El reposo del fuego y del poeta
A los 74 años, el escritor mexicano José Emilio Pacheco falleció el 26 de enero y aquí Tamara Kamenszain analiza una obra indeleble para la lengua castellana.
Afirmar que en la poesía de José Emilio Pacheco el tiempo es un referente ineludible no es ninguna originalidad. Los títulos de la mayor parte de sus libros hablan solos. Sin embargo, De algún tiempo a esta parte, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Revés del almanaque, Desde entonces, Ciudad de la memoria, Siglo pasado, Tarde o temprano, no pueden ser leídos como letreros que anunciarían la obsesión personal de un autor a lo largo de una obra, sino que más bien piden ser descifrados como mojones en ese itinerario que no hace más que confirmar que poesía y tiempo siempre están hechos de la misma materia indiferenciada. Es en este sentido que la credibilidad del hecho poético nunca depende, como en las novelas, de un viaje por el tiempo que se inaugura con el “había una vez”, sino que la poesía encuentra su garantía en la capacidad de mantener viva la presencia del tiempo dentro suyo. Por eso, a diferencia de la narrativa, donde el pretérito es el tiempo privilegiado, podemos decir que la poesía aún cuando se escriba en pasado, se escribe siempre en presente. Es que cuando nos cuenta algo en realidad ya está al mismo tiempo dejando de contarlo. “Pensamiento de la presencia del presente”, define Alain Badiou a la poesía diferenciándola de la filosofía cuyo objeto consistiría en preguntarse cómo es posible el tiempo. Escribir poesía, entonces, podría definirse como el intento por nombrar esa presencia del presente. Y no sería desacertado decir que la vía de enunciación que da cuenta de esa presencia no es otra que la de la experiencia. Cuando el hablante en Primera condición, el primer libro de poemas de José Emilio Pacheco de 1958, anuncia: “Es medianoche a la mitad del siglo”, está poniendo en fecha un saber sobre el tiempo que empujará toda su poesía posterior. Es un saber nada teórico y cuya puesta en fecha implica un esfuerzo por atravesar el almanaque con el fin de mostrar su revés, esa cara oculta donde justamente se aloja la experiencia. Una experiencia singular pero también universal porque nos invita a todos a participar de la fecha que le da cuerda al reloj del poema. No necesitamos haber estado en esa medianoche de mitad del siglo a la que se refiere el poeta, para compartirla con él. Y después, las alusiones al siglo que persistirán en otros libros, nos reenviarán siempre a este primero, es decir, al presente. Porque pasar por el mundo pasando por el siglo requiere de un ritual poético de renovación que nos remite siempre a la fecha de hoy. Desde hoy entonces, se escribe la experiencia pachequiana y hacia hoy se dirige y nos dirige a lo largo y a lo ancho de un siglo o mejor de un ciclo que anuda, tarde o temprano, tiempo con experiencia para dar como resultado el hecho poético. Juguemos entonces un poco con el tiempo y detengámonos ahora en El siglo pasado, Un desenlace, último libro de poemas de Pacheco. En el primer poema de este libro titulado “A través de los siglos” el yo lírico se autodefine como un “atrasado”: “Todo pasó. Eres muy siglo veinte,/ me dice la muchacha del 2001.// Le contesto que no: soy el más atrasado./ En mi penoso ascenso por el correr de los años/ ya estoy deshecho y con la lengua de fuera/ y aún no he llegado al piso XIX.” El poeta no se presenta aquí como un visionario que todo lo sabe, o como el profeta que se adelanta a su tiempo y hace futurología. Muy por el contrario, estamos aquí frente a un desecho que, con la lengua fuera, vale decir, con la palabra exhibida y gastada, sin trucos lingüísticos de ningún orden, asciende hacia atrás en la historia, avanza por el revés del progreso y, desentendido de las novedades, se remonta por un tiempo que él llama “futuro pretérito”, hacia la precariedad propia de todo origen. Dice: “la moda pasa de moda/ y la desnudez sigue intacta/ como al principio del mundo”. Ahí, en ese gesto de despojamiento, en esa especie de voto de pobreza poética, la figura del hombre moderno sentado en medio de su siglo se transfigura. El eje omnipotente que aseguraba una centralidad en el tiempo se sale de la línea, se desalinea y, en oxímoron, nacimiento y muerte se saludan amparados por la misma desnudez. “Como desde el nacer le decimos adiós a todo/ una vez más y siempre me despido”, dice Pacheco en comunión con César Vallejo quien también nos obliga a leer mirando en ambas direcciones cuando dice: “Mi defunción se va parte mi cuna”. La doble lectura que nos piden estos poetas consiste en una mirada estrábica que desconozca la linealidad y, por ende, el progreso y el futuro sin pretérito. Pero cuidado, no los entendamos mal, no hay nihilismo alguno en estas propuestas. Pacheco, en su libro La arena errante, llama “Pasatiempo” (así se titula el poema) a ese pasaje nada lineal en el que debería sumergirse el tiempo para salir de su alienación. Y ese pasaje no es otra cosa que el sujeto mismo: “El tiempo hace lo que le dicta la eternidad:/ construye y destruye,/ se presenta sin avisar y se va cuando quiere./ No entiende que nada más estamos aquí:/ para que pase el tiempo/ por la oquedad, / por el vacío que somos.” Entonces, para el tiempo lineal somos un pasatiempo por el que sin embargo no logra pasar. Pero la poesía, cuando fecha el tiempo en el presente de la experiencia, es decir, del revés del calendario, lo hace pasar por ese vacío que somos como sujetos y así, agujereándolo, lo vuelve tiempo verdadero. Tal vez sea por eso que, para Badiou, la verdad es el material con el que trabaja la poesía y no así la filosofía, como se suele creer, porque la verdad es distinta del sentido, más bien, es “un agujero en el sentido” (lo que siempre falta, no lo que sobra, la poesía justamente señala la verdad al señalar la falta). En ese aspecto la poesía sería una actividad eminentemente ética porque es la única capaz de lidiar con el vacío, o con la “oquedad”, usando la palabra que elige nuestro poeta. Entonces, cuando el tiempo atraviesa por ese vacío que somos como sujetos de la experiencia, el verdadero pasatiempo, la poesía, aparece. “El desencanto poético es una reformulación verbal, la búsqueda, otra vez, de un lenguaje temporal”, dice Julio Ortega refiriéndose a la poesía de Pacheco. Es decir, que la poesía pone al tiempo en lengua (con la lengua fuera) y así lo saca de esa linealidad que lo aliena en un pasado olvidado, en un presente inexperto o en un futuro que es pura promesa. En ese sentido queda claro que no hay nihilismo alguno en la doble vía oximorónica en la que nos instalan Vallejo y Pacheco. En el poema “Papel de trapos viejos” del libro Ciudad de la memoria el yo lírico afirma: “Un trapo viejo el cuerpo./ Si algo de él sobrevive/ será en cajón de sastre como remiendo/ de otros vestuarios./ O lo enviarán al molino / en que de trapos viejos, cartones sucios/ se hace el papel en blanco.En esta mutación que va del cuerpo como trapo viejo al papel en blanco se aloja, aunque parezca paradojal, una esperanza. Porque del cuerpo descompuesto es de donde sale el papel en blanco, cuya oquedad ya preanuncia un texto futuro, así como en Vallejo “un libro/ atrás un libro, arriba un libro/ retoñó del cadáver ex abrupto”.
La esperanza que se puede leer entrelíneas en los versos de estos dos poetas se aloja en el oxímoron muerte-vida o mejor –para no quedar encerrados en un nivel meramente retórico– digamos que la capacidad que tiene el trabajo poético de decir en oxímoron, coincide con su posibilidad de relacionarse con la verdad, con esa verdad que, según Badiou, sólo la poesía puede enunciar, y de ahí su carácter ético antes que estético. Porque justamente la verdad podría ser entendida como esa pulsión paradojal que descoloca cualquier dualismo. Así, por obra y gracia de la poesía, lo que supuestamente era un dato fijo e inamovible –en este caso el cuerpo como cadáver– se vuelve página blanca, y a su vez ésta, un eslabón más en la cadena de transformaciones, se deja manchar y deviene libro. Estamos aquí ante un proceso productivo de transformaciones en oxímoron cuya clave de funcionamiento está en manos de la poesía. En esa potencia poética –curiosamente Spinoza llama ética a la potencia de la que algo es capaz– en esa capacidad de no detenerse, entonces, es donde se aloja la esperanza. No una esperanza en la vida sin muerte, como pretenden los optimistas del progreso, ni tampoco en la muerte sin vida, como pretende esa ideología nefasta cuyas banderas parecen levantar los totalitarismos (“matadero sin fin que está muriendo bajo el peso de todas sus víctimas”, dice el hablante en “Los vigesímicos” refiriéndose a la cadena de crímenes que se fueron sucediendo a lo largo del siglo XX). El mismo hablante, en el libro Miro la tierra, escrito, según el mismo Pacheco lo confiesa, bajo la impresión que le causó el terremoto de 1985 en México, declara: “con piedras de las ruinas/ vamos a hacer/ otra ciudad, otro país, otra vida./ De otra manera seguirá el derrumbe”. Entonces, si se puede leer en el subtítulo del siglo pasado un desenlace, éste consistirá en sacar vida de las piedras. “Entender qué es el arte hoy es comprender cómo el dolor de un mundo perdido puede aventurarse en un continente desnudo y desconocido para crear ser nuevo” nos dice en este mismo sentido Toni Negri refiriéndose al siglo XX. Por eso, aunque el hablante pachequiano se despida confesando que fracasó, su gran triunfo es haber intentado lo imposible. El poema que cierra Siglo pasado se titula justamente “Despedida” y dice: “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco/ Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia/ Eso me pasa por intentar lo imposible”. Y qué otra cosa hace la poesía que intentar lo imposible. El fracaso no le compete porque, como bien dice Jean-Claude Milner, la poesía se dedica a ignorar el punto de cese de la lengua empujándolo siempre más allá en un intento casi suicida de decir lo no decible. Y en este intento encontramos al poeta que se despide de un siglo ya pasado. No cabe que pida perdón porque justamente su oficio consiste en fracasar incesantemente. El epígrafe que precede a Tarde o temprano , la obra reunida de José Emilio Pacheco, pertenece a los cuatro cuartetos de T. S. Eliot y dice: “Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido/ Y encontrado y perdido una y otra vez/ Y ahora en condiciones que parecen adversas/ pero quizás no hay ganancia ni pérdida/ para nosotros sólo existe el intento./ Lo demás no es asunto nuestro.” Entonces, queda claro que en poesía nunca hay ganancias ni pérdidas. Tal vez sea por eso que siempre, incesantemente, ésta le gana al tiempo. Forzándolo a instalarse en el presente de la experiencia lo desarma y, como pasatiempo, le quita su único sostén: la linealidad. El poema “Edades”, del libro La arena errante logra, tal vez mejor que ningún otro de José Emilio Pacheco, poner del revés el calendario haciendo fracasar al tiempo: “Llega un triste momento de la edad/ en que somos tan viejos como los padres./ Y entonces se descubre en un cajón olvidado/ la foto de la abuela a los catorce años.// ¿En dónde queda el tiempo, en dónde estamos?/ Esa niña/ que habita en el recuerdo como una anciana,/ muerta hace medio siglo,/ es en la foto nieta de su nieto,/ la vida no vivida, el futuro total,/ la juventud que siempre se renueva en los otros./ La historia no ha pasado por ese instante./ Aún no existen las guerras ni las catástrofes/ y la palabra muerte es impensable.// Nada se vive antes ni después./ No hay conjugación en la existencia/ más que el tiempo presente./ En él yo soy el viejo/ y mi abuela es la niña.” La existencia aquí se conjuga en presente y la poesía demuestra ser el único género literario capaz de declinar, sin declinar, el verbo de la subjetividad. La foto de la abuela pone en hora el reloj del sujeto que la mira desde la actualidad de su propia experiencia. No se trata, sin embargo, de un sujeto ficticio al modo de los personajes ni tampoco de un narrador en primera. Habría que decir que estamos aquí ante la historicidad misma que en cada corte de verso dice de una experiencia fechada, propia e intransferible. Sin embargo, si nosotros lectores nos miramos en el espejo de la abuela-niña, podremos también fechar nuestra propia experiencia en ese calendario universal. Porque, en palabras del poeta, nada se vive antes ni después, todo acontece en esa instantaneidad que empezó cuando, en su primer libro, el joven Pacheco nos entregó la primera foto de una medianoche a mitad del siglo. Después, actualizándose en sentido inverso de lo que acontece en el Facebook –donde la historia del sujeto se mide por la virtualidad de un rostro alienado en el tiempo de las abstracciones– nos va agregando tarde o temprano vueltas de una espiral de obra que siempre termina donde empezó: en el presente.
Publicado originalmente en Revista Ñ/Clarín.