El origen de los otros
La construcción del otro parece un artificio de la imaginación perversa. Que el color de la piel, los rasgos físicos, la anatomía del cuerpo, el lugar de procedencia, la sexualidad privada o los dioses que adoras sean detonantes de discrimen y violencia, es una tragedia de la civilización. Que poco a poco, sistemáticamente, se utilicen esos fenotipos y marcas para esencializar, clasificar, fetichizar a unos grupos como particiones humanas, parece una aberración insana. Sus orígenes están causalmente enlazados a procurar el control y el poder, a los beneficios económicos y sociales derivados de la exclusión sistémica, y al sentido mismo de propiedad y pertenencia que se adquiere cuando se niega a los otros su humanidad. Una ideología formidable de la imaginación genética se fragua históricamente para delinear los bordes de ese dominio. En la elaboración de esa ideología macabra han contribuido, en ciertos períodos deshonrosos, la ciencia con alguna fundamentación del “racismo científico”, la literatura con tropos raciales que aún perviven en la memoria, la filosofía con doctrinas de élite que regresan como un eterno retorno, y la educación que socializa, en tantas ocasiones, para naturalizar las desigualdades más vergonzosas.
Los ensayos fascinantes de Toni Morrison sacan a la intemperie el modo en que la literatura narra la vida de los otros. Fuerza y romanticismo mantuvieron a la esclavitud. Ya sea romantizando la esclavitud [“El control, benigno o rapaz, podría finalmente no ser necesario”, dice Harriet Beecher Stowe a sus lectores blancos. “Los esclavos se controlan a sí mismos. No tengan miedo. Los negros solo quieren servir.”] o describiendo la fuerza que la perpetúa [“Yo no soy una bestia. Yo no soy una bestia. Yo torturo al desvalido para probar que no soy débil.”], la narración literaria ha servido siempre como testigo insobornable de la ciudad. El fetiche del color y la manipulación de los tropos raciales aparecen en las voces de los narradores de Faulkner, Hemingway, Conrad y de la propia Morrison, porque la ficción narrativa captura matices que la cotidianidad sepulta sobre la experiencia de vivir sin pertenecer.
Pero, cómo llegamos a ser racistas, se interroga Morrison. La construcción de la figura del otro ocurre a través de la conducta reiterada, mediante el ejemplo sutil o cruel que exhibe la degradación, que reitera la naturalidad de temerle y muestra cuán imperativo es dominarlo. No supone enseñarlo discursivamente, sino modelarlo con los matices de las palabras y los gestos de desaprobación, fomentando hábitos que activen el rechazo con espontaneidad. Temprano se aprende y se enseña a guardar distancias, cuando ni siquiera ha aflorado la conciencia de las diferencias. No mezclarse es parte del canon del grupo dominante. La educación del racista es una práctica que percola y atraviesa las instituciones hasta que las carcome. El lenguaje y las imágenes contaminadas adquieren un rol protagónico porque cargan delicados prejuicios que van formando la experiencia de la marginalidad. Las riquezas heredadas y estilos de vida levantan barreras que configuran clases que viven en lugares privilegiados de personas homogéneas. Y luego, la violencia institucional para imponer el control que genera la resistencia previsible, lo que produce encarcelamientos masivos y la criminalización del desposeído. Morrison muestra cómo la literatura, ducha en el manejo de las ambigüedades, los sentidos dobles y la estética de lo desdibujado, narra todas estas formas del apartheid.
Si bien el foco de Morrison se centra en el marcador de la raza y la configuración de la negrura, queda claro el propósito más ambicioso de establecer un marco de reflexión para entender la pluralidad de los otros. A la exclusión por la raza se entrelazan otras exclusiones guiadas por marcadores diversos como la clase social, la riqueza, el género, la orientación sexual, el origen nacional o la afiliación religiosa. Cada uno de estos marcadores de exclusión tiene códigos que imponen, abierta o tácitamente, la conducta y el trato admisible. ¿Dónde se sienta? ¿Dónde se permite la entrada? ¿Quién tiene el poder de decidir? ¿Quién tiene la palabra y controla la conversación? ¿A quién te puedes unir en matrimonio? Y tantas más. Muchos de estas reglas no las percibimos porque están entronizadas como sociología de la marginación. Las agresiones y las microagresiones son parte del código; son los muros, reales y figurados, y los signos de lo que significa la vida vulnerable del otro. La literatura de la pertenencia rescata la experiencia abrasiva del descolocado, el que no se halla porque no pertenece a ningún sitio. Cada día alguien te lo recuerda. La exclusión sistemática reproduce la autoexclusión como la censura reproduce la autocensura.
La promesa de la globalización genera el movimiento masivo de trabajadores, intelectuales, refugiados e inmigrantes; pero, también, la amenaza de esa globalización produce nacionalismos punzantes que llaman a las trincheras contra “el extranjero”, lo que desintegra toda posibilidad de pertenencia. No existe unidad de los trabajadores, ni libre movimiento ni utopías; por el contrario, lo que triunfa con la globalización es el movimiento del capital y las riquezas, la economía transnacional y el imperio de la versión blanca de la cultura occidental.
Los incisivos ensayos de Toni Morrison son joyas que enmarcan los tensos debates de la cultura contemporánea sobre la diversidad étnica y cultural, el racismo y los nuevos (y viejos) rostros de las luchas de poder. Su imaginación literaria y sensibilidad de excluida la dotan de una mirada que no es inocente. Ser exiliado del único lugar al que perteneces, reificando la raza o cualquier otra cualidad identitaria, significa el despojo de la condición humana. Se apropiaron de los otros. Origen y destino están atados porque el prejuicio y el racismo anteceden su natalidad. Le hurtaron eso que Hannah Arendt llamó la capacidad humana de comenzar algo nuevo.