El pañuelo en el gabán: un acercamiento al reciente libro de Edgardo Rodríguez Juliá
Me parece que esta anécdota ilustra muy bien el ánimo novelesco del libro Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo. La más reciente entrega de Edgardo Rodríguez Juliá[1]descansa en el jaloneo, el afecto antagónico, o la pugna -nunca resuelta- entre lo citadino y lo provinciano; la crónica y la biografía; el privilegio antillano y la pobreza; la excentricidad y la locura; la nostalgia y la evocación; el retrato y la fotografía; la oralidad y la retórica; el cotilleo y lo detectivesco; la renuncia heroica y la resignación rastrera; el artista y la sociedad; y para no perder la costumbre del ropaje nietzscheano, entre lo dionisiaco y lo apolíneo.
Con la precisión de un sastre y la costura de la reflexión filosófica del arte, cada una de las biografías paralelas de Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo asumen la sentencia del poeta Wallace Stevens: “Uno no vive en una ciudad sino en su descripción.” En la primera biografía titulada “La Tertulia” se cuentan las desventuras de Antonio Paoli, “el tenor de reyes”, ya vencido por Carruso, empobrecido, castrado por la ciudad de Ponce, y que suele hacer sus paseos santurcinos entre la calle Europa y el “almacén de hipócritas” del restaurante El Chévere, en traje blanco de dril, blandiendo -solo los miércoles y los viernes- un bastón de león de plata y balanceando, dentro de sus pantalones, el único testículo que le queda. Visitado por Luis Palés Matos, Lloréns Torres, entre otros, Paoli se enfrenta todos los días de Dios, y con estoica ecuanimidad, a las burlas de sus contertulios. Como un fausto antillano o una versión patética del Adrian Leverkühn en el Doctor Faustus de Thomas Mann, “el tenor de tenores” a veces sueña con masacrarlos a todos. Y es que Paoli sufre las consecuencias fáusticas de haberle vendido el alma al diablo cuando renunció a su “puertorriqueñidad” y se disfrazó de español para acceder a la gloria continental. No se trata de esa doble identidad celebratoria a la que accedió el pelotero Vic Power, sino de una negación gloriosa y patética, construida con la afectación de la zeta y la peluca. La ciudad cangrejera se convierte, entonces, en el escenario idóneo para su fantochería, pues Santurce fue y sigue siendo, según Rodríguez Juliá: “el simulacro de nuestra gran ciudad caribeña.” Con sus rascacielos provincianos, el mapa de las tertulias literarias, y su intermitente arquitectura de palacio y de pulguero, Santurce le permite al tenor oscilar las orillas de su mundo bifronte justo como lo describe Levi-Strauss en sus Tristes trópicos: “o soy viajero de las antiguas épocas, y me enfrento al espectáculo […] dejándome expuesto incluso a la burla […] o soy viajero de mi época, precipitándome a la búsqueda de una realidad desvanecida.”
La biografía de Antonio Paoli se presenta como una crónica del desclasamiento, muy típico de El tío Goriot de Balzac, El gatopardo de Lampedusa o Los Buddenbrook de Thomas Mann. Aunque Paoli vive asediado por tres gorgonas: la pedante de su hermana Amalia, su esposa Adina y los ardores de Mónica, su estudiante de canto; al tenor jamás le pasaría por la cabeza participar de esa ética voluptuosa de la que se jactaba Oscar Wilde: “el fin del arte es revelar el arte y ocultar al artista.” Sin embargo, el hambre, la miseria y la culpa atizan su talante. Ya bien lo decía López de la Serna: “la tabla de lavar es el pentagrama de los calzoncillos.” El contrapunteo antillano es aquí deliberado: mientras el poeta Luis Palés Matos janguea con Muñoz en un yate, Paoli saca su culposo heroísmo a pasear y decide, al fin, buscar algunas latas de jamonilla de la PRERA para preparar su “mantengo mandarín”: jamonilla spam con salsa de jengibre y chinas mandarinas. “Te traes dos latas -le dice su esposa Adina- Y no te olvides […] nada de darte aires de gran señor cuando estamos en necesidad… Me haces fila como cualquier hijo de vecino.”
Esta escena recuerda la monumental biografía de James Joyce que escribió Richard Ellmann, llena de renuncias típicas de la estética de Edgardo Rodríguez Juliá. Detallada hasta el tuétano, Ellmann cuenta cómo el escritor irlandés, en 1904 -el mismo año en el que trascurre su Ulises– se enfrentó a la miseria desde la música. Desesperado por conseguir pan y pagar la renta, Joyce pidió dinero prestado para pagarse unas clases de canto con el mejor maestro de Dublín, bajo el osado plan de presentarse a un concurso de canto. Poco antes de que se llevaran el piano de su habitación, por falta de pago, Joyce se presentó al concurso y cantó un aria irlandesa y la canción “No Chastening for the Present” del compositor de operetas Arthur Sullivan. El jurado, en el que se encontraba el famoso Luigi Denza, decidió darle la medalla de oro con la condición de que el futuro escritor improvisara una canción. Joyce se negó, indignado, y bajó del escenario. El jurado le otorgó entonces la medalla de bronce y ese mismo día Joyce la llevó a una casa de empeño a ver si le sacaba algo de dinero. Pero no le dieron nada por ella.
En un ensayo sobre el cuento “Araby” de James Joyce, que aparece en Cámara Secreta, Rodríguez Juliá advierte que la mejor manera de evitar lo sentimental es sobrevalorando el objeto del deseo. Este acto de sobrevaloración parece ser la circunvalación de la segunda biografía de esta portentosa novela. Bajo el título “El mulato”, se cuentan los devaneos de Don Quirico Vilá, un raro flâneur antillano, ex marino mercante, pitiyanki, de piel cobriza oscura, que plancha sus propios pantalones y viaja constantemente en la guaguas de la AMA desde Miramar hasta la Biblioteca Carnegie para investigar la vida y milagros de un mulato violinista que vivió a principios del siglo XIX. El mulato decimonónico en cuestión es George Augustus Polgreen Bridgetower, ese antillano al que Beethoven por poco le dedica la famosa Sonata a Kreutzer. El gran error de Bridgetower fue enamorarse de la misma mujer de la que se enamoró Beethoven. En la casa prestada de un odontólogo, y en el último piso del edificio Victory Garden, Don Quirico se abandona a imaginar -y a musarañear- la tristeza monumental de aquel mulato que tropezó con el humor libidinal de Ludwig van Beethoven. Santurce es aquí ese Miramar burgués que se atrevió a huir del viejo San Juan, y desde aquel apartamento, que tiene que compartir con Perucho -un mensajero grotesco y adicto al gas hilarante- Don Quirico peregrina otras ciudades, imagina cómo aquel mulato -caído en desgracia- añoraba el Caribe. ¿Se puede pensar el Caribe desde la añoranza? ¿Es la añoranza una buena comadrona del deseo? ¿Es la nostalgia un arma trágica o pueril? “¿Caribeñizar Puerto Rico o puertorriqueñizar el Caribe?” se pregunta Edgardo Rodríguez Juliá en uno de sus celebrados ensayos. Me parece que en Tres vidas ejemplares se intenta caribeñizar la Sonata a Kreutzer con un doble propósito: rescatar la añoranza como resorte creativo para pensar la identidad antillana y, a su vez, cuestionar dicha identidad desde lo que Adorno y Said llamaron el estilo tardío.
En su larga vejez, Tolstoi escribió una novela breve titulada precisamente Sonata a Kreutzer, en la que arremete contra la hipocresía de los valores burgueses. El protagonista de la novela de Tolstoi le explica a su compañero de viajes cómo el primer presto de la mencionada sonata de Beethoven lo llevó a matar a su mujer. “¿Qué es la música? ¿Qué produce? ¿Y por qué produce ese efecto? Se dice que la música influye de tal modo que eleva el espíritu. ¡Tonterías, mentira! [dice el asesino] bajo el efecto de la música, me parece que siento lo que no siento en realidad, que comprendo lo que no comprendo y que puedo hacer lo que no puedo.” Por suerte, Edgardo Rodríguez Juliá nos salva de ese peligro cuando uno de los cronistas narradores -porque a veces parecen muchos y en otras ocasiones parecen uno- interviene en la escena, y desarrolla una teoría de la perversidad, digna de Walter Benjamin. La perversidad, comenta la voz crónica, no solo propicia la conjunción de la inteligencia con la sensualidad, y estructura el orden con la pasión, sino nos arrebata la brevedad y nos tienta para manipularla y así “dure largo rato.” Algo parecido nos dijo Sigmund Freud, con sus quijadas destrozadas por un cáncer, cuando escribió acerca del sentimiento oceánico en El malestar de la cultura. En Viena o en el Caribe aplica la misma ecuación tautológica: la civilización y la cultura son perversas.
Lo que en la primera parte de la novela resulta como un desocultamiento algo apresurado, aquí el atentado narrativo resulta salvador. Tal vez por eso dicen el maestro de las greguerías que “los paréntesis salen de las cejas del escritor.” Esa voz que comparten sus crónicas que van desde El entierro de Cortijo hasta El cruce de la bahía de Guánica, pasando por Una noche con Iris Chacón, y que a su vez novelan el tono de Sol de medianoche, Cartagena y Mujer con sombrero panamá, hilvanan aquí una constante extraterritorial que es cariñosa y áspera, necesaria y humana. Resulta conmovedor el momento en que cronista de la novela Tres vidas ejemplares dice: “necesito zafarme de esa pasión, [de esa] urgencia, [de esa perversidad] como sea, para seguir narrando.” Esa voz lejos de Dios, que propuso Flaubert en Madame Bovary y que Proust llevó al delirio, esa voz que convoca exilios y regresos, que busca el paisaje en el espejo y que rehúye de la pretensión de totalidad en sí misma es, justamente, lo que se conoce como estilo tardío.
Fue Theodor Adorno quien acuñó el concepto cuando analizó los cuartetos y sonatas tardías de Beethoven. Para el sociólogo y pensador alemán, al final de su vida Beethoven se negó a reconciliar la música con una imagen total y prefirió el paisaje fracturado como alegoría de las postrimerías de la vida. La muerte no nos ha exigido que le reservemos un espacio, dice Samuel Becket, pero su cercanía constante, altera la naturaleza del tiempo; todo se vuelve atardecer. En El cielo protector de Paul Bowles -una novela que conocí gracias a Edgardo- se describe muy bien ese sentimiento tardío: “¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia […]? Quizás cuatro o cinco veces más. Quizás ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizás veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.” Pero no hay que estar viejo ni senil para ser tardío. A veces, dice un poeta español, “la morcilla es un chorizo lúgubre.” Se puede ser muy joven y reclamar el sismo de lo fragmentario, la típica impuntualidad del tiempo. Desde muy joven, la estética de Edgardo Rodríguez Juliá es tardía y muchos de sus personajes, históricos, histéricos o ficticios, no son otra cosa que una relación particular con la duración. Prueba de ello son las ensoñaciones de la Gran Nueva Venecia del siglo dieciocho puertorriqueño, sus constantes semblanzas desclasadas, las crónicas de la ruina y el plebeyismo, la estética del resentimiento bien ponderado y las columnas rabiosas, sostenidas con esa elegancia de prosa, digna de un pañuelo en el gabán.
El arte siempre es vanidad, pero vanidad que salva: por eso nadie sabe a ciencia cierta para qué sirven los pañuelos en el bolsillo. Hubo un tiempo que, agitados al aire, el pañuelo sirvió como señal de agrado o desagrado en los circos romanos. En ocasiones fue objeto de distinción, de bando, de participante en una corrida de toro, o como bandera para la tregua. Antes de que sirviera para la higiene o solo para la moda, el pañuelo era un símbolo de ardor; dejarlo caer intencionalmente era señal de cortejo. Los ingleses acostumbraban a imprimir historias o escenas en los pañuelos y a María Antonieta le dio con promulgar el “Decreto del pañuelo”, obligando así una dimensión estándar de la pieza. Ignoro si el gabán que Nietzsche usó para conocer al maestro Wagner llevaba pañuelo. Pero lo cierto es que, al igual que el arte, los pañuelos nos habitan sin saber exactamente por qué y para qué. Tal vez por eso Edward Said dice que lo tardío es un exilio que habita. Que no lo dude nadie: Rodríguez Juliá sabe, como nadie, ponerse el pañuelo en el gabán para evocar ese habitar de exilio antillano. Evocar se convierte entonces en la provincia del novelista. Y digo evocar no por antojo, sino por su rigor etimológico, pues evocar en latín viene de ex vocare, es decir: “llamar a la memoria” o “llamar el afuera de la memoria.”
Precisamente, ese llamado se muestra en todo su esplendor en la tercera y última biografía de Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo. Con el título de “La cantante”, el cronista de sociales de esta parte de la novela narra la biografía, en picada, de don Félix Benítez Rexach, el nacionalista, negociante e ingeniero que diseñó el Normanidie, ese hotel en forma de transatlántico, en honor a su mujer, la cantante Lucienne Suzanne Dhotelle, Mome Moineau, precursora del eterno gorrión, Edith Piaf. La biografía toma lugar en el momento en que una huelga de estudiantes reclama las “Playas pal’ pueblo”. Con un talento para el heroísmo y el ridículo, aquí se cuenta la famosa escena en la que don Félix le pide al gobernador, Don Luis A. Ferré, que declare a Puerto Rico una república independiente y latinoamericana.
Aquí Santurce se encalla en los pinos, las palmeras, la playa y la impunidad. Aunque a las tres biografías no le falta el cadáver y el béisbol, a esta última le sobra el patetismo. Prueba de ello son dos escenas. La primera escena narra el momento en que don Félix, antes de subirse a un Roll Rolls y con el fondo del oleaje cercano, intenta calmar a los estudiantes y les dice: “Esta playa de El Escambrón la construí yo para todo el pueblo de Puerto Rico. Aquella, la del Hilton, la construyó Moscoso para los turistas privilegiados, los cipayos coloniales.” La otra escena va más allá de la risa y se interna, tal vez en la pena o en la vergüenza ajena. Aquí el cronista sostiene el micrófono de don Félix en medio de un discurso: “Los yanquis se piensan que el Caribe es de ellos, su lago como quien dice, la piscina del Imperio [dice don Félix ante una multitud que apenas lo escucha]” No solo hace el ridículo de tildar al sátrapa de Trujillo como defensor de la independencia de las Antillas, sino que acusa a Muñoz de haber cocinado el asesinato del dictador dominicano desde la isla. En medio de un inusitado nacionalismo dice que él fue el que alojó en el Normandie a Albizu cuando regresó de su presidio en Atlanta. La ironía aquí es salvaje. Atroz. Y es que la ejemplaridad de esta novela -como en el caso de las Novelas ejemplares de Cervantes, los Tres cuentos de Flaubert, las Tres historias sublevantes de Ribeyro, o los nazis enfermos de literatura que tanto le gustaban a Roberto Bolaño- busca la conquista de la ironía como invención de lo humano.
Nadie es ejemplar y a la vez todos lo somos. Lo aceptemos o no, tenemos la vida dañada y buscamos, desesperados, sacar el pañuelo del gabán para recoger los fragmentos que somos. En este gesto es que subyace el misterio del arte. “Cuando se rompe un jarrón, dice Dereck Walcott, el amor que vuelve a juntar los fragmentos es más fuerte que aquel otro […] cuando estaba intacto. La cola que pega los pedazos es la autenticación de su forma originaria. […] El arte antillano es esta restauración de nuestras historias hechas añicos, nuestros cascos de vocabulario, lo cual convierte a nuestro archipiélago en un sinónimo de los pedazos separados del continente originario.” Por muchos años Edgardo Rodríguez Juliá ha sido eso: amor que busca juntar los fragmentos de lo que somos.
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[1] Texto leído en la presentación del libro Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo (Editorial Pre-Textos) de Edgardo Rodríguez Juliá, celebrado en la Librería Laberinto, el jueves 6 de diciembre de 2018.