El valor del papel donde están inscritas: las áreas protegidas
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Los eventos, sugería Fernando Braudel, suelen ser breves, instantáneos y producen una historia episódica (événementielle) que en ocasiones opaca la sustancia y profundidad de los procesos humanos en la larga duración (longue durée). En nuestra cotidianidad, esos eventos son matizados por los titulares en los medios de comunicación, los debates en las redes sociales y las narrativas radiales y televisivas, entre otras.Un ejemplo de ello son los debates sobre nuestras áreas protegidas terrestres y marinas, sobre todo cuando ocurren eventos que atentan contra su integridad física o cuando se intenta enajenarlas y tratarlas como una mercancía. Ha sucedido recientemente en cuatro momentos: (1) la sospecha de la venta de cayos e islotes; (2) la disputa legal y legislativa sobre la playa de Isla Verde como un bien de dominio público; (3) el festín sobre Cayo Caracoles en La Parguera y (4) la derogación de la designación por Orden Ejecutiva de siete reservas. Estos eventos han desatado en muchos de nosotros (me incluyo en primera fila) la reacción visceral de que nuestras áreas protegidas son “reservas de papel”, es decir, zonas que solo existen en un documento que las designa, pero que el Estado no protege y que está dispuesto a cederlas al sector privado. Yo me he escuchado proferir ese discurso y adherirme a esa narrativa, pues he sido testigo (observador participante), analista social e investigador de procesos que —en efecto— así lo constatan.
No obstante, y porque este espacio textual-digital de 80grados existe para provocar, quiero proponer un argumento alternativo: el enorme valor del papel donde están inscritas esas áreas protegidas. Para ello debo salirme de los eventos y asirme de la larga duración braudeliana, o al menos a hacer un ejercicio breve en esa dirección.
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La primera propuesta consiste en considerar que el proceso de “manejar” (gestionar, usar, proteger) áreas y sus contenidos bióticos y abióticos tiene una historia que no conocemos bien y que las sociedades indígenas usaron los ecosistemas terrestres, costeros y marinos con la intensidad que permitieron sus sistemas de producción y cultura. De esa manera configuraron un paisaje que los nuevos pobladores reestructuraron en función de una economía en esencia mercantil y que estos fueron adaptando a las exigencias de su subsistencia y de su atadura a mercados distantes, con una variedad de cultivos locales y exóticos. Tal vez de importancia para esta reflexión lo es la creación de los hatos, una forma de propiedad y usufructo que sin duda reestructuró el paisaje, la flora y la fauna con la presencia del ganado montaraz. Desde la observaciones de Melgarejo, hasta los estudios sistemáticos de Godreau y Giusti y los de Domínguez Cristóbal, pasando por la obra extensa y cuidadosa de Moscoso, entre otras y otros, tenemos una idea de la formación de un latifundio muy peculiar. Esa forma de propiedad transformó la composición orgánica del monte, potenció la extracción de maderas y precipitó el usufructo de las propiedades al margen de los hatos en producción de alimentos y mercancías para circular en esa economía-mundo.
Es la historia de las haciendas, estancias, la propiedad eclesiástica, de los hatos y el mundo de “los comunes”; es decir, los montes y pastos de uso común, concesiones reales y tierras del Realengo. La actividad agrícola oscilaba entre la producción para mercados tan distantes como Hamburgo y Bremen, y una agricultura de subsistencia, montaraz, semi-nómada, como han señalado Godreau y Giusti. Gente que inclusive se internaba en los hatos a sacar maderas, bejucos y la yuca de marunguey para subsistir.
El siglo XIX marcó el comienzo de una historia contenciosa entre la agricultura y explotación racional de la tierra y el agua, y la conservación de los montes y el arbolado. Ese siglo trazó la historia de la alternancia entre el café, en la altura, y la caña, en la bajura y los procesos de uso intenso de los bosques costeros y de la altura, que trajeron consecuencias que todavía medimos y tratamos de entender. La Junta Superior de Repartimiento de Terrenos Baldíos, que controlaba las tierras del Realengo, debía pasar la tierras a manos privadas para el desarrollo de una agricultura racional que desplazara a esos “hombres incultos”, a esos agregados, “perniciosos”, viciosos, “desaplicados”, a los que se refería el alcalde de San Juan, Pedro Irissarry en su comunicado a Ramon Power y Giralt en 1809. La visión oficial era que estos, con la anuencia de los terratenientes y del Estado, habían promovido el mal uso de la tierra (González Mendoza).
Es decir, era imperioso transformar a esas familias campesinas que vivían de plátanos, frutos menores, talando el monte, quemándolo y usufructuando los baldíos, sin invertir capital en maquinaría, infraestructura y en cultivos perennes para producir mercancías y réditos al Estado en la forma de subsidios y otros pagos. Ese proceso, auxiliado por las reformas económicas de 1815 precipitó dos procesos paralelos: primeramente, la inversión de capitales en el suelo y en segundo lugar, un intento por parte del gobierno en proteger esa fuente de riqueza y sacarle provecho. La protección de las aguas y de los montes fueron parte de esa estrategia, que culminó con la inserción de la Inspección de Montes, que tiene una historia interesantísima y a la que le hemos dedicado algunas páginas, junto a otros colegas.
Los documentos apuntan a una explotación masiva de los llanos costeros por parte de la industria azucarera en la primera mitad del siglo XIX, explotación que devastó porciones de los bosques y comenzó el proceso de transformación de los humedales costeros, que formaban parte de una red de hábitats que incluían importantes especies como los mangles y otras plantas leñosas.
La Inspección de Montes hizo lo que pudo con los escasos recursos y el personal que poseía, sin estar exento del problema de la corrupción, como ha señalado Carlos Buitrago Ortiz en su libro sobre las haciendas cafetaleras. La Inspección veló por el usufructo furtivo, la ocupación ilegal de tierras, los incendios y los falsos reclamos de los hacendados sobre tierras del Estado. Redactaron extensas Memorias Forestales e Inventarios de especies y masas de arbolado, que distinguían en unidades de manejo conocidas como Montes del Estado. Velaron—en la medida en la que eso era posible—la extracción de maderas y su uso en la costa, sobre todo en los manglares. Junto a la Marina, la Inspección fue relativamente diligente en proteger el monte bajo del manglar y aquellas especies asociadas en los humedales contiguos.
No menos importante, el Departamento de Obras Públicas veló, en ocasiones celosamente, porque esos bienes de dominio público del litoral mantuviesen su integridad, ante la intención del sector privado de explotar esos recursos y construir en esas áreas. Junto a Obras Públicas, los ayuntamientos —con un interés pecuniario en el arrendamiento de áreas para pescar y para tener pasajeros para transportar en embarcaciones (ancones, gabarras, champanes) a gentes, mercancías y bestias por los estuarios—, procedieron también a estipular y mandatar sobre las formas más adecuadas de usar esos recursos, para preservar su capacidad biológica (la reproducción de los peces) y productora de ingresos.
Es posible pensar que esos esfuerzos resultaron en el amortiguamiento del impacto de la producción agrícola sobre los ecosistemas terrestres, costeros y marinos. Empezamos a documentar el enorme impacto de la agricultura sobre los montes, la reducción del caudal de agua en las cuencas hidrográficas (González Mendoza), la lucha intensa de estancieros y hacendados por el control de las aguas (Plá Cortés, Ramos), la constante presencia de sequías y de zonas sin la capacidad de retener las aguas (Picó) y la transformación del paisaje boricua, antes del Reino del Azúcar en el siglo XX. A pesar de esa fuerza avasalladora, quedaron, sobre el papel, miles de cuerdas protegidas por el poder imperial español en nuestro archipiélago, tierras que se transfirieron al sistema colonial estadounidense de conservación de tierras.
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El reino estadounidense del azúcar devastó montes, humedales, manglares y alteró el paisaje boricua incrementando la presencia de la fábrica, es decir, de la central azucarera y expandiendo el latifundio, a pesar de las recientes e importantes disquisiciones sobre el tema (Nazario). Si el sector privado se empeñaba en arrasar y denudar el paisaje, el sector público hacía esfuerzos hercúleos por proteger las tierras de las que eran herederos y custodios, e incrementar la cantidad de cuerdas protegidas y reforestar áreas denudadas. El Servicio Forestal y la División de Bosques Insulares del Departamento de Agricultura se dieron a esa tarea, puesto que era importante recuperar la capacidad del paisaje de retener el agua, recurso necesario para la producción cañera y azucarera (Giusti Cordero).
Mientras esto sucedía las fuerzas militares estadounidenses desplazaban asentamientos humanos por todo el litoral (Carlos Hernández, Rodríguez Beruff) y destruían ecosistemas, como fue el caso de los arrecifes de Ceiba, que convertidos en carricoche fueron el relleno de la pista de aterrizaje. En Vieques y Culebra bombardearon sin piedad, mientras pusieron el cerco castrense para excluir a la población local del uso de los recursos pesqueros. Lo mismo sucedió en otras partes de la Isla, como en Ceiba. Allí, la prohibición de uso por parte de la población local creó —de facto— una reserva natural con los pocos arrecifes que dejaron y una gran extensión de praderas de hierbas marinas que en un giro histórico pasaron al gobierno de Puerto Rico y al Fideicomiso de Conservación y ahora son parte de una red de reservas. El valor (y el costo) donde están y estarán inscritas esas reservas ha sido muy alto. Ese proceso espera atención por parte de la comunidad de investigadores.
Allí, en esa papelería dispersa y desordenada de leyes, reglamentos, propuestas, planes, catastros, mapas, planos y en el registro de la propiedad, allí están inscritas las tierras y los esfuerzos de estadounidenses, gobiernos de diversas persuasiones e intereses, de puertorriqueños que intentaban levantar un país de una devastación ecológica en la que habían participado diversos sectores sociales cada cual con su grado de responsabilidad e impacto. Es una historia que amerita esfuerzos más agudos.
Bosques Insulares y el Servicio Forestal se dieron a la tarea de adquirir tierras, reforestarlas, ampliar su inherencia sobre el entorno boricua, de aumentar las tierras protegidas, con el daño colateral de dejar sin hogar a miles de familias que tuvieron que moverse de su terruño (ya legal o furtivo), o del predio cedido en agrego o en arrimo por el colono o el terrateniente, para moverse a los márgenes de las “reservas”, en las recién creadas comunidades parcelarias. La historia de la PRERA y de la PRRA (en las décadas del treinta y el cuarenta) es también la historia de este proceso, pues con parte de esos fondos se adquirieron tierras y se implementaron trabajos de represas, restauración de cuencas y reforestación.
El proceso de desmantelamiento de las centrales azucareras, del latifundio y el acaparamiento del paisaje por parte del Estado a través de la Ley de Tierras y la Autoridad de Tierras provocó que el acervo de tierras, en su mayoría sin producir, quedaran protegidas de los desarrollos a las que fueron sometidas posteriormente aquellas en manos privadas. Hay importantes estudios ecológicos y geográficos sobre este particular, sobre todo para el este del país (Martinuzzi et al, López Marrero). Este proceso amerita estudio, pues distintas organizaciones ambientales y el Estado se movieron a convertir algunas de esas tierras en áreas protegidas o cambiaron su zonificación dentro del marco del ordenamiento territorial de varios municipios para proteger su integridad física.
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La décadas de los sesenta y setenta, marcada por la idea descabellada de potenciar la minería en el centro de la Isla, el auge en la construcción, la insania hotelera (con su destrucción de praderas de hierbas marinas y de hábitats críticos para producir “playas”) y la apuesta a las industrias pesadas, significaron una matriz de amenazas para las áreas naturales: el desarrollo urbano, la sedimentación de los estuarios, y el intento burdo de hacer un superpuerto en la Isla de Mona, entre tantos otros procesos. Los setenta se caracterizaron también por una copia de la ley de protección ambiental estadounidense y el arribo de esfuerzos federales (y locales) para la protección ambiental. Esto resultó (y me perdonan la manera somera de presentarlo) en un auge de áreas protegidas, en su mayoría por parte del Gobierno de Puerto Rico, por organizaciones híbridas (como el Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico), por agencias federales, o por una combinación de las anteriores.
Las comunidades, la gente, las organizaciones no-gubernamentales, las universidades, las organizaciones de fe y aquellas de carácter ecuménico o solidarias con el trabajo y el evangelio (Misión Industrial, PRISA, por ejemplo) se consolidaron en una ola de gente con conciencia y compromiso cuya misión consistía en proteger la integridad cultural y física de sus comunidades y de los ecosistemas que sostenían su vida. Así, empezaron diversos procesos de poner sobre el papel y en el marco legal como áreas protegidas a diversos paisajes terrestres, costeros y marinos. Gente muy heterogénea: de las izquierdas, del centro y de la derecha, indefinidos, devotos, siervos y siervas del señor, de los gremios, del campo, de la ciudad, de diversos sectores de clase e ideológicos, y nacidas en otros entornos pero que han hecho vida y carrera en este archipiélago; la lista es amplia. Fueron personas empeñadas y comprometidas en hacer cumplir la ley, en construir posibilidades, en hacer empresas, en investigar y escribir, en planificar, implementar y conservar, en salvaguardar. Dispuestas a “empoderarse” e inclusive, a reemplazar en ocasiones a un Estado anquilosado. Algunas de estas personas, desde las entrañas del Estado, como parte de él, rompieron barreras, dinamizaron estructuras, esquivaron la avasalladora burocracia, para hacer cosas, para desarrollar espacios propicios para que la biodiversidad fructificara en medio de gobiernos comprometidos con un desarrollo voraz.
Para hacer todo eso hubo que soñar, trabajar intensamente, leer y aprender, integrar a la familia, abandonarla, publicar boletines en vetustos mimeógrafos, fusionar saberes distintos y distantes, investigar, cabildear, empujar, construir, sabotear (¿porqué no?), gritar, callar estratégicamente, perder noches y días, dejar de ver la TV para asistir a vistas públicas, prepararse, iniciarse en el voluntariado, pelear, escribir extensos planes de acción, escribir planes de manejo sin tener la más mínima idea de cómo hacerlo, dialogar, dialogar, levantar fondos, vender rifas, vender frituras, escribir propuestas, hacer alianzas, bregar con los enemigos, hacer proselitismo ambiental, convencer, trabajar intensamente y soñar.
Ese es el valor del papel donde están inscritas las áreas protegidas de nuestro país. Pensamos que son áreas protegidas de papel, que quien tiene que ejecutar la ley no lo hace, que existe una caterva de intereses económicos y de personas que hace lo posible para erosionar esos bienes de dominio público para su peculio.
Sí, es cierto. Por ello hay que impedirlo.
Cada vez que aflora la afrenta de socavar los esfuerzos de conservación (sucedió mientras terminaba de escribir esto, con la derogación de órdenes ejecutivas nombrando siete reservas) o de vender bienes de dominio público hay que pensar en el valor ecológico y humano —inconmensurable me atrevo a escribir— de esos paisajes, cuya protección ha quedado inscrita en el papel con la gesta de mujeres y hombres quienes, desde diversas coordenadas e historias personales y profesionales (he soslayado en este escrito la gesta científica, a troche y moche, para documentar la biodiversidad y las amenazas) han trabajado para dejarle a la gente del futuro un acervo natural-cultural para su disfrute, apreciación, usufructo y para la conservación de su biodiversidad.
Insisto. No me gusta la idea de llamarles reservas de papel, porque esos papeles (que en nuestro equipo de trabajo hemos compilado, véase a Schärer et al) atestiguan la historia de las acciones concretas de nuestra gente y de quienes nos hemos convocado históricamente en este archipiélago para proteger a los ecosistemas y su historia muy humana.
Algunas referencias fundamentales:
Buitrago Ortiz, Carlos. 1982. Haciendas cafetaleras y clases terratenientes en el Puerto Rico decimonónico. Río Piedras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico. .
Domínguez Cristóbal, Carlos M. (2000). Panorama histórico forestal de Puerto Rico. San Juan. Editorial de la Universidad de Puerto Rico.
Hernández Hernández, Carlos I. 2006. Pueblo nómada: de la villa agrícola de San Antonio al emporio militar de «Ramey Base». Río Piedras: Ediciones Huracán.
Godreau, Michel J. y Juan A Giusti Cordero. 1993. Las concesiones de la Corona y propiedad de la tierra en Puerto Rico, siglos XVI-XX: un estudio jurídico. Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico 62(3): 351-579.
González-Mendoza, J.R. 1998. Hombres incultos, desagradecidos, inconstantes y desaplicados autores particulares de la destrucción de su Patria: los agregados puertorriqueños como cimiento endeble de la patria. Colonial Latin American Review. Dec 98, Vol. 7 Issue 2, p225-250.
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López-Marrero, T., T.M. Aide, and J.R. Thomlinson. 2001. Urban Expansion and the Loss of Prime Agricultural Lands in Puerto Rico. Ambio, 30:49-54.
Martinuzzi , S., Gould, W. and Ramos-González, O.M. 2007. Land development, land use, and urban sprawl in Puerto Rico integrating remote sensing and population census data. Landscape and Urban Planning, 79:288-297.
Moscoso, Francisco. 2001. Agricultura y sociedad en Puerto Rico: Siglos 16 al 18. San Juan. Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña (Segunda edición revisada).
Nazario Velasco, Rubén. 2014. El paisaje y el poder: La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín. San Juan: Ediciones Callejón.
Plá Cortés, Rosa. 2005. Agua, medio ambiente y caña de azúcar en Puerto Rico: la región costanera de Guayama, 1840-1915. Disertación Doctoral en Historia. Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.
Picó, Fernando. 2015. Puerto Rico y la sequía de 1847. Río Piedras: Ediciones Huracán.
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Rodríguez Beruff, Jorge. 1988. Política militar y dominación: Puerto Rico en el contexto Latinoamericano. Río Piedras: Ediciones Huracán.
Schärer-Umpierre, Michelle T., M. Valdés-Pizzini, M. Rivera-Velázquez y A. Granell. 2004. Summary of Legal Documentation for Marine Managed Areas of Puerto Rico. Sea Grant College Program, University of Puerto Rico, Mayagüez. 243 pages.