El Renacimiento Mexicano y su Coatlicue: sobre “Dos veces única” de Elena Poniatowska
A Laura Muñoz y Pedro San Miguel, en agradecimiento por llevarnos a Chapingo.
A Chapingo quise ir desde la primera vez que fui a México, pero me tomó varios viajes a ese país antes de alcanzar la añorada meta. Para muchas personas, como para mí, ir a Chapingo significa una sola cosa: ir a ver los murales de Diego Rivera en la capilla de la antigua hacienda que había sido propiedad de un presidente del país, el general Manuel González, hacienda grandiosa y próspera que fue nacionalizada por el gobierno revolucionario en 1923 para convertirla en la Escuela Nacional de Agricultura. Esta, más tarde, pasó a ser lo que es hoy, la Universidad Autónoma de Chapingo, considerada por muchos la mejor escuela de agronomía en toda América Latina. Un año tras su fundación, su director, Marte R. Gómez, intelectual que desempeñó un importante papel en la Revolución tanto en el campo de la diplomacia como en el de la reforma agraria y quien fue gran coleccionista de la obra de Diego Rivera, comisionó a este para que decorara con frescos la entrada principal de la vieja hacienda y su capilla, ahora sala de ceremonias. Rivera pintó de 1924 a 1927 los muros comisionados y convirtió la antigua capilla en un salón de ceremonias donde se le rinde homenaje a la Madre Tierra. El pintor comunista transformó la capilla cristiana en un nuevo ámbito sagrado, pero sagrado no desde la perspectiva espiritual sino, paradójicamente, desde la materialista, específicamente la agraria.Entrar al salón de ceremonias de Chapingo conmueve profundamente; es pisar suelo sacro. Sus paredes confirman, sin lugar a dudas, que aunque hoy se ataque o se minusvalore al movimiento muralista, los muralistas alcanzaron cimas sorprendentes. Este salón se conoce como la Capilla Riveriana y este nombre presupone indirectamente una comparación con la Capilla Sixtina. Me imagino que alguien ha hecho ya la comparación entre esos dos ámbitos, el que contiene la obra maestra de Miguel Ángel y el que presenta la que para algunos es la cumbre de la de Rivera. Habrá que repasar la bibliografía de la crítica de la obra del artista para ver quién propuso por primera vez esa comparación. Pero, haya sido quien fuera y sea o no válida la misma, la capilla de Chapingo es, sin duda alguna, una obra maestra y un gran homenaje visual a la Revolución Mexicana y a su visión materialista del país.
Al entrar por primera vez a la capilla de Chapingo evadí mirar hacia lo que fue originalmente el altar mayor; evité mirar hacia el frente. Miré primero al lado derecho porque sabía lo que allí iba a encontrar y lo que quería ver primero. (Había estudiado cuidadosamente por años en libros esos murales y sabía qué iba a ver y dónde lo hallaría.) Allí, en el muro de la derecha, bajo una ventana ovalada que Rivera convierte en sol o en flor, yacen, amortajados con banderas rojas, enterrados y fertilizando la tierra, Emiliano Zapata y Otilio Montaño, líderes agrarios de la Revolución. Rivera respetaba y honraba a Zapata, como lo prueban sus diversas y frecuentes imágenes del líder revolucionario, y Marte Gómez había colaborado directamente con este líder agrario. El artista y su mecenas eran, pues, zapatistas de corazón. Por ello y entre otras razones, la imagen de Zapata y Montaño no puede ser más apropiada para esta sala: la Revolución fecunda la tierra que le promete entregar al pueblo y el abono con que la enriquece son los mártires revolucionarios.
Dejé para último lo mejor o, al menos, lo más importante.
Ya no existe en la antigua capilla el altar mayor; pero en la pared del fondo, la que en principio evadí, reina imponentemente como diosa del mundo material la Madre Tierra. Rivera usó como modelo para esta representación a su entonces esposa, Guadalupe Marín Preciado (1895-1983). Todos los testimonios orales o escritos, todas las fotos de época y los varios retratos del propio Rivera atestiguan la particular y peculiar belleza de esta mujer. Era grande, fornida, de carácter vivo e impetuoso, impredecible, elegante, de facciones pronunciadas, de rasgos muy definidos, y de intensos ojos verdes. Rivera halló la modelo ideal para representar a la Madre Tierra en esta capilla dedicada a la agricultura.
Pero en ese majestuoso desnudo que domina lo que fue el altar mayor y toda la capilla hay gran belleza, pero también hay algo conmovedor, algo hasta terrible. Es que en la obra de Rivera fomenta el sincretismo pictórico y cultural que sirvió para salvaguardar y mantener vivos los viejos mitos mesoamericanos. Esa nueva Madre Tierra de la Revolución que domina la pared del altar de Chapingo es también la vieja Coatlicue, la diosa azteca, también la madre primigenia, el origen mismo. Aquí aparecen Coatlicue y Deméter fundidas.
Pero no es el propósito de estas páginas hacer una exégesis del mural de Rivera. Sea como sea y aunque se diga que leo demasiadas cosas en esta figura del altar mayor, no cabe duda de que es el gran desnudo de Lupe Marín lo que domina la capilla de Chapingo, lo que se impone en todo ese ámbito sagrado donde se rinde homenaje a la agricultura y a la Revolución Mexicana.
Constantemente pensé en mi viaje a Chapingo cuando leía la más reciente novela de Elena Poniatowska, “Dos veces única” (México, Editorial Planeta Mexicana, 2015). El personaje central de la misma es Lupe Marín y Poniatowska ve en esta bella e imponente mujer una rara combinación de deleite y terror, de inteligencia e intuición, de valor y egoísmo, de bondad y mezquindad. Guadalupe Marín fue, para bien y para mal, un ser excepcional, un ser único, doblemente único porque lo fue tanto en lo positivo como en lo negativo.
En la novela esto se hace evidente cuando Antonio, su hijo, entra a la capilla de Chapingo. Recordemos que Marín tuvo dos hijas con Diego Rivera, Guadalupe y Ruth, y un varón, menor, en su segundo matrimonio con el poeta Jorge Cuesta. En este pasaje de la novela, ella se le revela a Antonio en el gran mural como ese ente benigno y destructor, como ese ser terrible y atractivo, como esa madre devoradora y redentora a la vez:
La capilla en la que su madre es la figura principal lo sorprende. Encima del altar, enorme, el vientre abultado, los pechos al aire, Lupe lo mira con sus extraños ojos verdes o azules, su boca agresiva, una mano en lo alto, previniéndolo: “No te acerques”. ¿Es bella? ¿Es horrible? Es la tierra fecundada que a todos atemoriza. (264)
Este pasaje puede leerse como un pequeño ejercicio de écfrasis, donde Poniatowska pone en palabras el mural de Rivera. Hasta termina la descripción con el título del mismo: “La tierra fecundada”. Pero lo más importante es que la novelista dice claramente que Marín es bella y terrible a la vez. Es única.
“La única” (1938) es el título de una pésima novela que Marín escribió para vengarse de su segundo esposo, Cuesta, químico, ensayista y poeta, figura señera del grupo los Contemporáneos, grupo que fue uno de los grandes motores de la poesía moderna mexicana. Este ser desquiciado pero brillante se ahorcó tras tratar de castrarse. Su muerte puso a Marín en una incómoda situación ante el mundo intelectual y artístico mexicano. Su venganza fue esa mala novela que muy pocos leyeron en su momento y que solo leemos hoy los muy interesados en ella y su mundo. (La novela es casi imposible de conseguir. Por suerte hallé una copia en la colección de libros raros de la biblioteca de la Universidad de la Florida.) Obviamente podemos relacionar el título de la novela de Marín con el de la de Poniatowska. Pero más que su mala novela, de la que muchos de sus amigos se burlaron cuando apareció, su venganza mayor contra Cuesta fue el total rechazo de su hijo con este, rechazo que es posiblemente ejemplo de su mayor crueldad. El egoísmo y hasta la maldad de Marín eran también únicos.
No cabe duda que Lupe Marín es un personaje ideal para una novela. Poniatowska, quien ya había escrito un libro sobre otra de las compañeras de Rivera, la rusa Angelina Beloff, “Querido Diego, te abraza Quiela” (1978), no podía dejar pasar la oportunidad de narrar la vida de este ser excepcional que, además y sobre todo, le sirve de “aleph” para mirar y recrear el gran momento del arte, la política y la cultura de México, lo que algunos han llamado el Renacimiento Mexicano y que Sandra Cisneros describe sencillamente como “when Mexico was the belly button of the universe”. Aunque no aceptemos la definición exagerada de Cisneros, podemos decir que este fue el momento cuando el país se convirtió en el modelo para muchos otros en América Latina y en otros continentes. Lupe Marín, personaje ejemplar, único, puede ser la mirilla ideal para observar el deslumbrante México donde actuaban y creaban Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, José Vasconcelos, Frida Kahlo, Carlos Pellicer, Antonieta Rivas Mercado, Lázaro Cárdenas, Rufino Tamayo, Mariano Azuela, Salvador Novo, María Félix, el primer Octavio Paz, el Dr. Atl, Cantinflas, Alfonso Reyes, Carlos Mérida, Carlos Chávez, Concha Michel, Manuel y Lola Álvarez Bravo, Dolores del Río, Juan O’Gorman, el Indio Fernández, etc. (La lista se alarga a propósito y los etcéteras son casi infinitos.) Lupe Marín fue parte integral de ese glorioso momento de la cultura mexicana.
Pero la novela, a pesar de tener una protagonista idónea y hasta ideal, fracasa o, al menos, no alcanza los méritos de otras de las novelas de Poniatowska. Así es porque hay en el libro dos grandes centros de interés: la vida de Marín, y el México glorioso de su momento; al tratar de combinar estos dos intereses tan fuertes, se produce un texto desbalanceado y, por ello, de logros irregulares o cuestionables. Por un lado, la vida de la protagonista es excepcional y la autora sí logra darnos un cuadro fiel e interesante de ese ser humano que a veces parece no ser tan humano. Magníficamente, Poniatowska crea una imagen de Lupe Marín que es una síntesis de toda su cultura:
…la asocia con la Virgen de Guadalupe, hasta percibe una aureola dorada en torno a su cabeza. […] … la ve de pronto transformarse en la Coatlicue. Un halo negro rodea su figura yacente…” (366)
Si Poniatowska hubiera puesto toda su atención solo en crear la imagen contradictoria y polémica de Lupe Marín, creo que su novela hubiera sido una obra de más valor y de mayor mérito. Es que Marín fue parte de ese contexto cultural y solo hay que ver su vida para ver también ese mundo. Pero al forzar el empleo de este personaje como punto de vista para reconstruir todo el ámbito intelectual y artístico que lo rodeaba y que fue su caldo de cultivo, Poniatowska no alcanza sus mejores logros porque sus páginas se convierten muchas veces en mero catálogo o en un dejar caer de nombres de personajes de ese deslumbrante mundo cultural. Al forzarse en recrear el riquísimo mundo mexicano de la primera mitad de siglo XX, la obra se llena de pasajes que son nóminas o desfile relumbrón de nombres sueltos, aislados –Alejo Carpentier, André Breton, Pita Amor–, que aparecen pero que no quedan incorporados a la obra, que no quedan plenamente justificados en el fluir narrativo.
Una novela histórica como esta depende en gran medida de esa técnica. Pienso en el magistral empleo que le da a este recurso otro Premio Cervantes mexicano, Fernando del Paso, en “Noticias del imperio” (2012) donde cada página está llena de intertextualidades históricas, de nombres de personajes y de lugares. Pero en la obra maestra de del Paso cada mínimo nombre que aparece en sus páginas queda perfectamente incorporado a la trama. No así en “Dos veces única”. Por ello, por ser intertextos impuestos o incrustados, resultan superfluos a pesar de la importancia de los personajes históricos a quienes se alude. Tómese los dos siguientes pasajes representativos de esta técnica fallida y se verá lo que apunto:
Rafael Ruiz Harrell lo lleva a la casa de San Ángel de Archibaldo Burns y Lucinda Urrusti, que frecuentan Carlos Fuentes, Octavio Paz y Elena Garro, Jorge López Páez y Dolores Castro, novia de Pedro Coronel. (296)
En la del medio vive el bailarín Guillermo Arriaga con su esposa, la costarricense Graciela Moreno, y sus dos hijos pequeños, Guillermo y Emiliano. En el de la izquierda se instalan los teatreros de La Linterna Mágica, José Ignacio Retes y Lucila, y en la última Ruth y Pedro conciben a su primer hijo. (269)
Pasajes como estos y, sobre todo, páginas donde aparecen nombres sueltos que se dejan caer aunque no apuntan datos ni información relevante para la trama central se hallan por toda la novela. Así en casi cada página de esta aparecen figuras conectadas a Marín y al Renacimiento Mexicano, pero esta se convierte en aburrida práctica que no sustenta la línea narrativa principal: la recreación de la vida de la problemática Lupe Marín. Parece ser que la autora, quien hizo una detallada y amplia investigación para escribir esta novela, no quiso dejar en el proverbial tintero detalles hallados, por mínimos que fueran y aunque no contribuyeran a la concepción central de la misma. Es como si no se diera cuenta que la presentación misma de la vida de Lupe Marín ya sirve para incorporar el retrato del momento cultural mexicano sin tener que forzarlo con listas o nombres traídos casi al azar. Pero, al así hacerlo, al forzarlo y al hacerse tan obvio el interés de hablar de la efervescencia cultural del periodo se hace torpe el flujo narrativo. Se nota muy claramente que esa segunda línea de interés aparece como algo torpemente incrustado, hasta impuesto en el texto.
A pesar de ello, terminé de leer “Dos veces única” con un mayor aprecio por ese increíblemente rico mundo cultural mexicano de la primera mitad del siglo XX ya que descubrí en la novela datos que desconocía. Pero también terminé con la sensación de que el monstruo que fue Lupe Marín –Virgen de Guadalupe y Coatlicue a la par– se tragó a Elena Poniatowska.
O quizás no. Probable o más certeramente lo que se la tragó fue su fallido intento de trenzar en una compacta unidad a Lupe Marín y al rico mundo cultural en que vivió. Su retrato de esta y del mundo que habitaba resulta de todas formas entretenido, pero nunca tan coherente, armonioso y logrado como los murales de Rivera en Chapingo donde reina como diosa absoluta ese ser fascinante, contradictorio, bello y terrible que fue Guadalupe Marín Preciado.