El supuesto de la democracia
É mutato il colore del mondo. –Cesare Pavese
En un muro de la calle de la Luna del San Juan antiguo hay un elegante graffiti que lee así: LA DEMOCRACIA ES UNA MENTIRA. Vale la pena pensar esta sentencia, así como el significado y el sentido que pueda tener todavía hoy la palabra “democracia” en el contexto de la primera civilización mundial que es la nuestra. No estaríamos solos en este ejercicio. Hay un extraordinario esfuerzo en los más diversos sectores y escenarios de nuestro país, en nuestro continente americano y en el planeta entero por repensar; así como de innovar, crear y reclamar, aun de las maneras más espontáneas, lo que podríamos llamar las prácticas democráticas. Lo que está sucediendo en Túnez, en Egipto, en Argelia, etc… y lo que está por venir, sin dejar de ser importante y extraordinario, no es sino lo más actual y reciente. No hay que perder de vista el hecho elemental de que la democracia, antes de ser un sistema formal de gobierno, es una experiencia histórica y un antiguo experimento de la inteligencia humana para lidiar con los límites y excesos del poder.
Hace ya unos siete años publiqué un texto titulado La filosofía y el fracaso de la democracia (Diálogo, noviembre-diciembre 2004). Quiero aprovechar esta oportunidad para ahondar en ese título y en ese escrito, sin que para nada sea necesario leerlo para elucidar lo que sigue. Entiendo que lo que ha fracasado es el sistema jurídico y político de gobierno de la democracia liberal y representativa, no así la experiencia histórica que fue su condición de posibilidad. La experiencia histórica es algo más que la narrativa, el discurso o el concepto de la Historia; es algo más primario o elemental que la formación de la conciencia histórica que culmina en la obra monumental del gran Hegel. Más bien se diría que todo lo anterior son las manifestaciones de la experiencia histórica, la cual nos incumbe a todos porque atraviesa nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestros sueños, nuestro ánimo.
No es sólo la escritura la transmisora de dicha experiencia sino también todas las formas de expresión oral y artística, desde la danza y la música hasta la arquitectura; desde la pintura hasta las ruinas; desde la gastronomía hasta los gestos cotidianos. Es así como en las culturas que desconocen la escritura hay también una experiencia histórica, es decir, un recurso para investigar y lidiar con los avatares del devenir. Como también la hay –y con cuánta milenaria grandeza– en aquellas otras culturas que como las de la India, hasta la llegada de los colonizadores ingleses, no había una preocupación por la cronología de los acontecimientos ni, en cuanto tal, un saber de la Historia. Prevalecía aquí –y persiste todavía– una experiencia histórica embebida en la dimensión sagrada y primordial de lo intemporal.
Las experiencias no fracasan ni caducan. Por ser la integración y el rumbo de lo vivido, las experiencias –del individuo, de los pueblos, de las culturas– son el recurso del porvenir. En este sentido, la experiencia histórica es sólo una de las múltiples dimensiones que configuran la condición humana.
Por otra parte, hay que reconocer que lo que también ha fracasado es el experimento del llamado socialismo real que se llevó a cabo en nombre de la idea del comunismo, no así la experiencia que nutre esa idea. Las ideas realmente creadoras no fracasan; más bien se tornan trivial hasta convertirse en cliché. Toda una poderosa y omnipresente industria contemporánea, la de la Publicidad, se dedica con esmero en uniformar las ideas hasta diluirlas en los protocolos de su iconografía, y consolidar así el discurso capitalista y su propaganda fides, la propagación de la fe y la confianza (Trust) en la riqueza y el poder del Capital.
Una fe y una confianza que han llegado hasta el paroxismo de hacer creer que cualquiera (any-body), si así se lo propone, puede participar de esa riqueza y de ese poder. Es más que interesante percatarse de la ilusión de poder que el capitalismo contemporáneo le otorga a cada cual. Una de las claves está en el concepto de “identificación”. Cada cual llega a creerse que detenta un poder que no tiene, pero que imagina que retiene en función de una servidumbre que le permite sostener y fomentar un tal juego de las identificaciones. Da igual que el juego sea legal o ilegal. En este sentido el capitalismo es la “gran obra de arte” de nuestros tiempos.
Nada más individualista e igualitario que la ideología –no ya la idea– del selfmade man. Nada, pues, más “democrático”. Y hay que preguntarse hasta qué punto este cliché anglo-americano es justamente la apropiación banal de uno de los grandes descubrimientos del Renacimiento italiano: la valía y virtud del individuo. Me parece que la obra de la filósofa húngara, discípula de Georg Luckàs, Agnes Heller tiene mucho que enseñarnos en esa dirección. Hay que volver a leer su obra; la de ella y la de Luckàs (a pesar de todo).
Precisemos ahora el sentido de la expresión “experiencia histórica”. En su antiguo sentido griego ‘historia’ significa investigar, interrogar, explorar. Con lo cual el vocablo está ligado al deseo de aprender, de saber, de entender. Hay ahí un rico campo semántico. Más rico se vuelve si se tiene en cuenta que las palabras ‘experiencia’ y ‘experimento’ remiten ambas a la noción de ensayo, tentativa; rodeo por el sentido de los límites, por los bordes de lo abismal, es decir, de lo ilimitado. Desde esta perspectiva, la experiencia y el experimento son, bien entendidos, el recurso que nos permite empezar de nuevo; recomenzar, pero con el recto sentido de la atención, indispensable para no sucumbir, una vez más, al hábito de la estulticia, a nuestra tan humana estupidez, a la derrota de la inteligencia. Para ello es indispensable entender, y no ya despreciar este tiempo que nos ha tocado vivir o deslumbrarse con sus destellos. Podría pensarse con Nietzsche que vivimos en medio de una especie de «degeneración global de la condición humana».
De mi parte he acuñado el término Organización Mundial de la Estupidez (O.M.E.) para referirme a lo que, más que una degeneración biológica –que muy bien podría ser– es una descomposición cultural en plena apoteosis del emplazamiento tecnológico y del predomino de la autoridad de la Ciencia. Sin embargo, me parece importante considerar, al respecto, una paradoja inquietante, y una flagrante contradicción. Lo primero puede formularse así, y me limito por ahora a dejarlo dicho: a mayor desarrollo tecnológico más frágiles se vuelven sus cimientos, es decir, más vulnerables se tornan las condiciones materiales que lo sostienen. Por otra parte, si reconocemos que el sustituto histórico de la auctoritas de la Teología ha sido la Ciencia, cabe preguntarse: ¿cómo es que el país más desarrollado científica y tecnológicamente del mundo sea también, hoy por hoy, uno de los más supersticiosos e ignorantes de su propia experiencia histórica, tan intensa y tan profunda; para no decir nada de la del resto de la humanidad?
En efecto, resulta del todo evidente que la democracia norteamericana ha degenerado en una plutocracia cuyo fervor por el dinero es perfectamente compatible con el delirio religioso y el atávico puritanismo de una hipocresía sexual que no tiene paralelo en el mundo; y que nada tiene que envidiarle al “fundamentalismo islámico” que dicen combatir. Obsérvese el testimonio de fe que aparece en el signo de dólar de los EE.UU.: In God We trust. De nuevo el Trust de lo que bien podría denominarse un capitalismo escatológico cuyo centro de avivamiento gravita en las especulaciones maniaco-depresivas de Wall Street.
De la primera gran democracia americana hay, qué duda cabe, mucho que aprender. Sin embargo, el voraz anhelo de enriquecimiento, el fanatismo religioso, y el desprecio de los valores intelectuales, de una parte; y, de otra, el etnocentrismo anglo-sajón, la vocación hegemónica que heredan del imperio británico, el genocidio que da inicio a su vocación expansionista y la esclavitud, son aspectos decisivos de la experiencia histórica de una nación de emigrantes en la que impera, cada vez con más arraigo, la más obtusa xenofobia. Las siguientes frases ponen en justa perspectiva lo que he querido decir: I know of no country, indeed, where the love of Money has taken stronger hold on the affections of men and where a profounder contempt is expressed for the theory of permanent equality of property. But wealth circulates with inconceivable rapidity, and experience shows that it is rare to find two succeeding generations in the full enjoyment of it. […]
Lo anterior está escrito, hace poco más de dos siglos, en un libro que también hay que volver a leer: Democracy in America de Alexis de Tocqueville. Cabe enfatizar que no debemos confundir el reconocimiento de la experiencia histórica con el conocimiento de lo que se nos representa como Historia. Más bien dicho reconocimiento puede contribuir a liberarnos de la fatalidad o determinismo histórico, del peso de la memoria, y poder así encauzar, con todos sus riesgos, el horizonte de la experimentación, la audacia de la renovación.
La experiencia histórica es, en definitiva, aquello que nos permitiría estudiar, investigar y experimentar con algo todavía más básico o primordial que es la experiencia radical de lo común, es decir: la fuerza del trabajo, el amor en todas sus modalidades y el lenguaje como aquello que propiamente nos hace y nos distingue como humanos. Para asumir con todo su radicalismo el legado material y espiritual de dicha experiencia, hay una sola y única condición: abandonar el engrandecimiento de lo pequeño, propio de las mediocres aspiraciones tan felizmente instaladas en nuestras sociedades.
La experiencia radical de lo común es una formidable conquista humana que nos ha permitido traspasar el estricto ámbito de la supervivencia animal para afirmar el porvenir de una potencia infinita y abrirnos a la integridad del universo entero, a todas las formas de vida, a todos los planos de existencia. Entiéndase –y una buena parte del tercer volumen de la Estética del pensamiento está dedicado a elaborar esto– que la fuerza del trabajo no nos refiere solamente a la recuperación del valor de las fuerzas productivas, expropiadas por la plusvalía, como elabora en su obra, de excepcional lucidez, Antonio Negri. Dicha fuerza nos refiere también al esfuerzo de la propia mente, de las energías singulares de cada cual, de la potencia de obrar de nuestros cuerpos para lidiar con las condiciones reales de la existencia –esto es: el nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte–; pero siempre desde la jovial afirmación de la vida. He ahí la inmanencia de lo que Spinoza llama la perspectiva de la eternidad y Nietzsche la inocencia del devenir.
Se objetará, no obstante, que el mencionado abandono de las mediocres aspiraciones es, precisamente, lo que casi nadie quiere hacer. A lo cual cabría responder que si tenemos en cuenta la saturación y atrofia de los ideales de la modernidad, y el hecho de que el capitalismo no ofrece otra cosa que un suculento catálogo de opciones sin reales alternativas, cuyo destino no es otro que el de la auto-consumación, entonces no hay más que dos salidas y una sola alternativa. Todas las cuales podrían resumirse como sigue. O bien nos vemos abocados pasivamente al creciente desencanto y desilusión, acogiéndonos al escuálido goce de la amargura y el aborrecimiento; o bien nos apegamos a las estériles fórmulas de vida diligentemente fabricadas por unas sociedades, ya no sólo disciplinarias o de control, sino cada vez más terapéuticas, sostenidas en gran medida por el espectáculo mediático y las opulentas empresas farmacéuticas, muy particularmente la de los psico-fármacos. Contrario a ello, la única alternativa es el recurso de todas aquellas acciones –sean del pensamiento, del lenguaje o del cuerpo– capaces de encauzar el enorme legado de la experiencia histórica que habita, sea consciente o inconscientemente, en nuestra inteligencia y sensibilidad.
De todos los ideales de la modernidad quizá el más decepcionante sea el de la democracia. Todo está dicho en el graffiti: LA DEMOCRACIA ES UNA MENTIRA. Sin embargo, se trata de una decepción que viene desde antiguo y, por lo tanto, con profundas raíces históricas. Como es bien sabido, ni Platón ni Aristóteles eran “demócratas”. Y sabemos muy bien en qué desembocó la primera gran revolución democrática del mundo, la francesa. Tampoco sería una exageración afirmar que la terrible violencia de los Estados nazi, fascistas, autoritarios y dictatoriales del pasado siglo no puede disociarse del desencanto de las élites del poder y de las sociedades de masa con la democracia liberal.
Por otro lado, el actual despliegue en América Latina del experimento democrático es una respuesta, qué duda cabe, a la sistemática sofocación de las iniciativas autóctonas de la independencia de los pueblos americanos en nombre de los intereses económicos, militares y políticos de los EE.UU. Como me dijera un amigo vasco: por fin en Iberoamérica se podrá decir: «si nos equivocamos, nos equivocamos; pero ya no nos equivocan».
Puerto Rico es, en este contexto, parte del exitoso experimento colonial y hegemónico que ha llevado a cabo el último imperio europeo y el primer imperio americano. Un experimento que ha sido consagrado con lo que ya Vicente Géigel Polanco llamó la farsa del Estado Libre Asociado. En este sentido, el actual gobierno de la isla es, no ya un retrato, sino una caricatura, incluso una calcomanía del servilismo al que puede llegar la identificación colonial con el amo. Esto explica que se llegue a la extraña perversión de pavonear el más humillante auto-desprecio como si fuese una virtud. Claro está, nuestra experiencia histórica no empieza ni acaba con esta patética situación. Pero es a partir de ahí que los puertorriqueños tendrían que empezar a entender la responsabilidad histórica de su emancipación y el abandono de una impotente patología de la dependencia.
Mucho habría que decir del secuestro de la democracia por parte del aparato militar y de la economía del mercado de la que ha sido objeto, desde hace al menos sesenta años (escaso tiempo en realidad), la propia sociedad norteamericana. Mucho habría que pensar en torno al proceso acelerado de degradación, no sólo del discurso y del concepto de servidor público, sino del envilecimiento de una cultura política en virtud de la cual los asuntos de Estado se tratan como si fuesen la extensión de los intereses privados, y aquellos a su vez se ventilan como parte de la ya habitual sociedad del espectáculo. No es sólo que la política de las democracias occidentales se ha convertido en Show Business sino que la propia democracia ha degenerado en una kakocracia (“kakós” en griego antiguo significa lo bajo, lo vil, lo innoble). Identificada con el capitalismo, la democracia ha desembocado en aquello que, irónicamente, abrió paso a sus reivindicaciones políticas: la efectiva administración de la ignorancia y «de la miseria psicológica de las masas», para valerme de una vigorosa expresión de Freud.
O, para dar un giro de súbita orientación, mucho habría que decir, además, del secuestro tecnológico y político por parte del Partido Comunista Chino de la “democracia popular”, dentro de la muy eficiente y eficaz gestión de un inédito capitalismo de Estado. Más aún, es precisamente la desconfianza en la imposición de la democracia y los ideales de la modernidad, identificados con las ambiciones imperiales de Occidente, lo que ha servido de terreno fértil para la prosperidad del llamado islamismo (con razones históricas de sobra, pero también con un odio que no conoce razones).
De esta manera, la pregunta que podríamos hacernos es ésta: ¿tiene sentido seguir hablando de “democracia”? ¿No habrá corrido la “fe” en la democracia el mismo destino que la “fe” cristiana, es decir: una fe predicada por la mayoría, pero que no llega a ser practicada siquiera por la minoría que se esfuerza por redimirla? Está claro que la democracia ha dejado de ser un experimento para convertirse en una fórmula más de relaciones públicas. Vacía por lo tanto de todo contenido real, ella se presta de manera idónea a ser el relleno de las estadísticas y la industria del entretenimiento, incluyendo, por cierto, a ese gran negocio del capitalismo que son el militarismo, la industria de armamentos, la pornografía y el narcotráfico. Es probable que nunca antes el ámbito de las ilegalidades y el de la ley hayan estados más solapados y comprometidos; sobre todo en lo que concierne al capital financiero. De lo que se trata, en todo caso, es de asegurar la circulación y reproducción infinita del capital.
Se explica así que la enorme riqueza material que genera el capitalismo no cese de desvanecerse en la ilusión perpetua de esa satisfacción definitiva que nunca llega. Se explican de esta manera también los estragos psíquicos de unas fórmulas de vida que se nutren de los propios padecimientos que pretenden remediar. Es decir, son felices porque padecen; y padecen por su desesperado empeño en ser felices. De ahí que se hable tanto de esperanza, ese último recurso de los desesperados, como dijera Walter Benjamin.
En este contexto, hay que volver a pensar el propio concepto de modernidad. No con la pretensión de superarlo o de identificarse con una época supuestamente “posmoderna”. De hecho, nunca como ahora ha sido más vibrante la experiencia histórica que hizo posible la época moderna. Pues lo que comenzó siendo una invención europea ha terminado por seducir a prácticamente toda la población mundial, no importa su pobreza, desesperación y miseria, o quizá precisamente por ello. Es en este contexto que hay que volver a pensar la democracia y el concepto medular de libertad en los inicios de nuestra primera civilización mundial o planetaria. Si Apocalipsis significa revelación, entonces lo que se nos está revelando es una nueva época imprevisible y no sólo el fin previsto de los tiempos.
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