El quehacer de Felipe
Se nos fue Felipe Ehremberga, como él mismo se bautizó, neólogo por excelencia, con el aguardiente de su pícara imaginación. Y se despidió a la francesa, como dicen en España, sin decir adiós, que a ningún dios él se encomendaba. Se fue pitando, al decir de Puerto Rico cuando alguien se marcha sin previo aviso, sin pedir permiso y de prisa, aquí en esta Isla donde lo queremos tanto.
En México fue mi hermano y aquí fui yo el suyo. Fraternidad en las artes y en las luchas por una vida mejor, la que ameritan nuestros pueblos. Aprendí de Felipe el albur tanto verbal como visual, el humor, más que negro, ultravioleta, ese fluorescente y clandestino fulgor que amaba y manejaba con maestría. Traté de emular su pionero malabarismo de nuevos y viejos medios de comunicación, esa pasión innovadora partiendo de una memoria clásica abocada al cambio.
Recuerdo el timbre grave de su voz, lo único grave en la línea y el color que brotaban incesantes de sus manos salpicando a diestra y siniestra tanto la gracia hiriente como el bálsamo de sus afectos. Compartí con él la galería y el escenario, la calle y el museo. En todo lugar su vocación comunicadora, cultivado talento y capacidad seductora le granjeaban la adhesión arrobada de un público respetado que le devolvía engrandecido su respeto.
Generoso compañero y temible adversario, su mostacho y bombín prometían desde lejos una velada inolvidable. Libertario, irreverente y solidario, trascendía todo tipo de fronteras con abrazos de palabras y colores, sabores, brillos y texturas, sonoras carcajadas e incisivas preguntas. Encontrarlo era garantía de fiesta, gozosa inquietud, incentivo a la acción. Recuerdo sus pláticas telefónicas con una mano sujetando el aparato y con la otra delineando letras, imágenes y conceptos en una servilleta o retazo de papel cualquiera, anticipo de obras por venir, sin perder el hilo de la conversación mientras su imaginación guiada por la mano ya estaba en otra parte.
De él aprendí la afición al riesgo, el arte acrobático sin red protectora, la búsqueda sin fin. Observé en tantas ocasiones su sonrisa iluminándonos al ser testigo de uno de sus múltiples y consecuentes hallazgos compartidos de inmediato. El magisterio en él era un proceso inmanente a la creación, simultáneo el placer de hacer al de enseñar. Pensaba en voz alta todo el tiempo mientras las manos elaboraban otro discurso paralelo sobre el papel.
Transcurrían años sin vernos, escribirnos o hablarnos y, sin embargo, siempre estábamos cerca el uno del otro unidos en el trabajo, hermanados por el entusiasmo, la pasión creadora. No lo voy a echar de menos, me haré de cuenta que es otra prolongada y falsa ausencia, que seguimos comunicándonos en el quehacer, en el qué hacer, con el tiempo en las manos, los pies en la tierra y la cabeza en el carajo.