Del Oso Blanco a la «maraña»
El traspié del arácnido: respuesta a Jorge Rigau
Entre las muchas trampas que enfrenta cualquier columnista, existe la de ceder a la dictadura de los “ciclos noticiosos”, y saltar de causa en causa rendido por el falso sentido de urgencia que suelen provocar. No habría trampa alguna si la consecuencia directa de zambullirse en la noticia fuera enriquecer una tradición de debate y disensión; nadie bienintencionado debía objetar eso. La trampa viene, en todo caso, del agotamiento mediático, término con el que el arquitecto Jorge Rigau cierra la pieza “Maraña”, publicada como columna en El Nuevo Día. Aunque su columna aspiraba a ampliar la discusión del tema de la conservación histórica con tres muestras destacables del presente ciclo noticioso, incluyendo al mismo Oso Blanco con el que anduve hace un mes por aquí, en realidad toda la columna está dirigida a la controversia del Oso Blanco, lo admita o no el arquitecto Rigau.
Tendría que tener oídos defectuosos el colega para no haberse sentido interpelado por todas las denuncias de “silencio gremial” que se han producido a lo largo de esta controversia entre grupos que creemos en la adaptación y re-ciclaje de estructuras valiosas del pasado, para atender usos y necesidades del presente, versus la visión tecnocrática de un gobierno que se ha auto-relegado a la función de mero gerente y albacea de la crisis fiscal, distanciándose de cualquier otro tipo de valoración, sea ética o artística, al momento de definir sus políticas públicas.
Jorge Rigau, para beneficio de los lectores que no estén familiarizados con sus posturas, ha dedicado una buena parte de su práctica, como figura principal de su oficina y a través de distintas sociedades, a la conservación histórica, y en general a crear un apetito popular por la pasión de historia. Entre las muchas instancias de su abultado dossier, se destacan el haber fundado un programa universitario de arquitectura centrado en la rúbrica curricular de la conservación, o las tareas de estabilización y rehabilitación de la Iglesia San José en el Viejo San Juan que actualmente lo ocupan, así como muchos otros proyectos y causas en las que ha opinado o participado como proveedor de servicios de diseño arquitectónico, o bien como intelectual público. El arquitecto Rigau ha escrito sobre el tema de la conservación histórica, dictado conferencias dentro y fuera del País, participado en movimientos de defensa de estructuras amenazadas y, en general, promovido su carrera desde un entendimiento muy particular del campo de la conservación, posicionándose en todo momento como experto diseñador y maestro historiador.
Precisamente, porque no quiero someterme al follón de los ciclos noticiosos, y entregarme a otro nuevo tema o asunto que venga con nota de indispensable abordaje (¿la nominada gay al Supremo?), me voy a permitir volver al Oso Blanco, del que ya me he expresado aquí y en otros medios. Lo haré a manera de comentario a la columna de Jorge Rigau. Reiteraré mis diferencias, ratificaré mi indignación, y conversaré con una comunidad de lectores convencido de que a pesar del posible agotamiento, nos quedan demasiadas discusiones pendientes en torno a la conservación, sus mecanismos de valoración, las oportunidades de reúso y adaptación de estructura y vecindarios cargados de mérito arquitectónico y/o capital simbólico, y claro, los niveles de reconocimiento y respeto al paso del tiempo versus la tendencia a momificar y encapsular el inmueble en un forzado estado de hibernación rígida.
Como se ha visto, el asunto toca mucho más que las diferencias de opinión entre alegados expertos. Tampoco hay que estar cómodos con la romantización del pasado como única razón para conservar; o con la tendencia a borrar los aspectos más escabrosos asociados a un edificio histórico. En todo caso, el manejo torpe y esquemático del tema de la conservación en la discusión pública es indicativo de la gran crisis de democracia que hoy expulsa a los afectados de la mesa donde se decide el futuro de su país, si no es que se expulsan ellos mismos por la indiferencia inducida y la desinformación a la que han estado expuestos.
Retomo la controversia del Oso Blanco ubicando en primer plano a la duda y desconfianza hacia aquellos que critican la aspiración de otros a querer tener la palabra final, porque ellos quieren tener la palabra final, y están acostumbrados a salirse con la suya.
Cada línea del arquitecto e historiador Rigau en su marañosa columna amerita discusión. Quien espere delicadezas y pudores hagiográficos será decepcionado, lo anticipo. Otros autores y otras voces ya se dedican a eso, (mis saludos y bendiciones a ellos). La postura que intentaré articular aquí, y que comparto con muchos otros amigos y colaboradores, es que en Puerto Rico hay que subirle la temperatura al debate, y que evadir tensiones en momentos de intensificada violencia institucional es, quizá, el mayor acto de violencia.
Si en el lacónico escrito de Rigau se percibe la intención definitiva de clausurar la discusión desde la voz autorizada, dejo claro que desde mi perspectiva el debate apenas comienza, y que es menester participar en él con el mayor número de voces “desautorizadas”.
Comencemos, pues.
“Cada época crea una telaraña propia en la que acaba enredándose.”
Los singulares y determinismos abundan en la prosa de Rigau. Así, el conjunto de tensiones, debates y antagonismos de un momento dado, pueden ser embutidos dentro de una misma cosa —“la época”—, borrando diferencias, resistencias y matices que siempre existieron, y que habrán de existir en interpretaciones futuras. Su oración de apertura despliega una vocación reductiva que se confirma después, una y otra vez.
Se me antoja otra oración aquí: “Cada figura de autoridad crea una telaraña en la que acaba enredándose.”
“En la Arquitectura, el ‘movimiento moderno’ proclamó la muerte de la Historia, pero terminó siendo parte de la presunta difunta.”
Y aquí viene la primera evidencia de reduccionismo, en su segunda oración. El Movimiento Moderno (MM) (un singular ya de por sí problemático) no proclama la muerte de la historia; de hecho, necesitaba de la historia para insertarse simbólicamente y participar de una conversación que ciertamente contó con importantes voces antagónicas a un pasado que algunos consideraban inadecuado para atender las necesidades y retos del presente. El encuadre reductivo de lo moderno como rechazo unilateral al pasado es una invención de los posmodernos en la arquitectura, y aún los más brillantes, como Robert Venturi, destacan a figuras del MM cuyas obras dialogaban con temas compositivos, técnicas artesanales y emplazamientos históricos sin la pulsión asesina que Rigau, muy trasnochadamente, les adjudica. Es este un primer enredo en telaraña de parte del autor que nos advertía de estos hace apenas una oración.
“Posteriormente, la postmodernidad nos obligó a dudar de todo y, a estas alturas, mucho de lo que se argumentó entonces, también se ha puesto en duda.”
Si encuadrar a la “modernidad” dentro del singular definitivo ignora matices obvios, hacer lo propio con la “posmodernidad” ya es entregarse al delirio. La duda crónica como gran caracterización del auge problematizador posmoderno es una conveniente caricaturización, que para lo que ha servido es para desatar los “follones empiristas” que hoy llevan a la fe ciega en ciencias y matemáticas, y en general a certezas aritméticas y el culto a supuestas capacidades de medición e infalibilidad que hace rato son objeto de crítica. Rigau aquí deja ver, en su diagrama del presente, un desfase de al menos quince años. La duda de la duda is old news, como tampoco tiene prestigio alguno antagonizar las indagaciones teóricas con el ejercicio de archivo, evidencia, estadística.
“Empecinada en diferenciarse de todo aquello que le precede, cada época miente.”
Una vez cuestionada la conjugación en singular de la “época”, es difícil sostener la mentira como gesto único. Cada época construye sus propias avenidas de diálogo y sistemas de representación, y estas luego nos llegan con tensiones internas que es menester degustar y poner en contexto. No que haya nada malo con llamarle “mentira” a las representaciones culturales que cada “momento histórico”, complejos y diversos como son todos, pone a circular. Pero lanzar el término mentira, sin ajustes o explicaciones, tiene toda la mala leche relativizadora que corre a lo largo de la columna. Hay urgencia desautorizadora aquí, nadie se llame a engaño. Por supuesto que existen diferencias fundamentales a ser abordadas en los desfases entre promesa y producto, plan y proyecto, en cualquier época que se estudie. Esas “mentiras”, en todo caso, enriquecen los estudios culturales, y nadie hoy, salvo Rigau —que critica la certeza pero la recupera con mayor pretensión de autoridad, ubicándose fuera del aparato validador—, descartaría las distorsiones de un momento histórico como piezas malogradas del mismo.
Sin ser historiador intuyo que es precisamente en esas distorsiones donde se debate la construcción de la historia como narrativa, ficción o testimonio. Los sujetos de la historia, que interesan tanto como los objetos, viven ahí, y es un placer salir a conocerlos. Si cada época miente, o si son sus historiadores los responsables de la mentira, solo podría dilucidarse saliendo a conocer esa evidencia humana, discursiva y material. La destrucción del Oso Blanco, de hecho, es la destrucción de un documento valioso, una singular pieza de evidencia.
Hay ribetes irónicos en el asunto. Rigau dice que el Oso Blanco es una estructura inestable, porque así lo sostuvo un estudio del cual él no participó. No sabemos si funge como arquitecto o como historiador cuando repite las conclusiones del estudio comisionado por el dueño de la finca donde ubica o ubicaba la antigua prisión. Si nos permitiéramos observar las circunstancias del proyecto con malicia de historiador, que requiere mucho más que documentar y repetir posturas oficiales, uno desarrollaría suficiente suspicacia para querer poner a prueba ese estudio, no sea que, como dice Rigau, la mentira de una época (de gobierno, en este caso) se esté cuajando en sus propias narices.
“Engreído por la capacidad innata de consumar rupturas, cada ciclo histórico -sea el que sea- se niega a múltiples ataduras que le vinculan al periodo que le precede y al que le sucederá.”
Concluye el primer párrafo con otro enigmático singular, el del “ciclo histórico”. ¿Quién o quiénes nominan al “ciclo histórico”? ¿Cómo se cosifica al ciclo? ¿Cuál es la naturaleza del aparato o los aparatos que le confieren visibilidad o establecen sus límites? ¿Es Rigau, como historiador y figura destacada de la conservación histórica, parte del aparato que le confiere visibilidad al “ciclo histórico”? ¿Es su rescate del término “ciclo histórico” un intento de restaurar su autoridad para producir historia, nombrarla, establecer su definitivo curso y periodización? Y si fuera a aceptar la singularidad, que ya dije que no acepto, del “ciclo histórico”, ¿cómo negar las múltiples instancias de reconocimiento y admisión de deuda de una generación a formas discursivas y conceptos de “ciclos históricos” anteriores? ¿No será que proyecta Rigau aquí su propia concepción cerrada, lineal y categórica de la historia? ¿Quién se atreve a defender hoy la noción de la historia a partir de la singularidad de la ruptura? Rupturas y continuidades se configuran en todo proceso histórico, y sí, siempre serán asuntos sujetos al discurso, a representaciones incompletas, antes que a realidades tangibles y de unilateral formulación.
Individuos y bloques generacionales existen desde hace rato denunciando lo mismo actitudes tajantes de negación/ruptura que de afirmación/continuidad del pasado, cuando estas se producen en medio de un vacío crítico. Si esto es un hecho ampliamente reconocido, ¿cuál es el “show”? ¿A quién o quiénes se refiere Rigau al describir tan testaruda actitud hacia las deudas del pasado? ¿No será esta una admisión autobiográfica o proyección involuntaria de su propia trayectoria intelectual?
“Y es como producto de tal enmarañamiento que nos confrontamos –sin posicionamiento claro o efectivo– al binomio inseparable del que dependen la vitalidad y la pertinencia de cualquier urbe: cambio “vis à vis” conservación.”
No hay posicionamiento “claro” o “efectivo”, y mucho menos infalible, que buscar aquí, salvo reconocer que el veredicto final en asuntos de valoración lo tienen fuerzas asimétricamente asidas al poder. Presumir la efectividad del posicionamiento filosófico consensuado, y su antiséptico traspaso al criterio del que está en posición de poder, sin fisuras ni contaminaciones introducidas por los propios intereses de los poderosos, es entrar en terreno de la ingenuidad aguda. Rigau no es ingenuo aquí, tengámoslo claro. Rigau, una vez más, quiere ser la voz de la “claridad y la efectividad”, y a tenor con esa encomienda política, imposta un tono de sosiego que debe ser interpretado como el ropaje de la verdad, porque la mentira ya luego será vinculada a la estridencia fanática.
“Cambio” y “Conservación” hace rato que dejaron de ser fuerzas de naturaleza incompatible. Quienes las convierten en material de confrontación carecen de imaginación, tanto política como artística. Parte del problema planteado por la representación que el gobierno hace del Oso Blanco es, precisamente, la construcción maniquea de un futuro de ciencias, transparente y diáfano, en conflicto con un pasado de muros y opacidad. Esa misma narrativa descarta centros urbanos, por obsoletos, pero abraza a Walmart en la entrada del pueblo como portaestandarte de futuro, de ahí el desfile de incentivos gubernamentales y exenciones contributivas que reciben estos gigantes del comercio global. Esa misma narrativa de futuro pretende afirmar ahora que una gran ganancia social de la demolición del Oso Blanco lo constituye la nueva avenida/bulevar con rimbombante nombre de “Ciencia”. El futuro es un boulevard de las ciencias a ninguna parte. La peste a positivismo decimonónico afecta el olfato de muchos aquí. ¿Será el indicio de un giro “neo-naturalista”?
“Para que las dos fuerzas se apoyen mutuamente en pos de transformaciones efectivas en la ciudad, solidarios de una postura u otra deben suspender ya la costumbre de siempre defender su punto de vista a ultranza.”
Defender la adaptación del Oso Blanco, o incluso intentar caracterizar a quienes así nos hemos expresado dentro de un bando “conservacionista”, donde el que escoge conservar parcialmente una estructura se define como opositor al cambio o a los matices, es hacerle el juego al discurso oficial. No se escoge antagonizar pasado con futuro, ruptura y continuidad; es el gobierno, en su afán especulador con terrenos públicos, quien escoge enfrentar lo uno con lo otro y reducir la conversación a un asunto muy opaco de viabilidad fiscal, o sospechosamente pericial, como es la alegada “inestabilidad estructural” del inmueble. Aquí nadie ha hablado de dejar el edificio intacto, inalterado. Es, si acaso, la generación de conservacionistas encabezada por Rigau la que tendió a las reconstrucciones miméticas, a llevar el edificio al primer día de nacido, a la inflexibilidad y la ortodoxia. Y no lo digo yo, son sus obras las que lo dicen.
Es un problema de naturaleza arquitectónica atender escenarios de conflicto, e incorporar imaginarios aparentemente irreconciliables dentro de una solución, que más que hacer alarde de lograr imposibles alianzas, destaca (artística y programáticamente) el valor de las tensiones, de aquello que permanece abierto e irresuelto de manera intencional. Ese acomodo conceptual que intento describir no le pertenece a la duda o a la certeza, como si hubiera que escoger en un momento supremo (y anquilosadamente modernista) de definición. Propongo una alternativa mucho más inclusiva y democrática que ceder al mollero de la intransigencia gubernamental, con la que Rigau, de hecho, no se mete; muy convenientemente, debo añadir.
De lo que sí se hace eco aquí el arquitecto Rigau es de la campaña demonizadora que el gobierno popular tiene contra las voces objetoras. Se nos quiere endilgar la rigidez del incondicional, de la defensa a ultranza, pero, ¿quiénes somos los “inflexibles”? ¿Los que nos opusimos a la entrega del Aeropuerto LMM? ¿Los que nos oponemos a la reducción de los términos de retiro bajo los cuales trabajaron los maestros toda su vida? ¿O somos “defensores a ultranza” los que denunciamos los cateos patrios en el Viejo San Juan porque sí, porque las libertades individuales son frágiles y su defensa requiere gestos y expresiones contundentes?
Detrás de lo que parece ser una crítica de “modales” y “estilos”, el arquitecto Rigau abraza una dimensión política de pasividad y culipandeo, justo cuando fuerzas de expulsión y desposesión tienen a Puerto Rico en la mirilla. ¿Qué se supone que hagamos frente a eso? ¿Regresar al rol del “arrimao asustao” frente a la ira del capataz, la cual debe evitarse a toda costa?
Los tonos, aun los cojonudamente desafiantes, tienen o no pertinencia según la circunstancia en la que se inscriben y su función estratégica. Habiendo dicho eso, el tono que propone el arquitecto Rigau es impertinente, no arroja luz alguna y relativiza las posturas para evadir una necesaria y bienvenida confrontación social.
“No todo edificio merece conservarse, ni cualquiera descartarse, pero ¿cuándo veremos partidarios de un bando y otro hacer concesiones o endosar abiertamente –sin fanatismo- que una instancia prevalezca sobre la otra?”
El problema que plantea Rigau aquí es de naturaleza política, y no es una pregunta que deba reducirse a voluntarios que deciden ceder frente al poder que ejercen otros; estamos hablando de la necesidad de más procesos participativos, donde en lugar de bandos, como él insiste en caracterizar, actúen grupos de ciudadanos, peritos y no peritos, trayendo sus dudas y convicciones a la mesa, mirando las objetividades y subjetividades (valiosas ambas) que ayudarían a deliberar las ciudades que queremos y los futuros a los que aspiramos. Más que utopía de consenso, aquí estaríamos hablando de un ámbito de negociaciones desde la transparencia y la honestidad, que es justo lo contrario a un Fideicomiso de las Ciencias que se crea para evadir tener que rendirle cuentas al contribuyente de quien recibe fondos, entre otras posibles razones que huelen a colusión.
Coincido con Rigau en que en el clima polarizado de un país con pobre tradición de participación ciudadana, y un quiste oligárquico en el poder (y ni hablar de la ética/estética federal que dicta, muy segura de su exterioridad política), todo se atiende desde la garata. Pero no toda garata es igual. A mí que nadie me equipare los gritos de los oprimidos con las quejas de los opresores; no es lo mismo. Tildar de fanático, automáticamente, al objetor, o sencillamente a quienes desafíen entendidos, o profanen alegados consensos, ha sido el numerito musical preferido en la era del apologismo popular.
Pero volviendo al asunto principal aquí: en lo que maduramos hacia una democracia viva donde los actos concretos, y los usos y disposiciones de suelo y patrimonio se deliberen con transparencia y voluntad participativa, ya el gobierno ha dejado ver que no se le puede confiar la delicada tarea de valorar qué se conserva y qué tiramos a pérdida, mucho menos los gradientes de estabilización y aceptación del paso del tiempo en la estructura versus “momificación” antiséptica que debe dirigir cualquier esfuerzo de reúso. A mí no me presta garantía alguna el criterio oficialista que restaura la hacienda pero la desviste de su pasado explotador, o la mansión de impostado abolengo que el pueblo mansamente adopta como símbolo del lugar, acicalando apellidos y sagas familiares, versus la indiferencia hacia pasados más duros y las estructuras que conformaron ese legado. Son las estéticas difíciles las que peligran aquí, las vulnerables a omisiones, incomprensiones y desprecio. Son las minorías de un pasado agitado las que más riesgo tienen de desaparecer sin adecuada ponderación. Y en ese sentido, la aportación de un profesor, académico o experto aquí no debía ser en el terreno de las relativizaciones o en el ninguneo de la voz difícil, habilitando el mote demagógico del “fanático” con toda intención silenciadora.
“Al día de hoy, el legado de intransigencia de unos y otros adeptos poco aporta al entendimiento mesurado de temas que han acaparado la atención pública en días recientes: la incorporación de una pista deportiva al Parque Muñoz Marín, la demolición del Oso Blanco y el cierre de un centenar de escuelas entre las que se cuentan algunas de valor histórico. Los tres ejemplos atañen al patrimonio puertorriqueño construido y ninguno puede reducirse a respuestas en blanco y negro. ¿Cómo posicionarnos entonces, sobre todo cuando se esgrimen argumentos válidos de uno y otro lado?”
No es un junte casual el que propone Rigau aquí. Los tres casos citados son momentos sintomáticos de las imposiciones de organismos a cargo de conceder y administrar el crédito del País; son las instrucciones del capital privado a las agencias del gobierno que el mito de la democracia dice tener en sitio para representarnos y protegernos. Veamos cada escenario, pues, con la “mesura” que el arquitecto Rigau propone.
En el primer caso, se segrega una parte de los terrenos de un parque porque el municipio no tiene fondos para habilitarlo; un parque que de entrada es signo de la ciudad del error, de lo público como sobrante —después que los desarrolladores y antiguos vaqueros se repartieron el suelo urbano—, y no como eje de la vida en comunidad.
En el segundo ejemplo, la demolición del Oso Blanco limpia una finca de la “chavienda” de tener que contar con un edificio en el registro nacional de monumentos históricos, para hacerla más atractiva al mercado. De paso, se anuncia la construcción de una avenida que la haría todavía más “sexy”, al mejorar accesos y añadir algún nivel básico de infraestructura. Al público, por otro lado, se le vende el auto y la movilidad como instrumentos democratizadores, y ya en las redes uno ha visto a uno que otro loco fantaseando con un Walgreens de fácil acceso a tan solo pasos del expreso.
El encogimiento de la base demográfica de estudiantes y jóvenes pide repensar la función y pertinencia de toda una infraestructura de escuelas y edificios públicos —las cien escuelas—, y si hubiera honestidad intelectual al servicio de este problema real, también debía estimular la evaluación del cuerpo de personal administrativo, los edificios que alquilan (a amigos del partido) y que ya no necesitan, entre otros aspectos del gigante gubernamental que va quedando como “surplus” de una era de crecimiento económico y poblacional, que ya dejamos atrás.
Que distintos públicos se enciendan por estos tres temas, y los conviertan en polémica, muy conscientes de las desmesuradas presiones del capital privado sobre la esfera pública, es el tipo de confrontación que Rigau no quiere ver, aparentemente, pero es, desde la perspectiva progresista, un importante momento de movilización social, raro y por ende atesorable en un país demasiado acostumbrado a dejar pasar y aceptar como voluntad divina, sin protestar, los designios del capital global sobre su vida. Rigau introduce el aroma del pragmatismo para evadir las discusiones ideológicas que el momento exige. Traerlas te gana el mote de “intransigente”.
Percibo menos al arquitecto y más a otro proselitista más de las bondades del mercado. El próximo párrafo lo confirma.
“Según los medios, la pista que promueve el Municipio de San Juan ocuparía un segmento periférico del parque, sin interrumpir la continuidad del entorno natural existente. ¿Por qué objetar eso de plano? ¿Porque se asocia a una iniciativa privada? Así operan muchas ciudades. ¿Y si lograse funcionar como imán renovado para que el parque recupere la gran asistencia que una vez atrajo, pero que perdió, porque mantener un oasis cuesta? La ganancia sería de muchos.”
Reprogramar un parque, en una finca que siempre fue sobrante en medio de la sopa suburbana de fragmentación y despelote, a la que no es fácil llegar como peatón por barreras de infraestructura vial y de otro tipo que la propia ciudad en su infinita incoherencia introdujo, es un dulce que a nadie debía amargar. La pregunta es quién tiene el mejor récord de éxito aquí. Algunos dirán que Plaza las Américas es un probado administrador del ocio, que su ojo clínico para identificar oscilaciones en el gusto del público está más que demostrado, y que ha logrado simular complejidades urbanas desde el ambiente controlado (y excluyente) de un centro comercial. Las administraciones municipales, y entidades del gobierno central tales como la Compañía de Parques, contrariamente, tienen un récord terrible en el mantenimiento y operación de facilidades orientadas al ocio. Reconociéndolo, la receta que a menudo se escucha de las bocas de niños símbolos de la administración pública, desde la mayor ingenuidad, es que estas empresas municipales o facilidades públicas tienen que administrarse como si fueran privadas, es decir, que el subsidio del tiempo libre es un gasto, no una inversión, y que hay que recortar en lugar de ampliar la oferta. Y así, de golpe y porrazo, un servicio del gobierno, un retorno de actividad recreativa que debía ser visto como acto de justicia y compensación por parte del Estado que extrae impuestos y contribuciones del público, termina siendo despreciado por sus propios beneficiarios, quienes abrazan jubilosamente la retirada del gobierno de los ámbitos de recreación.
El ocio no es un espacio a ser visto exclusivamente desde el criterio cuantitativo; no es cuestión de si conviene o no el chollo de dejar que un empresario mantenga una propiedad pública a cambio de sacarle alguna ganancia. Las calidades del ocio a menudo ocultan complejas agendas ideológicas de control social. Lo vemos en la manera de consolidar algunas demografías versus los mecanismos de dispersión que actúan sobre otras; lo vemos en las decisiones sobre el espacio que permiten o impiden la resistencia, y ni hablar de la “cooptación” de productos culturales, cada vez más frecuentes, entre muchas otras instancias. De estas malasmañas premeditadas puede acusarse tanto al bloque gubernamental como al sector privado, sobre todo cuando estos actúan como socios. Pero al gobierno uno lo puede fiscalizar, o digamos que existen los mecanismos para hacerlo. Las ñoñerías que el capital privado hace en sus santuarios del tiempo libre no son desmantelables salvo que se articule un boicot, y para cuando estos logran su propósito ya el mercado se ha instalado en algún otro foro invisible de explotación.
Las alianzas entre proveedores públicos y privados en el espacio público cuentan con muchos modelos extraordinarios, ciertamente, pero más que los ejercicios de forma o las figuras contractuales, hay que analizar las estructuras de gobierno y participación ciudadana que les preceden. Ahí es que uno descubre los inconvenientes administrativos que en nuestro universo político impiden que esos encuentros de intereses públicos y privados se produzcan sin el virus de la corrupción, y sin que el gobierno termine siendo aliado del capital privado en su agenda de desposesión, esta vez de tierra y recursos públicos.
Y en tiempos de crisis, la ciudadanía sí debe estar alerta al traspaso de propiedades públicas, pues es la última moneda de cambio que le queda al partido en el poder para alimentar la maquinaria de donativos y premios a quienes luego pasan las cuentas de sus campañas electorales.
“¿Por qué se objeta de plano?”, pregunta Rigau. “Porque hoy tenemos más conciencia de los vínculos entre espacio, patrimonio y desposesión”, se le responde.
“Respecto a la penitenciaría si -como se ha prometido-, se salva íntegro el pórtico “art deco”, tal gesto bastaría. El resto del edificio –de pobre calidad constructiva y en muy mal estado- no amerita la inversión que requeriría su restauración porque, en realidad, es imposible identificar qué programa de usos útiles se puede albergar allí sin desfigurar drásticamente su carácter original.”
Rigau repite aquí, sin mediación crítica alguna, el argumento oficial, dando por buenas las conclusiones de un estudio de la condición estructural del inmueble que no ha sido visto por un cuerpo independiente de peritos, y contra los testimonios de funcionarios de la Oficina Estatal de Conservación Histórica que documentaron el edificio en varias ocasiones dando fe de su relativo buen estado. Hay un hecho de fondo que conviene repasar. El edificio pasó a la Lista de Estructuras y Monumentos Históricos en el 2003; eso convirtió al Fideicomiso de las Ciencias en custodio de una pieza patrimonial, que lo es no solo por su valor arquitectónico, sino por su presencia en innumerables micro-relatos y macro-relatos históricos. El Fideicomiso de las Ciencias en lugar de custodiar y cumplir con su deber ministerial, contribuyó al deterioro de la estructura, maliciosamente, se me antoja añadir. Acciones similares se han visto en otras jurisdicciones donde existe la sospecha de que pudieran surgir movimientos sociales de conservación capaces de oponerse a las intenciones que propietarios tengan para con un inmueble y/o la finca que ocupa.
En realidad, Rigau adopta la postura original de la mayoría de los arquitectos en los días en que apenas comenzaba el movimiento de la conservación histórica, cuando comunidades en vecindarios amenazados vieron con asombro cómo arquitectos se hacían cómplices de las agendas del cliente especulador contra el interés de la sociedad del presente y de las sociedades del futuro, que si me preguntan aquí, son el verdadero cliente.
Un reto particular en Puerto Rico surge de la ambivalencia de ese cliente colectivo, quien ha sido inducido (o se ha auto-inducido) a ignorar su historia, actuar insolidariamente en su vecindario y desconfiar del espacio público.
En la controversia del Oso Blanco es el gobierno el que asume una postura de antagonismo entre pasado y futuro, entre conservar y adaptar para nuevos usos o demoler y construir ex-novo. Adjudicarle intransigencia a los grupos opositores a la demolición es un acto de burda manipulación, muy cercano a la estrategia de la falsa equivalencia. La certeza con la que Rigau habla de la pobre calidad constructiva del inmueble es, por otro lado, un golpe bajo y demagógico que juega con el miedo del público en tierra de terremotos. Rigau decide selectivamente hacerse eco del discurso oficial, vestirse de sensatez y consenso, y arrojar el mote de “fanático” a quienes, irónicamente, vemos la adaptación y coexistencia dinámica y contradictoria del pasado con el futuro como una realidad viable y materializable mediante la agencia del buen diseño. Quisiera saber qué hay de controvertible en esto.
Nuevas generaciones de arquitectos, esos que alegadamente nos “empecinamos en diferenciarnos de todo aquello que nos precedió”, no le tememos al escenario híbrido y “difícil” de poner al pasado a dialogar con el futuro en una misma estructura. Allá la generación que nos precede, que en materia de conservación optó por disneyficar y falsificar historia antes que adaptar creativamente, en parte por su propio capital de abyecciones hacia una modernidad/contemporaneidad a la que hacen responsable de haber destruido sus vínculos hegemónicos con el pasado, y la pérdida de los privilegios que venían con sus historias personales. Así es como aparece Rigau caracterizando a las posibles adaptaciones formales que requeriría el acomodar un nuevo uso como “desfiguraciones del carácter original” del inmueble. Tal parece que para él, y muchos otros de su generación, los edificios tienen que ser restaurados a su condición original, y si no, que los tumben. Esta estrecha interpretación de la conservación ha sido desmentida por casi medio siglo de exitosas transformaciones y reconversiones de estructuras históricas que hoy operan con nuevos usos, legado al que cada vez se le unen más y mejores ejemplos de sofisticada mediación, problematización de la memoria y conciencia verde.
Ya es momento de decirlo: en el Oso Blanco se está dando un necesario enfrentamiento generacional. Antes cuestioné a Don Ricardo, ahora cuestiono la postura de Rigau, y solo en un país de verdaderos fanáticos tales cuestionamientos serían vistos como ataques personales, arranques de condescendencia o ejercicios de arrogancia y narcisismo. Son esas, precisamente, las caracterizaciones que quieren anular y ningunear los afectos y desafectos, posicionamientos y preguntas de una nueva demografía de ciudadanos, expertos algunos, volcados a la idea de dilucidar asuntos públicos desde ópticas multi e interdisciplinarias, y no desde la autoridades que otros se abrogan para sí en el muy cerrado círculo hagiográfico con el que fuerzan a abordar los temas de valoración y pertinencia.
Me pregunto quiénes son los fanáticos y conservadores en esa economía de poderes. Ya sabemos, eso sí, lo que quieren conservar: la hegemonía sobre un orden de opinión y autoridad que quieren mantener intacto, y si es posible incorporarlo a la herencia de sus hijos y allegados.
Por último, sobre el sonsonete de la “imposibilidad de recibir nuevos usos”, con el cual Rigau y otros promueven la demolición, digo que todavía no he visto de qué manera un antiguo presidio no puede albergar los programas propios a un alegado centro de investigación si se permite modificar su morfología creativamente (sin el purismo intransigente de Rigau, que ve “desfiguración” en cualquier cambio) y ocupar con imaginación partes de su inmenso patio. Sabemos, claro está, que la intransigencia con la que se descarta esa opción opera como pretexto. Todo cuadra con la intención de entregarle esa finca a sabrá Dios que interés especial, y bajo vaya usted a saber qué condiciones de gravamen público. Lo de las ciencias tiene todas las características de un fronte.
“Si algo lastró la zona histórica de Ponce, fue creer que en casonas tradicionales podía albergarse cualquier tipo de uso alterno. De otra parte, la esencia de los edificios radica en los espacios memorables que aloja y, en este sentido, el Oso Blanco se queda corto. No todas las víctimas son inocentes.”
Falso. A Ponce la lastran los ponceños —lo dicen ellos mismos—, así como las fetichizaciones de políticos y alicates arquitectos que impulsaron rehabilitación física sin una mirada a la estructura productiva de una ciudad que hace tiempo había muerto. Nuevos usos ocurren en casonas todo el tiempo, en muchos lugares, hasta en Ponce. Nuevas poblaciones retoman como hogar lo que otras poblaciones despreciaron. En Ponce, lo agudo de su desventura es de tal magnitud que se quedó sin capitales que retomaran el lugar; ni siquiera se puede hablar allí de fuerzas “gentrificadoras”, así de mala es la cosa.
De otra parte, definir la “esencia (universal) de un edificio” no es prerrogativa de Rigau, ni estamos en momentos donde se sostiene la noción del arquitecto como sacerdote supremo de la intrincada apreciación de forma y significado. Ese es el Rigau de una generación mareada por su propio momento histórico que los ubicó en una mayoría demográfica, y que todavía exprimen a su conveniencia. Y aun siguiendo su línea, tengo que objetar el menosprecio con que el hombre despacha los interiores del Oso Blanco. Espacios atesorables existen en todas partes, a veces esperando por la mano de un arquitecto que con cambios astutos escriba una nueva sintaxis sobre ellos. El esencialismo “espaciófilo” de Rigau, que es de lo que trata su defensa de la supremacía del espacio (memorable) en la arquitectura, (algo que es de él, y no de toda una disciplina, como da por entendido en su columna), queda a la vista de todos cuando frente a los imponentes muros de la antigua prisión se atreve a descartar el valor artístico y simbólico que encarnan. Aun los odiantes acérrimos de la antigua prisión, pueden reconocer la fuerza de esa presencia material, de la labor mental y humana, irrepetible, que está ahí, a la vista y el tacto. Rigau solía conmoverse por esas cosas.
El ojo en la arquitectura tiene muchas maneras de posarse en el objeto y determinar dónde radica su “memorabilidad”; a veces es una parte, a veces es la resolución del conjunto, a veces es un instante en el espacio, a veces es una pared, un techo, la piel del edificio, los juegos cambiantes de luz y sombra, a veces es todo, a veces es nada. Porque no siempre es el valor material del objeto, o del espacio, sino todo el contenido humano y social, lo que hace que un edificio sea rescatado por nuevas generaciones o apreciado universalmente; procesos, que en todo caso, son escabrosos, y no tienen por qué aceptar como buenas las opiniones cerradas que aseguran que algo o alguien “se queda corto”. Si de corto vamos a hablar aquí, Puerto Rico es dinamitable en su totalidad, y carreras enteras de diseño que antes fueron el canon podrían ser candidatas a la puerca hoy. Todo depende del estándar contra el cual se evalúa, y eso, como sabemos, es un campo de batalla de fuerzas discursivas y fragores hegemónicos.
La ironía en la defensa supremacista del espacio que plantea Rigau, es que esa noción nació de intereses fenomenológicos en la construcción de la historia de la arquitectura que precisamente miraron más allá del fetichismo del objeto, la composición y la tecnología, asuntos vinculados a cierta historiografía del Movimiento Moderno. Esas nuevas historias, si acaso, fomentaron el aprecio contestatario a estructuras del pasado, no solo por su valor artístico-material, sino por el contenido socio-cultural y humano. El Oso Blanco, en ese sentido, está preñado de esos contenidos, y dialogar con ellos puede articular actos de desafiante radicalidad. Usar la historiografía fenomenológica, en su atesoramiento de la experiencia humana y su interacción con el espacio, para impulsar la demolición de esta pieza singular, es no entender o hacerse el desentendido.
“Del cierre de planteles escolares mucho puede argumentarse a favor y en contra, pero alguien con buen juicio debería asegurarse de que propiedades históricas como la Escuela Thomas Jefferson, en Arecibo, se mantengan y protejan después que se cierren. Cuando una estructura se clausura, las más de las veces, se condena. Eso contribuyó, en parte, a sellar el acta de defunción del Oso Blanco. Lo sabemos muchos.”
Aquí Rigau tira para el Arecibo de su autobiografía fundacional. Yo lo comprendo y me uno a su interés sentimental. Del mismo modo, el Oso Blanco es también para muchos de nosotros parte de una “autobiografía fundacional”, aunque lo experimentáramos a 50 millas por hora. De hecho, con apenas permitirnos re-encontrar el edificio desde el paso sosegado del peatón, mucha de la belleza que hoy algunos disputan se hace evidente. Existe todo un país de bellezas ocultas que escapan al ojo por la velocidad del auto. Lo saben los peatones, lo saben los ciclistas, lo saben los estudiantes y arquitectos que se dedicaron a dibujar el inmueble en un reciente acto de protesta. De otra parte, nadie hoy niega que Puerto Rico se encoje, que su economía retranquea, y que en medio de esa realidad, las decisiones que asesinarán segmentos enteros de ese país no tienen por qué ser entregadas a los mismos gestores de la debacle, permitirlo es contra-intuitivo.
Si hay un momento donde los asuntos públicos requieren muchas miradas a la vez, en lugar de un individuo iluminado “con buen juicio”, como pide Rigau, es, definitivamente, en medio del caos económico que hoy se vive en el País. Qué se deja abierto, qué se conserva, cómo se re-diseña el tamaño del gobierno, su presencia en centros urbanos, en momentos en que es casi lo único que los sostiene, son asuntos que tendrían que ventilarse más allá de la perspectiva del contable calentando silla en una agencia gubernamental.
Las mismas fuerzas que demolieron al Oso Blanco son las que ponen en peligro a la atesorada escuela del Arecibo-terruño de Rigau, y si en verdad le preocupa el tema, no son consejitos lo que tendría que darle a un gobierno que ni entiende ni le interesa entender los vínculos entre las cosas, entre políticas públicas y bienestar ciudadano. Rigau, si quiere ser “efectivo”, tendría que volcarse, en todo caso, a la re-politización del campo de la arquitectura, y sí, al activismo que crea alianzas y que puede lo mismo denunciar que colaborar cuando llegan al gobierno personas sensatas; un hecho raro, pero posible. En esa misma línea, ¿dónde está Rigau en el debate del Plan de Uso de Terrenos, la renuencia del Colegio de Arquitectos a endosarlo versus el profesionalismo y talento de la actual composición de la Junta de Planificación que muchos vemos como una coyuntura a ser aprovechada al máximo? ¿O es esa otra causa que también merece ser descarrilada desde la demagogia relativizadora o el silencio cómplice? Lo pregunto con absoluta malicia.
“De qué nos deshacemos y qué conservamos estará siempre sujeto a debate pero, ni una postura ni la otra, en sus certezas está -las más de las veces- exenta de ingenuidad. El problema es que, a estas alturas, la ambición terca agota.”
En esta oración de cierre, Rigau reitera su existir al margen del debate, y cava, para sí mismo, un nicho de exterioridad discursiva que algunos confunden con ponderación. Si aceptamos como bueno, como estoy inclinado a aceptar, la ausencia de ingenuidad en todo posicionamiento, no solo en los extremos que aquí Rigau insiste en traer a la atención, sino en las zonas grises que conservan adaptando, permitiendo el diálogo del presente con el pasado de maneras audaces y radicales, tampoco habría que aceptarle ingenuidad al maestro Rigau en su aparición a destiempo en este debate, después que las puercas han destruido más de la mitad del inmueble, y las voces políticas han ido secuestrando a la opinión pública, con ayuda de una prensa comercial con intereses invertidos en las bienes raíces.
Es fácil pronunciar el discurso de la mayoría, y hablar desde la autoridad con prosa populista de viejo sabio. Difícil es emplear el aparato crítico con el que se cuenta, poniéndolo todo, las dudas y las certezas, al servicio de un debate que en realidad apenas comienza, y que Rigau parece decidido a clausurar con el peso de su autoridad, aunque quiera hacer creer que lo está fomentando. Esa gestión de riesgo discursivo es lo que Michel Foucault retomó de las letras clásicas en el principio de parresía, o hablarle atrevidamente a los poderosos desde la posición de desventaja y máxima vulnerabilidad.
Parresía requiere generosidad, antes que maña; honestidad intelectual, antes que maraña.