El oscuro trópico de Álvaro Aponte
Una yola distante atraviesa el mar. Va a contra corriente, de derecha a izquierda, como escriben los judíos. Hay un corte, y la cámara se mete en la yola. La cámara parece tener voluntad propia, se mueve sola, al vaivén de las olas. Enfoca trozos de cuerpos, cortes de carnes mulatas, tres cuartos de un pie calloso. Las arrugas se salen del encuadre. Un ojo enrojecido brilla de miedo y de esperanza.
Así será toda la película El silencio del viento, del director Álvaro Aponte: trozos que el espectador deberá completar, invitaciones a pensar lo que se sugiere, lo que queda fuera. Fragmento imagen, pero fragmento imán, fuerzas que atraen y repulsan. Que evocan, hieren e inquietan. Y que te persiguen cuando sales de la sala.
Tan pronto la yola toca tierra, los pasajeros —inmigrantes indocumentados de Haití y Dominicana — se lanzan a la orilla. Una cámara inestable (hand held) prolonga la sensación de mareo que sufrimos desde la travesía, capturando la carrera de los inmigrantes — a la vez desesperada e ilusionada — por fugarse o ingresar al territorio boricua, que es también americano.
La ambigüedad moral de Rafito (Israel Lugo), el transportista de indocumentados, es el tema de la película. ¿Es un coyote de mar, explotador de miserias haitianas, o un Noé que en su bíblica yola los conduce a la salvación? Al espectador le toca desambiguar el film. Por supuesto, fallará.
Rafito tiene en su cuarto tres peceras brillantes. Las contempla. Alimenta sus peces, como quien alimenta sus sueños. Son peceras de deseos incumplidos. Sugieren una degradación: a Rafito, en otra vida, en otro país más amable, le hubiese tocado ser pescador. Tiene la noble pinta del oficio, cuando enfila su yola por el estuario del río, para dejarla escondida entre las malezas, con sus aparejos de contrabando y no de pesca. Y debe conformarse con pescar, quién sabe qué gusarapos, en la ruina del canal de riego del cañaveral enmalezado.
Si Rafito tiene peceras brillantes — que deleitan la cámara, con su contraste de luces, colores y movimientos — su abuela Yiya (Iris Martínez) tiene un televisor encendido en medio de la oscuridad, eternamente sintonizado al canal religioso. Conocemos el cuerpo encamado de la anciana — que la cámara muestra en trozos — cuando lo asea, en un ritual de amor, toda la familia: Rafito, su madre Tata (Elia Enid Cadilla), su hermana Carmen (Kariana Núñez), y su hija Wally (Amanda Lugo). Mientras, al fondo del cuarto, oímos que una monja canta, un ministro predica, y el televisor promete la salvación.
Así, la de los inmigrantes se intersecta con otra historia, o sería mejor decir con otro dolor, el de la familia, cómplice del contrabando. Entrevemos que Carmen ha sido asesinada, suponemos que por su mecánico marido, y vislumbramos una relación — quizá sí, quizá no — con la violencia simbólica del reguetón que escuchamos en la radio del carro, o del perreo en un bautizo, — o será un cumpleaños — urbano. Rafito debe identificar el cadáver, y escoger la caja y la mortaja. No habla de su dolor que, desaparecido el cuñado al que acecha, explota a puñetazos contra el guía del carro.
La violencia está omnipresente, pero mayormente fuera de cámara. ¿Cómo se hirió la inmigrante que manchó la sábana de sangre, y que Rafito debe abandonar en la puerta del hospital? ¿Cómo murió la hermana? ¿Qué ocurre bajo las aguas que nublan la cámara, cerca del final del film?
Las del contrabando son horas oscuras. Sus lugares, escondites. En consecuencia, el tono es nocturno, juego de luces apagadas, oscuridad tropical. La luz proviene de un sol amanecido, abajo en el horizonte; de cielos poblados de pájaros o de portentosos helicópteros; de cigarrillos encendidos en las tenebrosas noches; de fogatas de nómadas en playas dominicanas. O aparece de repente, azul estridente en el biombo de una patrulla, o amarillo sucio en un food truck que vende la de pepperoni.
También se ilumina, pantalla sobre pantalla, el celular omnipresente, que conserva la sonrisa vivaracha de Carmen, o que avisa la llegada del cargamento humano y la ruta del delito. Estos inmigrantes tienen una sola conexión al nuevo mundo, el número de teléfono — escrito en un papelito precario — del contacto que habrá de recogerlos y, quizá, ampararlos. Hacinados en un cuartucho de la casa de Tata, cercana al lugar del desembarco, esperan el transporte a la ciudad. Algunos reciben del celular la mala nueva, el timbre de desconexión o la equivocación del número que era su única esperanza.
Hay dos viajes, dos deliveries de humanos, a la ciudad. Desde el asiento trasero, la cámara enmarca los paisajes que ya ha enmarcado el parabrisas, o los rostros que ya ha enmarcado el retrovisor. Dentro y fuera del carro, la cámara persigue los personajes por las espaldas.
El deterioro de Río Piedras ¿quién lo diría? se revela cinematográfico, Havana chic. Desde una azotea donde una vez hubo un teatro de marionetas, y ahora hay traqueteo de indocumentados, la ciudad muestra sus torres, su cerro, sus grietas, sus decos envejecidos. En sus calles los inmigrantes corren. ¿A dónde?
Hay, junto a la imagen, un enjambre de sentido sonoro: el ronroneo del carro, el esputeo del Evinrude, los chillidos del mangle, las sirenas de la ciudad. Clase aparte, la música, compuesta por el propio director y su padre.
Sin embargo, El silencio… es una película casi muda, por la escasez de diálogos, si acaso monosílabos, frases incompletas, emociones vistas y no oídas, explicaciones que, seguramente, es mejor no dar. Será que no pueden conversar entre sí los chinos, los haitianos y los boricuas que pueblan con sus lenguas el Caribe. O quizá sí. Carmen se comunica, mange mange, y ríe. Algunas cosas, como el arroz, las entendemos todos. Y al personaje de la anciana Yiya, le basta una sola palabra, gracias, para rendir una buena actuación.
No quiero adelantar el final; es espectacular, vayan a verlo. Aunque verlo verlo, no van a poder, pues la última toma es de una mirada que da Rafito, y salimos del cine discutiendo a quién: a los federales, a los inmigrantes, a los tiburones. Yo juro que fue a los espectadores.