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El pensamiento vivo de Betances, un canto a la libertad

Rafael AragundeRafael Aragunde Publicado: 8 de mayo de 2021



Debe parecernos evidente por qué el colega filósofo Carlos Rojas Osorio tituló el libro sobre Betances que aquí reseño El pensamiento vivo de Betances[1]. Dos razones deberían venirnos a la mente, la primera de ellas siendo porque entiende que lo que Ramón Emeterio Betances pensó es relevante todavía; la segunda porque se trata de un pensamiento que se caracterizó por su vitalidad, porque no había forma de tranquilizarlo, disciplinarlo, normalizarlo, allí donde aparecía. Se podría entonces añadir que si estas fueron sus razones para titularlo como lo hizo, acertó por doble partida. Lo que nos presenta del pensamiento de Betances en otra valiosísima aportación que le hace al pensamiento puertorriqueño, no solo continúa siendo relevante, sino que también continúa siendo una reflexión dinámica, muy viva. Además, es mandatorio señalar que el libro hace una contribución de gran valor hermenéutico al pensamiento puertorriqueño al revelarnos la extraordinaria pasión que Betances sintió y expresó por la libertad en los distintos ámbitos en que incursionó.

En décadas recientes, a partir de la celebración del sesquicentenario de su nacimiento, allá para el 1989, podría darse la impresión de que Eugenio María de Hostos habría sido el único, en aquel siglo diecinueve, que se habría desplazado por la geografía más o menos circundante, pero en ocasiones alejada, de Puerto Rico, en defensa de nuestra independencia. Desde entonces los once de enero en ocasiones parece que se celebran más que los 22 de marzo, que es cuando celebramos la abolición de la esclavitud, efemérides que siempre hemos relacionado con el caborrojeño. Quizás se ha debido a la pertinencia que han tenido para el país las ideas pedagógicas del mayagüezano y porque en Betances no se reconoce una reflexión igual de inmediata.

A riesgo de equivocarme al aseverarlo, pero me parece que en esas últimas décadas se han publicado muchísimos más libros sobre Hostos que sobre Betances. Y no traigamos a colación disertaciones, porque en nuestras bibliotecas universitarias abundan más, pero por mucho, las reflexiones sobre el filósofo y el pedagogo revolucionario, que sobre el médico y también revolucionario. Debo decir que el profesor emérito de la UPR en Humacao, el colombiano-puertorriqueño Carlos Rojas Osorio, fue uno de los primeros que justo en la celebración de aquel sesquicentenario aportó entre nosotros un libro sobre Hostos, titulado Hostos, apreciación filosófica. Pero también que ha sido uno de los pocos que, ya en el 2013 para ser precisos, ha escrito un libro en el que atiende a Betances. Lleva como título: Humanismo y soberanía, De Betances a Mari Bras.

En el libro que reseñamos ahora, El pensamiento vivo de Betances, Carlos Rojas nos presenta un Betances letrado. Es muchísimo más el intelectual que el hombre de acción al que nos acostumbramos en las reflexiones que han desarrollado sobre su gestión contestataria sus grandes estudiosos (pp. 21 y 22 del texto). Pienso en Luis Bonafoux, pienso en doña Ada Suárez Díaz, pienso en Manuel Maldonado Denis, Carlos Rama y don Pepe Ferrer Canales, estudiosos que crearon una tradición de reflexión sobre Betances, como, más cercanos a nosotros lo han continuado haciendo Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade. Muchos otros en nuestros días, también se han acercado sobre todo al Betances revolucionario y no tanto al escritor, según lo  hace Rojas Osorio, pero no los menciono por no ser injusto con alguno que pudiera olvidar. Justamente, en alguna ocasión Hostos se refiere a Betances como “Escritor de mérito (5) y en otra Betances se refiere a Hostos como “el eminente escritor E. Hostos” (207). ¿Pero podría decirse a partir del libro que Betances fue un escritor, según lo fuera Eugenio María de Hostos? Betances escribe mucho menos que Hostos y lo que ha pasado a ser importante en su escritura son sus cartas, donde revela el pensamiento que habremos de  comentar; no tanto la poesía o ensayística que también cultiva, aunque en dosis mucho menores.

Según señala Rojas, “gran parte de la obra escrita de Betances pertenece al género epistolar”(280) y ellas “son fuente ineludible de la expresión de su pensamiento” (280). En cuentos y en su novela Los dos indios, nos dice el autor, Betances sigue una línea romántica que nunca pudo dejar atrás en el ámbito de la creación literaria, contrario a Hostos que toma conciencia crítica de su temprana filiación romántica y la deja atrás. Nos dice Rojas que “ambos patriotas fueron románticos; la diferencia está en el hecho conforme al cual Hostos lo fue solo en su juventud y Betances toda su vida” (276). Las actividades revolucionarias a las que Betances se dedicó exigían de él la escritura constante de cartas dedicadas a fomentar la insurrección. El mismo periodismo que Martí cultivaría tanto desde los Estados Unidos, lo tenía que manejar Betances con mucho cuidado, por lo peligroso que era para quienes le hubieran podido publicar. De ahí el uso del pseudónimo El antillano. Por otro lado, las obras extensas y eruditas de Hostos le estaban vedadas, al igual que a Martí, pues eran más el resultado de la ocupación principal de Hostos, que era el magisterio tanto escolar como universitario. Definitivamente serán sus cartas las que nos servirán para conocerle con mayor profundidad.

El autor Carlos Rojas Osorio nos indica que su estudio se basa en una “cuádruple raíz” que consiste del “clasicismo antiguo, la ilustración francesa de la revolución (1789 y 1844), el pensamiento de los libertadores latinoamericanos y el romanticismo social”. La parte más interesante del libro sin embargo, se encuentra en su acercamiento al desarrollo de su pensamiento político a través de los revolucionarios franceses, lo que genera ecos de la formación, según Lenin, del joven Karl Marx. Desde este y no tanto de sus lecturas de Aristóteles en su juventud, de sus coincidencias con los libertadores latinoamericanos o del romanticismo, exceptuando su cercanía a Víctor Hugo, a quien admira apasionadamente, es que se forja el revolucionario boricua que no conoce otra obsesión que la de la libertad en su fecundísima pluralidad.

A través del texto, Rojas presenta a Betances como “hijo conceptual de la Revolución Francesa” (74), refiriéndose en términos generales a las revoluciones que acaecen en Francia en el 1789 y en el 1848, no a la del 1871 (la Comuna), en la cual no pudo participar, según hubiera querido, porque se encontraba fuera del país galo. Sin embargo, los eventos revolucionarios que forjaron en él sus convicciones capitales y que se  pueden resumir en su “republicanismo democrático revolucionario”, según sugiere Rojas (311), no se dieron propiamente en el 1789. En esta primera etapa de la Revolución se percibe la influencia del filósofo inglés John Locke y su defensa de la propiedad privada. En ella estaba muy presente también el Voltaire que Betances acostumbraba leer, pero que no era propiamente un radical, a fin de cuentas un burgués enriquecido. El radicalismo que acompañará a Betances durante toda su vida, así como la huella ilustrada que caracteriza sus escritos epistolarios conspiratorios le vendrá, ciertamente de la del 48, pero sobre todo de los eventos que tuvieron lugar en 1794 cuando el ala radical de la Revolución logra controlar la dinámica política. Es entonces cuando se producirá la constitución que abole la esclavitud en las colonias francesas. En el 1789, ni en el 1791, los revolucionarios se habían preocupado por abolir la esclavitud en sus colonias y solo lo harán los que en el 1794 aspiran a romper radicalmente con los abusos que habían caracterizado la monarquía, pero también a la burguesía acomodada que había controlado la revolución en sus primeros años. Betances sabía separar el grano de la paja y sus querencias políticas estaban en función de unos compromisos vitales que le llevaron de su identificación radical con la eliminación absoluta de la esclavitud hasta el liderato del movimiento independentista puertorriqueno, rol que desempeñaría hasta aquel 1898 en el que los Estados Unidos invadía Puerto Rico y él moría.

Betances vive personalmente la revolución del 1848 pues en aquella época se apresta a iniciar sus estudios de medicina en París. A esta revolución, que Rojas describe como la del “igualitarismo”, se le debe, según adelantamos, “la abolición de la esclavitud”, que todavía se vive en las colonias europeas del Caribe, pero también “el sufragio universal” y el “derecho de asociación” (65). Cuando Betances regrese a Puerto Rico en el 1856 a ejercer como médico su quehacer naturalmente tendrá como fundamento moral los logros de aquel pueblo francés que había sabido defender su libertad en las calles. Por eso los admiraba tanto. Carlos Rojas le sigue la pista al desarrollo del sentimiento de agradecimiento que profesó el caborrojeño. Su padre le había enviado al sur de Francia desde temprana edad y allí, específicamente en Tolouse, irá a la escuela. Es en la secundaria de aquella ciudad del sur de Francia donde recibirá la formación clásica que Rojas Osorio trae a colación. En la capital francesa, urbe esencial, históricamente hablando, para los reclamos de libertad de toda la humanidad, es que desarrollará sus concepciones morales y políticas que orientarán toda su vida pública.

Sus vivencias en Puerto Rico, tanto como médico comprometido con los más necesitados, como su activismo abolicionista se nutren de aquellas ideas. En plena labor organizativa, previo al Grito de Lares, redactará Los diez mandamientos de los hombres libres. Estos reflejan las prioridades de aquel espíritu libertario. En el decálogo que propone retumba la libertad insistentemente: libertad para los esclavos, libertad para rechazar impuestos que no se determinen democráticamente, libertad de cultos (nótese el plural), libertad de palabra, de imprenta, de comercio, libertad para reunirse, libertad para poseer armas, libertad para el ciudadano como individuo, libertad para elegir las autoridades.

Ya exiliado definitivamente de Puerto Rico, desde luego no podrá ejercer su profesión ni su generosidad en la Isla, pero sí en la capital francesa donde se dedicará también a luchar incansablemente por las libertades políticas de Cuba y de Puerto Rico. No conocerá otro norte. Será un revolucionario político que sacrificará tiempo y hacienda a tales luchas. La pasión por la libertad lo arropa. Fue esta “sin duda el ideal más persistente” (49), nos dice el autor. “Mi amor eterno e inquebrantable a la libertad” (49), escribe el mismo Betances, según Carlos Rojas le cita.  Como también señala que “[U]sted sabe que soy partidario de las libertades de todas clases” (p. 50). Y es así, según Carlos Rojas se encarga de decirnos, cómo es que lo atiende todo desde esa pasión: frente a la esclavitud, frente a los impuestos, frente a los diversos cultos religiosos, frente a la expresión de todo individuo y de agrupaciones, “en todos los órdenes de la vida civil”, dice Rojas. No hay ámbito en el que Betances no incursione con aquella libertad que vio que los parisinos asumían directamente, sin mediaciones, en el 1848. Con una disposición fresca, propiamente heterodoxa y hasta alegremente pagana, aunque en ocasiones se valga de “pasajes del Evangelio para los reclamos políticos” (122), según el autor, señala que “[L]a libertad es una diosa tan noble que ante ella pierde el manto de los reyes todo su brillo y los pueblos la miran para adorarla” (95). Habría que ver si esta pasión no constituía también su ámbito muy personal de espiritualidad. Betances no se encomienda al panteón cristiano. No lo hace ni tan siquiera cuando pierde a su gran amor, Carmelita, mejor conocida como Lita (266-269). Rojas nos dice que pudo haber tenido una experiencia digamos que religiosa cuando ella muere, la cual pudo inducirle a estudiar lo que llama “ciencias ocultas”, pero este interés parece desaparecer. El autor escribe que este “concluye en un escepticismo de tono nihilista” (268).

 

En sus quehaceres es evidente que Betances confía mucho más en la experiencia mundana de la solidaridad asumida libremente que en principios religiosos. Rojas, muy atinadamente, nos recuerda que en esto hay “una semejanza con el pensamiento de Hostos, pues este afirma que la primera ley de la sociedad es la libertad” (43). Para reiterar la pasión betancina por esta, cita además a Paul Estrade, quien, según Rojas, escribió que “la libertad ha sido el móvil central de Betances, en todas sus actuaciones, como hombre y como ciudadano” (43).

 

No se trata de una libertad a la que solo se le canta en tiempos de ocio. Betances no era un iluso, como escribirá Alejandro Tapia en sus Memorias[2] sobre los participantes en el Grito de Lares, pues “comparte”, según Carlos Rojas, “la idea de Jean Jacques Rousseau según la cual la libertad sin igualdad es un mero engaño” (47). Tampoco cae del cielo. Cito a Rojas, que a su vez cita al médico caborrojeño: “Betances nos dice que la libertad es resultado de una lucha. ‘El pueblo que quiere libertades’, escribe Betances, ‘las coge: y no las espera de nadie, de gracia y merced’” (49). Betances era consciente de que bajo el régimen español no había ninguna posibilidad de hacerle camino a la libertad. Por eso reaccionaba tan duramente a las propuestas de los que con el tiempo conoceríamos como autonomistas, y que Carlos Rojas describe como el sector “conservador moderado”, también como liberalismo y a la vez como reformismo (48). Para Betances, cito a Rojas, “España y ‘libertad’ son términos contradictorios. ‘En fin, para decirlo todo, los reformistas forman un partido de las cosas incompatibles, de la ‘libertad… ¡con España’! (X115) Pretender libertad con España es ‘engañarse a sí mismo’” (89). Según Betances, por esto, le habían hecho “daño… al país los reformistas y autonomistas” y sin dejar de reconocer el valor en otros ámbitos de Alejandro Tapia, lo censura (147).

 

Si España no toleraba la libertad, no debe sorprender el rechazo y hasta desprecio de la herencia educativa hispánica por parte de Betances. En este se observa, según Rojas, la convicción y el compromiso con la educación que ha caracterizado a quienes han sabido serle fiel a la Ilustración (216). La describe como “la desastrosa educación colonial de España” (159). Por un lado reitera el valor del magisterio no solo escolar, sino también patriótico. Y por el otro, reconoce, en sintonía con el espíritu libertario que caracteriza todas sus reflexiones que, citando a Carlos Rojas, “la educación tiene esa sublime finalidad, guiarnos hacia una sociedad libre” (154). La escuela, escribirá, es “la salvación del pueblo”, es “el escollo de la tiranía” (155). Aunque no cualquier educación contribuye a esto. Como Hostos, según Rojas, Betances cree en “la educación laica, pero de espíritu científico” (160).

Huelga mencionar el comopromiso fundamental de Betances con la libertad política de Puerto Rico y Cuba. También con el bienestar de la República Dominicana y de Haití, donde viviría algún tiempo. La libertad completa de las islas caribeñas era el objetivo claro de sus constantes epístolas, pero no disociaría de esta la concepción de unas Antillas confederadas. Esta idea, que según Carlos Rama, a quien Rojas cita, es Betances quien mejor la representa entre los que la impulsaron, evidencia que Betances no era, como ya adelantamos, el iluso de Tapia y Rivera. Carlos Rojas lo expone con tono shakesperiano: “SER O NO SER, TAL ES EL DILEMA que Betances plantea como destino actual y futuro de las Antillas. La amenaza de los imperios… España mantiene dos colonias e incluso ha recuperado por un breve espacio de tiempo a La República Dominicana; los Estados unidos pretende comprar la Isla de Cuba y una base en Samaná… ingleses, holandeses, franceses tienen sus colonias en las Antillas…”(192 y 196). Por esta dinámica perjudicial para islas tristemente aisladas por las dinámicas impuestas por las distintas y distantes metrópolis, no ve más alternativa que la confederación, a la cual, le parecía, también se deberían integrar la isla de San Thomas y la de Jamaica (196 y 197). Betances le era fiel a la vieja idea de Bolívar, aunque este, en su Carta a Jamaica (200), la describiera como “una nación latinoamericana” que tendría su capital en México.

No fue fácil la vida de Betances, quien no podría visitar sus Antillas en sus últimos años de vida. En el 1883 (178) había estado en la República Dominicana, pero a Puerto Rico solo volvería en secreto y escasamente a partir del 1868. Rojas le cita de una carta escrita a su amigo de la infancia Salvador Brau, en la que confiesa que hubiera querido regresar a su pueblo natal para pasearse allí donde se había criado y, como el Fausto de Goethe, escuchar “los repiques de las campanas que alegraban el pueblo, llamando a misa los domingos” (111). Es evidente la tristeza que le debió haber causado su exilio permanente, pero hasta el final, acaecido en el 1898, sigue insistiendo en la libertad de Puerto Rico y Cuba, según se ve en las conocidísimas cartas que les escribe a Hostos y a José Julio Henna (135 y 208-213).

 

No hay duda alguna que Betances se ganó un lugar de privilegio en la memoria de todos los puertorriqueños, aunque se nos haya inculcado su olvido[3]. Pese a ello muchos son los que le reconocen como el padre de una patria que todavía carece de la soberanía política por la que él luchó toda su vida. ¿Pero qué lugar ocupa Betances en esa tradición del pensamiento puertorriqueño que se ha ido forjando entre nosotros y que naturalmente tiene que ver con nuestro destino político aunque no se agote en ello y que se ha concentrado, para bien o para mal, en una especie de erudición, a veces profunda, a veces liviana, en torno a nuestra personalidad? Betances no miró hacia atrás para cuestionar nuestra procedencia y abundar en nuestras limitaciones. “Ningún país hispanoamericano está tan preparado como Puerto Rico para gobernarse bien. […]  El pueblo puertorriqueño numeroso, trabajador, pacífico no aspira más que a la independencia y amará a sus vecinos americanos en cuanto se persuada  que lo que estos quieren es ayudarlos a vivir en paz, de su trabajo”, le escribe a José Julio Henna algunos meses antes de morir (21).

Betances sabía que por el lado de su madre era francés, que por el de su padre era dominicano y se consideraba a sí mismo puertorriqueño, a la vez que se firmaba El Antillano. Se movía cómodamente entre San Thomas, Puerto Rico, Haití y la República Dominicana en busca de la “republiquita pequeña, miniatura-república, pero perfecta, modelo, digno y respetada de todos por su correción, honradez y sus virtudes democráticas”[4] que constituía su utopía, según nos lo ha enseñado Arcadio Díaz Quiñones[5]. Esta convicción, certeza de la valía absoluta de lo que somos los puertorriqueños, y su pasión por la libertad inmediata, amplia y radical deberían obligarnos a concederle un lugar de privilegio también en la tradición del pensamiento puertorriqueño. En su valioso libro Carlos Rojas Osorio contribuye generosamente a hacerlo.

____________

[1] Rojas Osorio, Carlos, El pensamiento vivo de Betances, San Juan: Publicaciones Gaviota, 2020

[2] Tapia y Rivera, Alejandro, Mis memorias o Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, Río Piedras: EDIL, 1979, p. 65.

[3] Díaz Quiñones, Arcadio, La memoria rota, Río Piedras: 1993.

[4] Betances, R.E., Obras Completas, Volumen V, San Juan: Ediciones Puerto, 2013, p. 524.

[5] Díaz Quiñones, A., Op. Cit., p. 165.

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Rafael Aragunde
Autores

Rafael Aragunde

Por su libro El desconsuelo de la filosofía, Rafael Aragunde fue distinguido en el 2018 por el Instituto de Literatura Puertorriqueña con el Primer Premio de Literatura en la Categoría de Investigación y Crítica. Entre otras publicaciones a su haber están los siguientes libros: Sobre lo universitario y la Universidad de Puerto Rico, Hostos, ideólogo inofensivo, moralista problemático y La educación como salvación, ¿en tiempos de disolución? Fue Rector entre el 2002 y el 2005 de la UPR en Cayey y Secretario de Educación de Puerto Rico entre el 2005 y el 2008. Actualmente es profesor de filosofía en el Recinto Metro de la Universidad Interamericana de Puerto Rico.

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