es un chico sencillo y transparente. Él desea ser soplador de vidrio científico para hacer corazones de vidrio para las facultades de Medicina y células para satélites espaciales. Ella quiere ser escritora de galletas de fortuna para joder con el destino, escribiéndolo, y jugar a distancia con los comensales. Acostumbraban ir a esa playa a imaginarse en otros sitios. Ella saca el viejo mapa que usan para “viajar.” Señalando lugares con sus dedos recorren el mundo y así encuentran el mejor sitio para hacer vidrio y escribir fortunas. Entonces se dan cuenta de que no pueden leer el nombre del sitio. Es impronunciable. Es un nombre sin idioma…
Pablo ya se había ido cuando Lucía despertó y el sobre con su dinero estaba sobre la mesa del comedor como en Pretty Woman.
En el antiguo almacén de la farmacia Taquechel se encuentra La maqueta de La Habana. Pablo entró en el momento en que el sol artificial comenzaba a alzarse iluminando la ciudad artesanal. Vibró el móvil. Lo cogió enseguida. Hace 3 días que no sabe de Lucía. No era ella. Volvió a mirar la maqueta y creyó verla en una de sus diminutas callecitas de cartón. Salió, prendió un cigarro y la llamó. No contestó.
Más tarde esa noche, cerca de las 8, al salir de una reunión en el Archivo Nacional a Pablo le extrañó ver tantas patrullas pasar por la esquina de Compostela con San Isidro. Pensó en tirar algunas fotos, pero se dijo, con verdad, que en La Habana no es tan fácil ir fotografiando a la policía. Entonces llegó un grupo bastante grande de jóvenes que detuvieron su carrera para coger un poco de aire justo a su lado.
“La policía está desalojando a unos muchachos en San Isidro que estaban en huelga de hambre desde la semana pasada pa’ que el gobierno suelte a Denis Solís. A uno que se tomó una foto cagando con una bandera cubana encima lo quieren joder. Mira y que por eso.” Le contestaron a Pablo.
Imaginando la foto del tipo, Pablo caminó hacia Desamparados para coger un taxi. Se preguntaba qué de ilegal podía tener una cagada.
Lucía llegó de madrugada y aunque tenía llave lo llamó por celular desde abajo. Pablo despertó alarmado. Contestó y le alivió oír su voz. En el balcón le explicó que esos días estuvo con los de San Isidro. Pablo se asombra. No había visto su interés político. Le pidió que le avise una próxima vez para no estar pendiente. “¿Te preocupé?” pregunta Lucía con picardía. Pablo sonríe como fuera de base y no contesta, pero piensa que sí. Que se preocupó.
“¿Me cuentas de San Isidro?”, pidío Pablo.
“Mi amiga Virginia es prima de Otero Alcántara, que es como uno de los líderes. Cuando llegué de Santiago me dio de comer, estuvo ahí para mí sin conocerme, ahí sin importarle los prejuicios en contra de los santiagueros. Sin ella me hubiera jodido. Me pidió que la ayudara a atender a los huelguistas. Algo que sí soy, es agradecida. Y fui. Y estuve con ella y con ellos.
Nunca he estado metida en política. De jovencita rechacé la invitación del partido y siempre había visto a los protestones como medios locos o espías. Pero, Pablo, después de lo que me ha tocado vivir, y vivo todavía, allá en Romerillo… y… porque Pablo, aunque me trates bien, sigo siendo puta. ¡Y coño! Me pongo a pensar que hay veces que hay que encojonarse y gritar. Porque, ¿por qué por el sólo hecho de tu lugar de nacimiento puedes venir a La Habana a comprar una puta exclusiva y a mí lo que me toca es ser esa puta. Dime ¿por qué? Te hablo así porque me pediste desde el inicio que fuera clara para evitar malentendidos. ¿No?
Esos muchachos y muchachas se atreven a gritar por su derecho a gritar. Que también es el mío. Así que fui por agradecimiento y por esta rabia que llevo dentro por tanto tiempo.”, dijo Lucía.
Luego, bebiendo ron en el balcón y mirando el mar calmado del malecón, Pablo pensaba, “¡Estoy bien cabrón! Yo nunca he sido de ir de putas. Sólo buscaba una relación que no me hiciera sufrir. La humillé, la usé. Hasta me creí que la ayudaba a tener una vida mejor. Qué pendejo. No la había visto realmente hasta hoy.”
Mientras tanto Lucía dormía relajada, tranquila, sobre el sofá. Amanecía.
11 de julio en San Antonio de los Baños: Lo que se ve/lo que no se ve
Sobre las diez de la mañana del 11 de julio de 2021, poco más poco menos, varios residentes de San Antonio de los Baños, municipio al este de La Habana que alberga la base aérea militar más importante de Cuba, comenzaron a transmitir en vivo [por las redes sociales] una inédita protesta popular que se extendió desde el céntrico Parque de la Iglesia hasta la calle Real, y otras aledañas, en la que miles de personas exigían libertad y gritaban «Patria y Vida».
Pronto, el estallido acaparó titulares en medios independientes cubanos y periódicos de todo el mundo, los cuales anunciaban que por primera vez en los años de la Revolución el pueblo se había tirado a las calles hasta en 62 lugares del país, porque hacia el mediodía y en las horas siguientes las protestas se habían multiplicado en el territorio nacional. El Estornudo – 15 de diciembre
Pablo corría angustiado entre la multitud que protestaba en las calles. Buscaba a Lucía. Corría entre los policías perplejos, corría entre el humo de unos carros prendidos en fuego, corría oyendo consignas improvisadas y rabiosas.
En su carrera recordó la escena de Memorias del subdesarrollo donde el protagonista camina por las calles llenas de gente creyendo que el mundo acabaría cuando Kennedy apretara el botón y explotaran los misiles atómicos. Pablo seguía corriendo, sabiendo que, por el contrario, estas gentes están hoy en la calle creyendo en la rabia.
La vio. Empujaba una silla de ruedas donde iba una señora dándole golpes a una olla con una cuchara. Lucía resplandecía. En su cara vio miedo mezclado con la energía del atrevimiento y la ternura de la esperanza. Se pensó en una de esas repetidas escenas finales cursi donde los protagonistas se abrazan y se besan mientras se pierden en la multitud.
Se le acercó, caminó junto a ella y sólo dijo “Perdón.” Ella le contestó al oído “Hazme el amor antes que lo prohíban[3].” Y así, se perdieron en la multitud…
[1] Vaivén, Sebastián Otero – featuring Émina
[2] Moneda Libremente Convertible
[3] KAMANKOLA, Antes de que lo prohíban